En la Solemnidad del Santísimo Cristo de La Laguna

Homilía de Mons. Ginés García, Obispo de Guadix, en la Solemnidad del Santísimo Cristo de La Laguna.

La Laguna, 14 de septiembre de 2015

«No olvidéis las acciones del Señor». Son las palabras, mis queridos hermanos, que hemos ido repitiendo con el salmista, y que dan tono y significado a la fiesta que hoy celebramos: la exaltación de la Santa Cruz.

Hacemos memoria, porque no podemos olvidar lo que el Señor ha hecho, y hace cada día, por nosotros. En la cruz, el Hijo eterno de Dios, sella para siempre un pacto de amor con la humanidad, un pacto que nada ni nadie podrá romper. Dios a ama al hombre y ha entregado a su propio Hijo para ser salvación de todos.

Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo, querido hermano, D. Bernardo;

Hermanos sacerdotes, diáconos y seminaristas;

Sr. Legado Real y Alcalde de esta Ciudad de San Cristobal de la Laguna, y Corporación Municipal;

Dignas autoridades civiles, militares y académicas.

Esclavo Mayor y Esclavitud de la Hermandad del Santísimo Cristo de la Laguna;

Hermanos y hermanas en el Señor.

Cada catorce de septiembre esta noble Ciudad de La Laguna, patrimonio de la humanidad, se engalana para celebrar con todos los honores al Santísimo Cristo, signo de devoción e identidad del pueblo canario. Hoy, desde distintos lugares de las islas Canarias, llegan muchos devotos para ponerse a los pies de esta hermosa imagen del Señor crucificado. Están expresando con la sencillez y la sabiduría del pueblo lo que siente el corazón, sentimiento que en estos días, de un modo especial, se hace oración y suplica a aquel que puede escucharnos porque por nosotros se hizo hombre, y por amor llegó hasta el final, hasta la entrega a la muerte y una muerte de cruz. Cristo es la imagen de lo que podemos y debemos hacer por amor: entregar la vida, ¿sino para que vale la vida? ¿Cuál es su sentido?

En estos días he tenido la dicha de poder acompañaros en los actos de culto que preparan esta fiesta cada año. Os he invitado a mirar al Señor y a dejaros mirar por Él. Así de sencillo, y así de hermoso: Mirar al Señor y dejar que nos mire. Es la contemplación del rostro de Cristo, en este caso del rostro doliente del Hijo. La contemplación nos libra de la tentación de la exterioridad y de la frivolidad. Mirar en el interior y desde el interior nos ayuda a no quedarnos en el puro sentimiento, que al fin y al cabo es efímero, sino a tener experiencia. El sentimiento se pasa, la experiencia no. Tener experiencia de Dios es el paso imprescindible para la vida de fe, sin experiencia personal de Dios no puede haber vida de fe.

La fuerza del Señor Crucificado es tal que no puede dejar a nadie indiferente, ¿a quien puede dejar indiferente el amor? Un amor ofrecido sin esperar nada a cambio, de modo gratuito. La respuesta a este amor tan grande es lo que experimenta desde hace siglos, y celebra cada año, incluso cada día, este pueblo con el gran amor y devoción a la imagen bendita del Señor colgado del madero.

La Palabra del Señor que hemos escuchado nos invita a introducirnos en lo más profundo del misterio que estamos celebrando.

Jesús, en el evangelio de san Juan, poco ante de la Pascua, dice a los judíos unas palabras que resultarán proféticas: «Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí». Está refiriéndose, evidentemente, a la cruz, a su muerte como ofrenda por la humanidad. Cristo en la cruz tiene un poder de atracción indiscutible, y hasta incomprensible, pero así lo atestigua la historia cristiana. Cristo se convierte en un imán que atrae a todos hacia Él. ¿Cómo no identificarse con el justo ajusticiado, con el hombre que carga con todos los males del mundo, con cada uno de nuestros pecados, sean pequeños o grandes. La cruz así se convierte en un signo de reconciliación que tiene como fruto la unidad, la justicia y la paz, las que sólo pueden nacer del amor entregado.

El libro de los Números representa en la serpiente que cura, al Hijo de Dios clavado en la cruz y muerto por nosotros. Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre. Todo el que mira a Cristo levantado en la cruz experimenta lo mismo que los israelitas, que mordidos por la serpiente estaban condenados a muerte. Mirar a Cristo es encontrar el consuelo en las dificultades y en los sufrimientos. Sus heridas nos han curado. Las heridas de Cristo son bálsamo para las nuestras, las que la vida nos va produciendo cada día y que van endureciendo el corazón y matando la esperanza. ¿Cuántos hombres y mujeres heridos en su corazón y en su dignidad, son incapaces de afrontar la vida y el futuro con ilusión? Mirar al que traspasaron es un camino de curación que devuelve el sentido de la vida y abre horizontes de futuro.

Como el pueblo de Israel, nosotros también experimentamos a lo largo de la vida el peso del cansancio, y tenemos la tentación de buscar caminos que, al menos, proporcionan una felicidad o respuestas a los interrogantes humanos, aunque sean transitorias. Es la tentación de buscar el camino fácil, de conformarse con lo que tenemos, o pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Los israelitas se quejan a Moisés porque son libres, parece paradójico pero es así, se quejan porque no están dispuestos a pagar el precio de la libertad, habrían preferido ser esclavos pero tener una vida cómoda asegurada, sin problemas, sin riesgos. Esto mismo puede pasarnos a nosotros, la preferencia y elección de una vida fácil, aunque seamos esclavos. La libertad siempre tiene riesgos y es comprometida. No hay verdadera libertad sino para el bien. La libertad que mira al mal o lo procura ya no es libertad. Para liberarnos de esta falsa libertad, que lo que hace es esclavizarnos, hemos de mirar a Cristo, que elevado sobre la tierra es el signo y la realización de la verdadera libertad humana. La mirada puesta en el Señor nos cura de todo aquello que puede esclavizarnos: nos libera del egoísmo y de la autosuficiencia, del ansía de poder y de tener, de la soberbia y de la envidia, de la vida basada en la mentira de las apariencias y del desprecio de los demás.

La contemplación del rostro de Cristo nos identifica con Él y nos hace tener sus mismos sentimientos como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses. Cristo se despojó y se abajó hasta nosotros para mostrarnos el camino que nos lleva a Dios. Cristo no alardea de su categoría divina; al contrario, se despoja y baja a nuestro barro para salvarnos desde lo que somos, desde el mismo pecado. El misterio de la Encarnación del Hijo eterno de Dios es una prueba de lo que Dios es capaz de hacer por amor: tomar nuestra condición. Y no sólo eso, sino que llegó hasta las últimas consecuencias, hasta el hecho más radical que desafía a la misma condición del hombre y a su poder: la muerte. Jesús llega hasta la muerte que es la prueba humana por excelencia, la que suscita el mayor de los interrogantes de nuestra condición: ¿por qué hemos de morir? Son pocas las respuestas que satisfagan al hombre ante el abismo de su desaparición para siempre, de la muerte eterna. Jesús llegó hasta la muerte, y una muerte de cruz. Una muerte escandalosa. Puede parecer duro, pero es real: Jesús fue de cara al mundo un perdedor. Jesús miró a la muerte de cara y la venció, con el bien y el amor, sólo con estas armas venció a lo que nos aboca el pecado y la ausencia de Dios; por eso, Dios lo levantó sobre todo y el dio el Nombre sobre todo nombre. El sacrificio de Cristo no fue en balde, no quedó sin fruto. Lo que se hace por amor nunca queda sin fruto. No hay nada que hagamos por amor que deje de dar fruto; no sabemos cuándo, dónde o a quién, pero dará fruto. La muerte ignominiosa de Cristo ha dado su fruto: nos ha salvado. Ha restituido a la condición humana a su carácter natural, al que tenía al principio, antes del pecado. Y no sólo eso, sino que nos ha dado la posibilidad de participación
en la vida de Dios. Ahora somos hijos, y por eso herederos, coherederos con Cristo de la gloria eterna.

Hoy, como san Pablo, como tantos laguneros a lo largo de los siglos, nosotros proclamamos desde lo más profundo de nuestro corazón: Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre.

El misterio de la Encarnación y de la Pascua de Cristo sólo se puede entender desde los planes de Dios, desde su corazón. En el evangelio de san Juan hemos escuchado parte de un diálogo muy importante, y creo, que muy actual. Es un diálogo entre Nicodemo y Jesús. Un diálogo que se desarrolla en la intimidad, y por la noche. Nicodemo es un hombre importante e influyente de su tiempo; ocupa un buen puesto en la sociedad y es persona considerada. Admira a Jesús y le atrae su doctrina, pero no quiere perder su status, por eso va a ver a Jesús por la noche. Podría ser cualquier persona de hoy que sabe que lo que Jesús enseña, el mensaje del Evangelio, es coherente y fuente de sentido para la vida y para la sociedad; pero políticamente no es correcto aparecer como demasiado interesado en todo lo que significa el cristianismo. Para hablar en un lenguaje inteligible para el mundo de hoy: ¿tiene algo que decir el cristianismo al hombre y a sociedad actual? ¿Las enseñanzas del Evangelio que la Iglesia anuncia son razonables y asumibles para el hombre contemporáneo? ¿Debe la Iglesia y sus pastores participar en la vida pública, en el debate en torno a la visión del hombre, del mundo y de la sociedad?, o por el contrario, como piensan algunos, la fe es una cuestión íntima de cada uno, que hay que profesarla y vivirla en el foro de la conciencia sin ninguna repercusión social. Se tolera la creencia de cada uno pero no su repercusión lógica en la vida social. Que cada uno crea, pero que la sociedad viva al margen de la fe de los creyentes.

Esta concepción, como hemos oído en el Evangelio se contradice con la esencia del mensaje de Jesús: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna». He aquí la esencia del Evangelio en las palabras que Jesús dirige a Nicodemo. Todo tiene su fundamento en el amor que Dios tiene al mundo. Y alguien que ha conocido lo que es el amor, ¿puede acaso creer que el amor no tiene incidencia en la vida del que es amado o del que ama? El amor cambia, el amor se nota, al amor no se le puede callar. Por eso, la Iglesia no puede callar el amor de Dios, y al decirlo cambia al hombre y cambia a la sociedad. La evangelización es un acto de amor de la Iglesia a la humanidad. La Iglesia no impone, la Iglesia propone, y su propuesta es transformadora. El Evangelio durante más de dos mil años ha marcado la visión del hombre y del mundo y lo seguirá haciendo. El cristianismo no es una tercera vía de nada, pero sí una propuesta actual para el hombre de este tiempo. Como dice san Pablo, el amor de Dios nos urge, por eso queremos seguir anunciando a Jesucristo con obras y palabras; queremos que el testimonio de los cristianos sea un signo de esperanza para tantos hombres y mujeres que la han perdido. Como nos enseñó el concilio Vaticano II, del que ahora celebramos 50 años de su clausura, «no hay nada verdaderamente humano que no interese a la seguidores del Cristo», en definitiva a la Iglesia. Todo lo humano, lo que afecta a la vida del hombre es campo de la misión de la Iglesia

Lo que hoy celebra La Laguna en torno a su Santísimo Cristo es una prueba del poder de la cruz. Cuántos hombres, cuántas generaciones abrazadas a la cruz del Señor han construido un mundo más justo y mejor, un mundo de hermanos. El significado de la esclavitud que da nombre a la Hermandad que custodia la imagen del Cristo y su devoción, nos recuerda que la esclavitud por amor es el mejor de los signos de la libertad. Es la libertad del amor. Ser esclavos por amor es ponerse al servicio de los demás, especialmente del que más lo necesita.

Cristo en su pasión y su muerte se ha identificado con cada hombre. En cada hombre o mujer que pasan por la prueba del sufrimiento, del dolor o de la muerte está Cristo. Por eso, en los hermanos estamos llamados a ver a Cristo; cada uno de ellos es Cristo que pasa por nuestra vida. Ante esto no podemos quedarnos indiferentes. Uno de los grandes pecados de nuestro mundo es la indiferencia. El Papa habla de la globalización de la indiferencia. No basta con actitudes de puro sentimiento que se mueven en el instante, pero enseguida se olvidan; ni la de los que piensan que los problemas están lejos y no son cuestión nuestra. Cualquiera de los problemas que hoy afectan al mundo están cerca de nosotros, y en cualquier momento pueden tocar a la puerta de nuestras casas.

Vivimos una crisis sí, pero como hemos dicho hace poco los obispos españoles en la Instrucción pastoral «Iglesia, servidora de los pobres», el sufrimiento por el que pasan muchas personas y familias «no se debe únicamente a factores económicos, sino que tiene su raíz, también, en factores morales» (n. 1). Por eso, hemos de ser conscientes que en las crisis económicas hay una crisis previa: La negación de la primacía del ser humano. Y el hombre pierde la primacía cuando se niega la primacía de Dios en la vida personal y social. Por eso, «Es necesario que se produzca una verdadera regeneración moral a nivel personal y social, y como consecuencia, un mayor aprecio por el bien común, que sea verdadero soporte para la solidaridad con los más pobres y favorezca la auténtica cohesión social. Dicha regeneración nace de las virtudes morales y sociales, se fortalecen con la fe en Dios y la visión trascendente de la existencia, y conduce a un irrenunciable compromiso social por amor al prójimo» (n. 11).

Hoy el rostro del Señor, del Santísimo Cristo de La Laguna, se hace visible en lo niños abandonados o con familias desestructuradas, en los jóvenes sin trabajo y en los que no encuentran sentido ni esperanza en sus vidas, en las familias que pasan por dificultades, en la mujeres que sufren el maltrato, en los ancianos solos y abandonados, en los que no experimentan el amor ni la cercanía de los demás, en los que llaman a las puertas de Occidente buscando una vida digna, aunque perezcan en el intento; en los refugiados de los conflictos de Oriente Medio. En ellos el Señor nos sigue diciendo: «Porque tuve hambre….» (Mt 25,35ss). «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).

A las puertas del Año Santo de la Misericordia, escuchemos la voz del Papa que nos dice: «¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios! A todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros» (Bula Misericordiae Vultus, n.5).Con motivo del Año de la Misericordia tendremos la oportunidad del volver a la misericordia de Dios para ser nosotros misericordiosos como el Padre.

El Señor clavado en la cruz nos lleva al gozo de la resurrección. La resurrección es una fuerza imparable que nada ni nadie podrá detener. Cristo ha resucitado; Él ya ha vencido y por eso nuestra victoria es una seguridad. Con la Iglesia cantamos: «Tu cruz adoramos Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos. Por el madero ha venido la alegría al mundo entero»

Pronto la imagen del Santísimos Cristo saldrá nuevamente por las plazas y las calles de esta Ciudad; con su mirada y con sus brazos abiertos llegará a cada uno de los hombres y mujeres de esta tierra, a los que creen y a los que no creen. Los mirará con misericordia y los abrazará con ternura y comprensión desde la cruz. Para cada uno de nosotros es buen momento para pedir, para rogarle; decía santa Teresa que no vivimos tiempos de pedir cosas pequeñas. No tengamos miedo, pidamos al Santísimo Cristo cosas grandes, pero sobre todo el amor de este pueblo, la dignidad para todos y la fe pa
ra los que no la tienen.

Recoge vuestro Obispo en su carta con motivo de esta fiesta una frase tomada de un canto popular, referida al Santísimo Cristo de La Laguna: «Sus labios no se movieron y sin embargo me habló». Cristo siempre nos habla, pero es necesario que nosotros abramos los oídos y el corazón para escucharlo. Con el salmo podemos decir: «Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis el corazón» (sal 94).

Junto a la cruz del Señor estaba su Madre dolorosa, y allí, por la fe, volvió a engendrar a todos los que hemos sido injertados a Cristo. Que ella, Madre del Señor y Madre nuestra, acompañe el camino de esta Iglesia para que sea testigo del Señor en medio del mundo. Digámosle con fe, muchas veces: «Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordioso (..) y muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre».

+ Ginés, Obispo de Guadix

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