Homilía del obispo de Guadix, Mons. Ginés García
Como la multitud en Jerusalén, hoy también nosotros acompañamos a Cristo en su camino hacia la cruz. Jesús entra en Jerusalén; como los profetas, viene a realizar en la Ciudad Santa su anuncio definitivo, el que ha quedado sellado con la entrega de la propia vida. Viene a mostrar el verdadero rostro de Dios.
La entrada en Jerusalén es el comienzo de la revelación definitiva del Dios que Jesús ha mostrado en su palabra y en sus signos durante los últimos tres intensos años. La gente ahora lo aclama, pero no lo entiende. Su imagen de Dios no es la de Jesús. Lo aclaman como rey, pero Él entra humilde sobre una borrica. Viene a llevar a plenitud su misión, a dar cumplimiento a las Escrituras santas.
La Semana santa, ya desde este momento del Domingo de Ramos, es una invitación a contemplar al Hijo de Dios que por nosotros se entregó hasta la muerte, y una muerte de cruz. Es, al mismo tiempo, una renovada oportunidad para agradecer e imitar su ejemplo. Si somos capaces de detenernos y vivir en silencio meditativo, podremos penetrar en las enseñanzas que contienen los acontecimientos de los que hacemos memoria en estos días.
A esto nos ayuda el cántico del Siervo de Yahvé, como se conoce al texto de la profecía de Isaías que hemos proclamado en la primera lectura. Este cántico es una invitación a mirar al Siervo, es decir a Cristo, porque difícilmente podremos entender nada de lo que celebramos si no es con los ojos puestos en Él.
El Siervo de Yahvé, Cristo, es el signo de la esperanza de un pueblo que durante muchos años ha vivido el exilio, la lejanía de Dios; un pueblo acomodado a su desgracia; un pueblo que se ha acostumbrado a vivir sin identidad y sin horizonte de futuro. Y he aquí que se presenta la figura de un hombre, un siervo, varón de dolores, capaz de compadecerse de los sufrimientos de los demás y solidario con ellos. Un hombre con el oído abierto a la palabra-voluntad de Dios; con la certeza de que no está sólo, porque Dios lo ayuda y protege. El Siervo de Yahvé no quedará defraudado. Esta actitud de confianza y abandono lo convierte en portavoz de una palabra al abatido. Decir una palabra al abatido es sacarlo de la postración y mostrarle el horizonte de la salvación. Sólo quien es capaz de ponerse al lado del otro, de acompañarlo en las fatigas del camino, de sentirse solidario con su suerte y destino, podrá ofrecer la salvación y ser portador de sentido.
Este Siervo anunciado por Isaías es Cristo, que como canta San Pablo en su carta a los filipenses, no se enardeció porque era Dios, ni se encerró en su ser divino, sino que se abajo hasta hacerse uno con el hombre. Jesús no representa un papel humano, sino que es verdaderamente hombre. Y recorrió el entero camino de la humanidad sin despreciar nada por duro y difícil que fuera. Llegó a probar el sabor amargo de la muerte para quitarle el aguijón que la hacía definitiva. El camino del Hijo fue el de la humillación, se hizo humilde humillándose; y la única razón para hacerlo fue la obediencia, la pura obediencia al querer de Dios, para cumplir así el misterio de su plan de salvación para la humanidad.
El camino que nos muestra Cristo, nuestro Señor, es el camino de la humilde aceptación y seguimiento de la voluntad de Dios. Frente a un camino que se define como poder, el poder de la fuerza, del dinero, de la ostentación, de una vida cómoda, placentera y sin problemas, Jesús nos muestra el camino de la entrega, un camino que sólo es posible realizar por amor; cuando somos capaces de compadecernos de los demás, cuando nos hacemos hermano y solidario con los otros; cuando aceptamos la paradójica realidad de que la vida se encuentra cuando ante se ha dado, y se gana cuando se pierde.
Jesucristo, en definitiva, se nos muestra como el discípulo, el siervo, el hijo. Así es modelo al que podemos seguir, con el que podemos identificarnos. En Él, Dios se ha puesto a la altura de los hombres y nos ha enseñado el camino de la vida. ¿Cómo podríamos llegar a Dios, si Él no hubiera salido a nuestro encuentro? ¿cómo lo habríamos entendido, si no hubiera hablado nuestro lenguaje y compartido nuestra historia? Estos días de Semana Santa son días de identificación con Cristo, de caminar con Él, de compartir solidariamente su mismo destino.
La lectura de la pasión según San Mateo coloca en el horizonte de nuestra celebración a la cruz. La cruz que es consecuencia de una vida y cumplimiento de una promesa.
Desde una mirada más superficial, podemos decir que Jesús fue llevado hasta el suplicio como consecuencia de una vida que confrontaba al poder de los hombres, ya fuera político como religioso, con el plan de Dios. Jesús no era molesto a muchos de sus contemporáneos por lo que decía o lo que hacía, sino porque dejaba al descubierto la imagen del hombre y su destino. Jesús presenta un Dios que descubre la verdadera vocación humana y su dignidad. No vale el hombre por lo que tiene, ni por el lugar que ocupa, sino que todo hombre es imagen de Dios y es capaz de Dios. Los pobres y marginados, los enfermos y los excluidos, incluso los pecadores tienen acceso a la bondad de Dios. Dios es de todos y para todos, ante Él no hay privilegios, sólo un corazón humilde es camino de encuentro. Esta imagen de Dios otorga al hombre el verdadero poder, el de la filiación, el de la fraternidad. Y esto, francamente, es demasiado para los que quieren una humanidad subyugada al poder de las ideas, del dinero, de los intereses particulares, o de la moda; en definitiva, del egoísmo.
Sin embargo, esta lectura que encierra verdad y es legítima, sería empobrecedora porque nos impide entrar en el sentido más profundo de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Los acontecimientos pascuales responden a un plan trazado por Dios antes de todos los tiempos. Jesús en su Pascua da cumplimiento a este plan; Él es el enviado del Padre para realizar la salvación del género humano, y lo hace hasta el final, llegando hasta las últimas consecuencias. Por eso, Jesús es consciente de lo que hace y a dónde lo lleva su determinación. La escena del huerto de los olivos nos muestra el drama de la humanidad: lo que pide la carne frente al deseo de hacer lo que Dios quiere; rendirse a la voluntad de Dios supone una lucha que afecta a todo el hombre. Es la experiencia que cada uno vive en su existencia. Al mismo tiempo, Jesús vive su pasión y muerte libremente; va voluntario al suplicio, aun sabiendo de su inocencia. Esto le otorga la dignidad que sólo una coherencia y autenticidad tal pueden otorgar.
Sin embargo, siempre queda y quedará la pregunta: ¿Y por qué la cruz?
“¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débi
les…. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte” (Francisco. Homilía en el Domingo de ramos, 24 de marzo 2013).
Comencemos, pues, querido hermanos, mirando a la cruz donde está el Crucificado, pidiendo que se nos conceda “que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio, y que un día participemos en su gloriosa resurrección” (Oración Colecta).
Pidamos también la intercesión de la Virgen María; que ella nos enseñe a mirar al Señor como ella lo miraba, y a seguirlo como ella lo ha seguido hasta la cruz en la esperanza de la resurrección.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix