En el Jueves Santo de la Cena del Señor

Homilía de Mons. Ginés García, obispo de Guadix, en la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo

HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO

DE LA CENA DEL SEÑOR

Guadix, 24 de Marzo de 2016.

«Cada vez que comáis de este pan y bebáis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1Cor 11,24-25).

La Eucaristía que celebramos cada día es la memoria de la Pascua del Señor. Hoy, Jueves Santo, esta celebración adquiere un sentido especial al recordar la Cena en la que Cristo dejó a sus discípulos el don de su presencia hasta el fin de los tiempos.

Nuestras iglesias en este día se convierten en cenáculos donde se hacen visibles los gestos que realizó el Señor antes de su muerte y resurrección; gestos proféticos que anunciaban ya su entrega, al tiempo que mostraban que el camino cristiano de nuestra presencia en el mundo es el servicio. La Eucaristía y el lavatorio de los pies marcan y dan sentido a nuestra celebración.

1. Jesús, como hacía cada año, se reúne con los suyos para celebrar la Pascua y hacer memoria de la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto. Todo estaba preparado según el ritual de los judíos, parece que no hubiera lugar para la novedad. Sin embargo, aquella noche no iba a ser como las demás noches. Jesús pronunció unas palabras que quedarán para siempre en la memoria de los discípulos, y que irán repitiendo, cumpliendo así el mandato del mismo del Señor, ahora plenas de sentido, pues lo que era profecía en el Cenáculo se ha hecho realidad en el Calvario.

«Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros (..) Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre». Palabras difíciles de entender y más difíciles de aceptar, pero son la realidad más hermosa, la que libera al hombre del mal y del pecado y lo lleva a la comunión con Dios. Para los que estaban en aquella cena, las palabras del Maestro sabían a misterio, como hoy lo son también para nosotros. Pero son misterio porque nos cuesta entender la grandeza del amor verdadero, la grandeza del amor sin medida de un Dios que sale de sí mismo para mostrarnos sus entrañas de misericordia. ¿Es posible amar así, como Jesús nos amó?, o lo que es lo mismo, ¿hacía falta que Jesús muriera para mostrarnos su amor y consumar nuestra salvación? Son las preguntas que a lo largo de los siglos muchos se han hecho, y que hoy, nuestra generación, quizás no se hace explícitamente, pero sí lo hace con su actitud. Sin Eucaristía no hay salvación, la Eucaristía es la prueba permanente del amor de Dios. No nos engañemos, no podemos salvarnos a nosotros mimos, necesitamos a Cristo. Una Iglesia sin Eucaristía sería una Iglesia sin memoria, sin acceso a la salvación. La Eucaristía es un misterio de amor y de entrega. Es un amor ofrecido, y llevado hasta el final. Sólo es amor el que viene sellado por la entrega, pues «nadie tiene más amor que el que da la vida» (Jn 15,13). Es un amor a todos y por todos. Es un amor fiel que tiene vocación de eternidad. Un amor que se renueva y nunca se agota. Es un amor fecundo. Jesús no hizo un teatro, no nos mostró un camino para que nosotros lo hiciéremos, Él hizo, y lo hace, con nosotros. Asume en su propia carne la causa de nuestra salvación, toma sobre sus hombros el pecado de la humanidad y lo lleva hasta el final, hasta la crisis humana más radical, la muerte, nuestra muerte, para darnos su nueva vida. Es un sacrificio, sí. Es el camino de la humanidad que sólo asumiéndolo se puede vencer. Lo que el Hijo de Dios, nuestro hermano, hizo por nosotros. Esto, mis queridos hermanos, es lo que celebramos en la Eucaristía.

2. El sacrificio de Cristo en la cruz es también su gran servicio a la humanidad. Nos muestra así que el camino del cristiano en el mundo ha de definirse por el servicio en favor de los demás. No es casual que el evangelista San Juan, en lugar de la institución de la Eucaristía, haya puesto en su relato el lavatorio de los pies.

El gesto de Jesús de lavar los pies a sus discípulos es mucho más que un hecho puntual con el que el Maestro quería aleccionar a los que lo seguían. Es un signo de identidad. «Si yo, el maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». La referencia es siempre el Maestro, y el camino del discípulo identificarse con él. Si Él está a nuestro servicio también nosotros tenemos que ponernos al servicio de los demás, y lavarles los pies reconociendo en ellos a un hermano. Cada día Dios nos pregunta: ¿Dónde está tu hermano? ¿Y qué le contestaremos? ¿Qué no lo reconocemos? ¿Qué lo hemos perdido? ¿Qué lo hemos excluido o que somos indiferentes ante él? Lo queramos o no, el otro es nuestro hermano y hacemos juntos el camino. Hemos de reconocer al hermano y ponerle rostro. Una de las grandes tentaciones con las que nos encontramos a lo largo de la vida es no poner rostros a la pobreza; una pobreza sin rostro no interpela, puede mover al sentimiento pero no a la acción. Somos capaces de hacer diagnóstico de la realidad de nuestro mundo y querer solucionar los problemas con estudiados planes, pero de poco valen si no nos ponemos al lado del otro y lo reconocemos como un hermano. Cristo nos ha dado ejemplo para que sirvamos a los demás lavándoles los pies, es decir, acercándonos a ellos y tratándolos como lo mejor que tenemos, como los huéspedes de honor de nuestra vida. No reconocer al hermano es no reconocer a Cristo. En el hermano encontramos a Cristo, y en él también lo servimos.

Hay muchos hermanos heridos que necesitan que les mostremos el amor de Dios con nuestra actitud. En este Año Santo de la Misericordia que estamos celebrando, la Iglesia está llamada a «a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo» (MV, 15).

3. Eucaristía y caridad, una única realidad que es insustituible en la vida de un cristiano. No podemos vivir sin Eucaristía como no podemos vivir sin caridad. Recordamos el precioso testimonio de los mártires de Abitinia del siglo IV, cuando el culto cristiano estaba todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine dominico non possumus, decían (Acta SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa, 7. 9. 10: PL 8, 707.709-710). Por eso, hemos de ver con dolor y preocupación el que tantos bautizados no aprecien la Eucaristía, ni la celebren cada domingo, ni la adoren. Recuperar la participación de todo el pueblo en la Eucaristía y la revitalización del domingo como Día del Señor ha de ser un objetivo pastoral al que no podemos renunciar, pues no podemos acostumbrarnos a la actitud de unos cristianos que no saben ni han experimentado donde está el centro de nuestra fe.

Sin Eucaristía también se resentirá la caridad de los cristianos. Nadie puede dar lo que no tiene. No podremos dar caridad si no la recibimos de la fuente que es Cristo presente en su Cuerpo y Sangre, así nos lo recuerda San Agustín: «Esta mesa de tal seño
r no es otra que aquella de la cual tomamos el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros. Sentarse a ella significa acercarse a la misma con humildad. Mirar bien lo que nos ponen delante equivale a tomar conciencia de la grandeza de este don. Y poner la mano en ello, pensando que luego tendremos que preparar algo semejante, significa lo que ya he dicho antes: que así como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (De los tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan. Tratado 84, 1-2: CCL 36, 536-538).

Hoy traemos a la memoria la gran labor en favor de los más necesitados que realizan nuestras Cáritas. Hemos de recordar que Cáritas no es una ONG, sino la Iglesia que vive y ejerce la caridad. Nuestras Cáritas serán vivas si nuestras comunidades cristianas son vivas y caritativas. Pidamos al Señor por todos los hermanos y hermanas que con su ayuda y con su voluntariado hacen visible el don de la caridad en la Iglesia, y para que a todos nos dé un corazón grande capaz de amar sin medida.

Y no olvidemos a los sacerdotes en el día en que recordamos la llamada que hizo el Señor a los apóstoles a ser instrumentos de su presencia, lo que se ha perpetuado en el ministerio sacerdotal. Pidamos por nuestros sacerdotes. Pidamos fidelidad, audacia y fortaleza y, sobre todo, santidad para los llamados al sacerdocio ministerial.

María, la mujer eucarística y mujer de la caridad viene con nosotros en la celebración de estos santos misterios. Su ejemplo e intercesión son siempre preciosos para el pueblo que la venera como Madre. En sus manos depositamos nuestros anhelos y dificultades, y, especialmente, ponemos la vida y el destino de los más necesitados, para que los consuele con su amor y les dé el fruto bendito de su vientre, Jesús.

+ Ginés, Obispo de Guadix

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