Homilía en la Misa Crismal

HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL

 

Homilía de Mons. Ginés García, Obispo de Guadix , en la Misa Crismal.

MARTES SANTO

Guadix, 15 de Abril de 2014

«Gracias y paz a vosotros de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra» (Ap. 1,5).

Gracias y paz a vosotros, hermanos sacerdotes que constituís el Presbiterio de esta Iglesia de Guadix; y a vosotros, hermanos sacerdotes y diáconos, que hoy compartís esta celebración, mostrando así la universalidad de la única Iglesia de Cristo.

Gracias y paz a vosotros, queridos seminaristas, que os preparáis para seguir a Cristo en el sacerdocio ministerial y servir así a esta Iglesia que os espera.

Gracias y paz a vosotros, queridos consagrados, que enriquecéis a nuestra comunidad diocesana con la variedad de vuestros carisma y vuestra presencia apostólica en esta bendita tierra.

Gracias y paz a vosotros, queridos hermanos y hermanas en el Señor, que sois el pueblo que Señor se ha elegido como heredad.

Gracias y paz, a ti, Iglesia que camina en Guadix, heredera de la santidad de tus hijos, que tienes el gozo de haber sido llamada a llevar la alegría del Evangelio a los hombres y mujeres de esta tierra hasta el final de los tiempos. Alégrate, porque el que te llamó es fiel.

«Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él»

I. Como aquel sábado en Nazaret, esta mañana, los que participamos en la celebración de la Misa Crismal, tenemos también nuestros ojos clavados en Jesucristo, el Sacerdote Eterno, que ha abierto el libro de la Escritura para introducirnos en el misterio de nuestra salvación. En esta celebración, la Iglesia peregrina, quiere abrir bien el oído, pero sobre todo el corazón, para escuchar lo que el Señor le quiere decir. Congregados por el Espíritu Santo, somos el pueblo de la Pascua, que pone la mesa y extiende el mantel para todos los hombres y mujeres que caminan con nosotros, y aun sin saberlo, necesitan conocer la alegría del Evangelio. El pan de la Palabra y de la Eucaristía son la prenda que compartimos esta mañana, con el deseo y la esperanza de que sea vida para el mundo.

El Evangelio nos presenta al Nazareno revelado a su pueblo, manifestado a los suyos bajo la capa del misterio de su humanidad. Como era costumbre los sábados, fue a la sinagoga de su pueblo, Nazaret. En la sinagoga los judíos rezaban y leían los textos de la Torá y los profetas; eran hombres instruidos o, al menos, conocidos los que explicaban la palabra de Dios. Jesús, el Nazareno, aparece como comentarista de la palabra proclamada. Pero su comentario es mucho más que un comentario al uso. Su palabra es la interpretación; más aún, el cumplimiento de lo que los profetas anunciaron: «Hoy se cumple esta Escritura». Jesús, al que conocen, como conocen a su familia, se presenta como el Mesías por el que el pueblo de Israel había suspirado a lo largo de los siglos. Uno de ellos, un nazareno, se dice el Mesías; difícil de entender que el Mesías sea uno de entre tantos, que se conozca su origen, que haya vivido como uno más, durante tantos años, en un pueblo tan insignificante, en la Galilea de los gentiles.

Toda la asamblea tenía los ojos clavados en él, nos cuenta San Lucas en el evangelio. Ante lo que cabe preguntarse: ¿qué había detrás de aquellas miradas? Sorpresa, desconcierto, admiración, orgullo, incredulidad… Es la misma pregunta que podemos hacernos hoy cada uno de nosotros: ¿a quién vemos cuando miramos a Cristo? ¿Qué experimenta nuestro corazón? ¿Cuál es nuestra mirada? Aceptar el misterio que llega a nosotros, que abraza nuestra existencia en la pura humanidad, no es fácil. La aceptación de un Dios que se hace hombre y comparte la condición humana, no es fácil de entender ni de acoger hasta sus últimas consecuencias.

Por eso, nuestra mirada debe ir más allá, debe penetrar, con la ayuda de la gracia, en el misterio de Dios. Pidamos esa gracia para poder entrar y gozar del acontecimiento cristiano, del que estos días hacemos memoria viva. Cristo muerto y resucitado es la revelación más clara y eficaz del encuentro del hombre con Dios. Dios ha salido al camino de la humanidad para encontrarse con el hombre y encaminarlo a su destino. El encuentro es real, cuerpo a cuerpo, sin evitar el conflicto, marcado por la incomprensión, el rechazo o el sufrimiento. Dios ha llegado hasta el final, hasta la prueba irrefutable del amor: la entrega de la propia vida. El encuentro exige riesgo, y Dios se ha arriesgado, y se sigue arriesgando, al aceptar la libertad como condición para que el encuentro sea verdadero y engendre vida. La vida es encuentro, la fe es encuentro, y los cristianos estamos llamados a ese encuentro. Si evitamos el encuentro, entonces no hay fe, no podemos llegar al Dios verdadero. La fe no es, y no puede ser, un conocimiento adquirido que produce tradiciones. La fe no es, y no puede ser, una consecuencia cultural que ya no fecunda la historia pero que la adorna. La fe no es, y no puede ser, una convicción encerrada en lo íntimo del hombre que nada tiene que decir a los demás, y en la que se vive con el sólo criterio de la necesidad personal. La fe no es, y no puede ser, una realidad desencarnada que no llega a cada hombre y lo transforma, y en él transforma el mundo y sus estructuras.

II. Haríamos bien en narrar la fe –»si queremos entender lo que es la fe tenemos que narra su recorrido, el camino de los hombres creyentes», nos dice el Papa (Enc. Lumen Fidei, 8)- para descubrir cómo la historia de la salvación es la historia de un encuentro de Dios con el hombre, con el pueblo, con la misma historia.

Valiéndome de esta imagen del encuentro, queridos hermanos, quiero este año dirigirme, una vez más, a los sacerdotes que formáis el presbiterio diocesano, y a todos los que hoy nos acompañáis. Es la reflexión, que nace del corazón de vuestro Obispo, y de la solicitud por el pueblo que el Señor nos ha encomendado, y que compartimos en razón de una vocación y misión común. Dejadme deciros, que nuestra vocación nace en un encuentro y está al servicio del encuentro de los hombres con Dios.

El sacerdote, hombre del encuentro, debe acoger, celebrar, vivir, propiciar y servir el encuentro de la fe. Pero para ello, en primer lugar, y como condición fundamental, ha de tener experiencia del encuentro con Dios. Un sacerdote ha de ser, como Cristo, «testigo fiel» del encuentro con Dios.

Renovar nuestra condición de discípulos del Señor, hermanos sacerdotes, tiene que ser una tarea de cada uno de nosotros. Todos somos discípulos en la escuela del Divino Maestro. Para ello hemos de acudir, diariamente, a la escucha de la Palabra de Dios. La meditación e interiorización de lo que Dios nos dice es el único camino para descubrir su voluntad y cumplirla. El encuentro con Dios en su Palabra es siempre rico y enriquecedor. La Palabra de Dios, como lluvia suave, va penetrando en nuestra vida, y nos va configurando con ella hasta hacernos mirar como Dios mira, y escuchar como Dios escucha. El que está llamado a anunciar el Evangelio ha de vivir empapado de la vida que anuncia. No basta con saber, no nos cubren las «tablas» de una larga experiencia de predicador; el Evangelio es nuevo cada día, y el evangelizador ha de renovarse constantemente en la fuente de la Palabra.

En este sentido, el Papa, en la Exhortación «Evangelii Gaudium», propone una evaluación de nuestras predicaciones, centrándose en la homilía (cfr. nn 135-159). «La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo», escribe. Sin intención de detenerme en este tema, e invitándoos, hermanos sacerdotes, a leer y meditar las sugerencias del Santo Padre, os recuerdo que el Pueblo quiere escuchar a través nues
tro, y ver en nuestra propia vida, la presencia de Dios. En el ministerio de la predicación, nuestra palabra no puede ser vana ni falta de fundamento; no puede ser una palabra vacía o que repite lo que otros han dicho o escrito; no puede ser desencarnada, ni tampoco la expresión de convicciones ideológicas que ahogan la fuerza del Evangelio. No se trata de hablar bien, no hemos de convencer. Lo nuestro es llevar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. El que predica ha de escuchar a Dios y escuchar al pueblo. El sacerdote ha de preparar la predicación mediante la lectura, el estudio y la oración. En la predicación debe tener siempre delante la caridad pastoral, es decir, el amor por el pueblo encomendado, lo que le exigirá también creatividad pastoral. En definitiva, el sacerdote ha de hacer suya la Palabra para llevarla con fidelidad y sencillez a la gente. El Papa habla de la homilía como de la conversación de la madre: «La Iglesia es madre y predica la pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque se sabe amado» (n. 139).

La celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos son también lugares de encuentro del hombre con Dios. Cristo es el gran sacramento del encuentro con Dios, del que nosotros somos ministros; por eso, hemos de esforzarnos para que los signos sacramentales, y las celebraciones litúrgicas en general, sean verdaderos lugares de encuentro. Los que se acercan a los sacramentos han de encontrarse con Dios; para ello hemos de poner los medios necesarios. El que participa en la Santa Misa ha de ver en nosotros hombres, que aun cargados de debilidades, son trasparencia de Cristo. Actuar en la persona de Cristo exige de nosotros santidad de vida. La paternidad y misericordia de Dios se ha de manifestar en nuestro ministerio y en el modo de ejercerlo, particularmente en el sacramento de la penitencia al que hemos de dedicar el tiempo necesario y perseverante, por el bien de nuestros fieles y de la renovación pastoral de la Iglesia; pero, no olvidemos, que antes hemos de ser nosotros los penitentes que se acercan con confianza al altar de la misericordia para obtener misericordia. En resumen, acogida, respeto y adoración al misterio que celebramos, dignidad, solemne austeridad, cercanía, ternura han de marcar la vida litúrgica de nuestras parroquias.

A la hora de hablar del encuentro, es imprescindible que sepamos acoger. Sin acogida no es posible el encuentro. Son muchos los caminos por los que el hombre puede llegar a Dios; como dice el poeta: «para cada hombre tiene un camino virgen Dios (León Felipe). Pero, por nuestra parte, ser instrumentos de encuentro nos exige acoger; saber y querer acoger. El mundo de hoy y las relaciones entre los hombres son muy complejos; potentes medios dirigen y marcan las iniciativas y las opciones de los hombres. Nosotros no podemos, y no debemos, competir. Simplemente hemos de abrir las puertas, y con sencillez y ternura acoger a los que vienen a nosotros; y no sólo eso, también hemos de salir a los caminos para recoger a los que la «cultura del descarte» dejó en la cuneta. El encuentro con los hermanos es también encuentro con el Señor. En cada hombre o mujer que se acerca a nosotros hemos de ver el rostro de Dios. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis», nos dice el Señor en el Evangelio. «El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo «se hizo pobre» (2 Co 8,9)» (EG, 197).Toda la historia de la salvación es una historia de pobreza, que avanza con medios pobres. Dios se ha servido de la pobreza y de la debilidad humana para llevar adelante la obra de la salvación. «Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia». Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5)» (EG, 198). Nuestra misión es hermosa, el profeta Isaías nos la muestra con belleza: «cambiar su ceniza en corona, su traje de luto en perfume de fiesta, su abatimiento en cánticos».

Nuestras comunidades han de ser verdaderos hogares. Soñemos, al tiempo que trabajamos, por hacer de nuestras parroquias verdaderos lugares de encuentro; de encuentro con el Señor y de encuentro con los hermanos. En la comunidad parroquial crecen los niños y maduran los jóvenes, se afianza las familias y los pobres y necesitados se sienten felices de haber encontrado un hogar que los acoge sin condiciones. Para llegar a ser esa Iglesia acogedora, Iglesia en salida, hemos de cuidar y cultivar un verdadero espíritu de comunión, en el que no nos sentimos dueños sino servidores.

Después de lo dicho anteriormente, es fácil concluir que el ministerio sacerdotal es tarea imposible si lo miramos sólo desde nuestras capacidades y posibilidades. Sin embargo, hemos repetido en el salmo las palabras referidas a David y a su descendencia mesiánica, que hoy vienen dichas para nosotros: «mi fidelidad y misericordia lo acompañarán» (Salmo 88). No estamos solos, el Señor nos acompaña con su fidelidad, el que nos llamó será fiel hasta el final; su misericordia será el distintivo inequívoco de su amor sin medida. Por nuestra parte, basta confiar en el Señor y no ser estorbo para que Él, en nosotros y por nosotros, realice su salvación. Seamos servidores del encuentro entre Dios y los hombres.

III. Al hablar del encuentro de la fe hemos hablado de evangelización, porque la fe es para decirla, para llevarla a los otros. No olvidemos, por tanto, que ««Es importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser —con Él y en Él— evangelizadores ». El principio de la primacía de la gracia debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras reflexiones sobre la evangelización» (Benedicto XVI, Meditación en la primera sesión de la XIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos).

La «salvación es para todos», nos recuerda el Papa Francisco. Tenemos ante nosotros, queridos hermanos y hermanas en el Señor, un mundo por evangelizar. Nuestros niños y jóvenes necesitan ser evangelizados, como lo necesitan también las familias y los pobres. Hemos de llegar a los que están lejos, a los que se sienten temerosos o son indiferentes a la fe y a la Iglesia, incluso a los que nos rechazan o nada esperan de nosotros. Por todo murió y resucitó Cristo. «La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio» (EG, 114).

Recordemos que siguiendo nuestro Plan de Evangelización, este curso pastoral ha querido mirar de un modo especial a los laicos. La Iglesia, y en concreto nuestra Diócesis, necesita un laicado bien formado, organizado y comprometido. Hombres y mujeres, que arraigados firmemente en la fe, quieren fecundar con el Evangelio esta tierra, siendo presencia en los distintos ámbitos de la vida eclesial y social. Es este un desafío pastoral que no podemos olvidar.

IV. La Iglesia vive de una mirada y vive para una mirada. Sentir la mirada de su Esposo es el don que la hace renacer cada día. El Señor nos mira con ojos de misericordia. Una mirada que es invitación a mirarlo a Él. La mirada del corazón penetra en lo que los ojos no son capaces de ver. La mirada de la fe es mirada contemplativa y comprometida. Mirar a Cristo abre horizontes, ensancha el alma porque la llena de Dios, al tiempo que abre nuevos y audaces caminos para llegar a los hermanos. Como los hombres de la sinagoga de Nazaret, miremos al Señor y pidámosle que nos llene el corazón con su amor y misericordia para ser testigos valientes del Evangelio en el mundo de hoy.

Santa María, l
a Virgen, Madre del Señor y Madre de la Iglesia, acompañe el camino de nuestra Iglesia por las sendas de una renovada evangelización.

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

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