Homilía de Mons. Ginés García, Obispo de Guadix, en la celebración del Viernes Santo.
HOMILÍA EN EL VIERNES SANTO
DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
Guadix, 3 de Abril de 2015.
«A ¿quién buscáis?», les pregunta Jesús a los guardias de los sumos sacerdotes y de los fariseos, que acompañados de Judas, el discípulo, van a prenderlo. A ¿quién buscas?, es la pregunta eterna que anida en el corazón humano, y que hoy se nos hace también a cada uno de nosotros. Jesús también nos pregunta a nosotros, a ti y a mí, a quién buscamos, dónde estaba nuestro centro de interés al escuchar ahora el relato de la pasión. Los soldados le respondieron: «a Jesús, el Nazareno». Ellos, aunque por motivos bien distintos, buscaban a Jesús, y nos invitan a nosotros a buscar a Jesús, a no quedarnos en la trama exterior de la historia, sino a ir a la esencia de la misma. Cuando buscamos a Jesús, él se manifiesta: «Yo soy».
La historia de la pasión del Señor es una historia fascinante y dramática al mismo tiempo. En ella se mezclan todos los sentimientos posibles que endurecen el corazón humano: mentira y verdad, codicia y vanidad, envidia y odio, soberbia y autosuficiencia. En el escenario de la trama que lleva al Hijo de Dios a la muerte hay traiciones y abandonos; vemos soledad y lágrimas, no falta tampoco la mentira ni los intereses mezquinos. La expresión del mal que vive en nosotros hace posible la muerte del Justo. Sin embargo, en medio de la historia de pecado que ha llevado a los hombres a la muerte, y ahora condena al mismo Hijo de Dios, resplandece la figura del Cristo que nos muestra que detrás del mal y del pecado está el corazón tal como Dios lo ha creado. En medio de la violencia siempre absurda aparece un hombre que ama, y con su amor borra lo que el pecado había ensuciado en nosotros, devuelve lo que habíamos perdido, reconstruye una humanidad caída. En cada momento de su pasión, Jesús nos está diciendo cuál es el camino verdadero, nos está mostrando cual es el rostro de la verdadera humanidad.
La carta a los Hebreos nos ha desvelado el misterio de esta historia de amor: «Él, a pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo a obedecer, y llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna». Lo que Jesús realiza en la cruz es el plan de salvación de Dios sobre el hombre. Él es el enviado del Padre, obediente hasta la muerte y una muerte de cruz, como hemos cantado en la antífona anterior al evangelio. La obediencia del Hijo es causa de salvación, y lo ha hecho por el camino del sufrimiento y del despojo de sí. Hemos sido salvados por el Hijo obediente, y también nuestra salvación está en la obediencia a la voluntad de Dios.
No es fácil entender este misterio de sufrimiento y muerte. Es, ciertamente una paradoja, pues ¿por qué sufrimos? ¿por qué la muerte? ¿no se podrían evitar? Nos dice el concilio vaticano II que el sufrimiento y la muerte es un camino que ha llevado a muchos hombres a la increencia. El sufrimiento es un escándalo difícil de digerir cuando la cruz está vacía, la cruz sin crucificado rompe al hombre; sólo el Crucificado puede dar sentido al sufrimiento y a la muerte; en Él lo que es signo de tortura se convierte en signo de amor. Esta es esta también la experiencia del profeta Isaías en el cántico del Siervo de Yahvé: «Mirad, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho», hemos escuchado; pero ¿cómo puede hablar la profecía de éxito cuando estamos viendo que la figura del siervo es la de un fracaso, que no han comprendido ni los suyos?. «No parecía hombre, ni tenía aspecto humano». El siervo es «despreciado y evitado de los hombres», «despreciado y desestimado», «lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado». Y lo que es más duro, ¿de qué sirvió, de qué sirve el sufrimiento y la muerte?; «¿Quién medito en su destino?, dice el profeta. Son muchas las preguntas que se han hecho ante la pasión de Cristo, y que hoy nos seguimos haciendo. Son preguntas siempre actuales porque en la respuesta nos va la propia felicidad. Y la única respuesta es que Cristo pasó por todo esto para salvarnos, no escatimó en nada con tal de liberarnos del mal y de la muerte, «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores» «fue traspasado por nuestras rebeliones, triturados por nuestros crímenes», «cargo sobre él nuestros crímenes», «nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron». Es esta la paradoja del misterio, que el fracaso de Cristo es nuestra salvación, que en su entrega hemos sido redimidos. Esto nos debe enseñar que en el éxito, según lo entiende el mundo, no está la salvación; que la salvación sólo está en el amor hecho entrega, en la vida entendida como oblación en favor de los hermanos. Es una hermosa lección para que hagamos de nuestra existencia una «pro existencia», una existencia en favor de los demás.
Dando un salto en la historia de la Pasión, podemos situarnos en el Calvario, cuando Jesús es despojado de sus vestiduras. Con su ropa, los soldados, hicieron cuatro partes para repartírselas, pero apartaron la túnica; no la quisieron rasgar porque era de una sola pieza, no tenía costura, y estaba tejida de arriba abajo. Los Santos Padres, ya en los primeros siglos, vieron representada en este signo la unidad de la Iglesia. Como la túnica de Cristo que es una, así también la Iglesia, y esta unidad está construida de arriba abajo, desde Dios. En este día pedimos al Señor que conceda la unidad a su Iglesia, para que sea, en medio del mundo, un signo de su amor hasta la muerte. La túnica sin costura es también el signo de Cristo, que no tiene doblez. Cristo es la presencia de un corazón limpio, coherente, pues lo que anuncia es Él mismo, mensaje y mensajero se identifican hasta el extremo. En su muerte en la cruz ha puesto el sello de autenticidad a cada una de sus palabras.
Este signo de amor se extiende a lo largo de la historia, pues la entrega del Hijo sigue siendo una realidad en la vida y en la muerte de los mártires de la fe. Hoy, como el aquel primer viernes santo, muchos hombres y mujeres siguen siendo testigos de la fe en Jesús por la entrega de sus vidas. Los mártires actualizan la entrega de Cristo. El signo del martirio cristiano es la entrega de la vida; no buscan la muerte, pero tampoco huyen dando así testimonio, y mueren perdonando como lo hiciera el Señor. Amor y perdón son los signos del auténtico martirio cristiano, como hemos visto hace pocos días en los 21 coptos egipcios, degollados en Libia por ser cristianos, o seguimos viendo en Siria, Afganistán, Nigeria, Paskistán, y otros países.
Hermoso el testimonio del político católico pakistaní, Shahbaz Bhatti, asesinado hace unos años por su fe: «Se me han propuesto altos cargos en el gobierno, y se me ha pedido que abandone mi batalla, pero yo siempre me he negado, incluso con riesgo de mi propia vida. No quiero popularidad, no quiero posiciones de poder. Sólo quiero un lugar a los pies de Jesús. Quiero que mi vida, mi carácter, mis acciones hablen por mí y digan que estoy siguiendo a Jesús. Este deseo es tan fuerte en mí que me consideraría privilegiado si, en este esfuerzo mío y en esta batalla mía por ayudar a los necesitados, los pobres, los cristianos perseguidos de mi país, Jesús quisiera aceptar el sacrificio de mi vida. Quiero vivir para Cristo y morir por Él».
La tierra donde se desarrollaron los misterios de la vida de Jesús, es hoy, por desgracia, una tierra de martirio. Los cristianos de Tierra Santa viven proscritos. Son una minoría marginada y amenazada. La presencia de los Franciscanos es una gracia para ellos y para nosotros; estos hermanos mantienen viva la presencia cristiana y cuidan de los lugares referenciales de nuestra fe. Os invito a sentir cerca a estos hermanos y hermanas de la tierra de Jesús, no los olvidemos, ni los dejemo
s solos. Acompañemos su camino de fe para que no desfallezcan. Pidamos por ellos, y ayudémoslos a seguir viviendo allí. Nuestra ofrenda de hoy estará destinada a los Santos Lugares, como signo de comunión.
Una de las imágenes más entrañables de la pasión es la que nos muestra a la Virgen al pie de la cruz. Al mirar a su madre, y al discípulo que tanto quería, Jesús nos hace el mejor regalo: nos regaló una madre, su propia madre. María al pie de la cruz concibió a la humanidad nueva nacida del costado abierto de Cristo. Y desde ese día, María vive en nuestra casa y en nuestro corazón.
+ Ginés, Obispo de Guadix