Homilía de Mons. Ginés García, Obispo de Guadix, en el Domingo de Ramos.
Guadix, 29 de Marzo de 2015
El comienzo de la Semana Santa es una invitación para ir con Jesús a Jerusalén compartiendo con Él los misterios de la Pascua que sacramentalmente celebraremos a lo largo de estos días. Su entrada en la Ciudad Santa es anuncio de lo que va a suceder según el plan trazado por Dios antes de todos los siglos. Su amor no tiene medida y se nos da en el Hijo que, obediente hasta la muerte, restituye en nosotros lo que habíamos perdido por el pecado.
Con ese estilo humilde que marca siempre el hacer de Dios, Jesús entra en Jerusalén, montado sobre un borrico prestado, y aclamado por un grupo de hombres y mujeres que, quizás no saben lo que esta escena significa, y, sin embargo, lo proclaman «el que viene en nombre del Señor». Es la voz de los sencillos que anuncia la salvación con la que Dios quiere salvar al hombre, una salvación que se realiza a través del misterio de nuestra misma humanidad, en la que el Hijo eterno de Dios ha tomado carne.
La procesión con los ramos y las palmas nos ha introducido en la celebración de la Eucaristía. El Señor nos ha regalado su Palabra, que es signo de presencia y privilegio para el que ama. Como en tierra bien dispuesta esta Palabra quiere fecundar nuestra vida, y lo hará si la acogemos con un corazón disponible a las sorpresas de Dios. Frente a la tentación de tenerlo todo controlado, como si se tratara de un guion bien establecido, en el que ya sabemos lo que va a ocurrir, tanto en las celebraciones como en los actos de piedad popular, hemos de dejarnos sorprender por el Señor, permitidle que realice algo nuevo en nosotros a lo largo de estos días. Os invito a empaparos del Señor a través de la escucha de la Palabra y de la celebración de los sacramentos.
Hemos escuchado la pasión de Jesús según el relato del evangelista san Marcos. Es un texto sobrio que nos lleva a lo esencial de los últimos acontecimientos de la vida del profeta de Nazaret. Es una historia, realmente, impresionante ante la que no valen los fríos análisis de las ciencias o de la lógica, ni la contaminación que de ella pueden hacer las ideas que quieran entender todo lo que pasó como parte de una trama humana. El relato de la pasión deja siempre la convicción de estar ante un misterio que no nos invita a comprender sino a unirnos a él. Hemos de preguntarnos, ¿qué nos está diciendo la pasión y muerte de este hombre justo que ha pasado por el mundo haciendo el bien?
La respuesta es sólo una, la que la Iglesia ha anunciado a lo largo del tiempo, y que es la experiencia de los testigos: Estamos ante una pasión de amor.
La palabra «pasión» tiene dos significados: puede indicar un amor vehemente, pasional, o bien un sufrimiento mortal. La experiencia nos dice que se pasa fácilmente de un significado a otro; podemos pasar de un amor pasional al sufrimiento por ese amor. Hay quien ha dicho que la verdadera prueba de fuego del amor es sufrir por aquel a quien queremos, y que no sabemos lo que es amar verdaderamente hasta que no hemos sufrido por la persona amada. Un autor cristiano de la iglesia antigua –Orígenes- escribió que hay una pasión que precede a la encarnación. Es la «pasión de amor» que Dios desde siempre alimenta hacia el género humano y que, en la plenitud de los tiempos, le llevó a venir a la tierra y padecer por nosotros (Cf. ORÍGENES, Homilía sobre Ezequiel, 6,6).
San Pablo en la carta a los Filipenses que acabamos de proclamar nos muestra con gran belleza y profundidad esta pasión de amor que se da en Dios. Nos introduce en el misterio de vaciamiento propio del amor que se ha manifestado en Cristo. Siendo Dios no alardeó de su categoría, sino que se despojó de su rango para tomar nuestra condición, haciéndose uno de nosotros y llegando hasta el extremo mismo de nuestra naturaleza que es la muerte. Pasa por la muerte ignominiosa de la cruz para levantarnos a todos los que el pecado había condenado al destino de la muerte. Esto, mis queridos hermanos, sólo se hace por amor.
La cruz manifiesta con claridad el amor que Dios nos tiene. Es la prueba de la pasión que siente por el hombre. Según un autor del oriente bizantino, Nicolás Cabilas, hay dos modos de manifestar el propio amor hacia alguien. El primero consiste en hacer el bien a la persona amada, en hacerle regalos; el segundo, mucho más comprometido, consiste en sufrir por ella. Dios nos amó en el primer modo en la creación, cuando nos regaló todos los dones de lo creado; y nos amó con el segundo modo en la redención, sufriendo con nosotros y por nosotros hasta la muerte, para mostrarnos qué es el amor y revelarnos que él mismo es amor. En la cruz Dios nos enseña a amar. «Por ello, es en la cruz donde se debe contemplar ahora la verdad de que Dios es amor» (R. Cantalamessa. La fuerza de la cruz, p. 354).
La pasión de Cristo nos implica también a nosotros. Somos protagonistas de esta historia, y no quiere el Señor que la veamos como simples espectadores o que nos mantengamos al margen de ella. En el relato del Evangelio, tanto en el que se nos narra la entrada a Jerusalén como en el relato de la Última Cena hay una invitación a los discípulos, discípulos que hoy somos nosotros. Jesús los manda: «Id a la aldea de enfrente», «Id a la ciudad». Es un modo de expresar que los misterios del Señor son ya un envío a los discípulos; lo que Él ha hecho hemos de hacerlo nosotros porque su camino es también el nuestro. El Señor no nos abandona sino que nos capacita para ser testigos de su amor expresado en el misterio de la cruz y la resurrección. Hemos cantado con el salmo: «Contaré tu fama a mis hermanos, en la medio de la asamblea te alabaré». El seguimiento de Cristo si es verdadero llega hasta la cruz, comparte su destino. No nos puede avergonzar ni acomplejar ser la Iglesia que anuncia a Cristo, y este crucificado. El signo de la cruz es la expresión de la victoria sobre el mal que divide a los hombres y a los pueblos. La cruz no es ya un signo de muerte sino de amor, de amor que vence, de amor que salva.
El amor de Dios derramado en la cruz se extiende a lo largo de la historia, acogiendo y dando sentido a tantas cruces en las que el hombre inocentemente o no se haya crucificado. El drama de la historia de la humanidad encuentra luz en la pasión del Señor. El Crucificado ilumina cada uno de nuestros sufrimientos, llena soledades y cubre con su misericordia nuestros errores. Cristo murió por nosotros, cargó con nuestros pecados y sufrió lo que a nosotros correspondía para hacernos libres con la única libertad que libera, la del amor. Lo que la pasión de Jesús ha realizado en nosotros se convierte también para nosotros en un ejemplo a seguir. «Concédenos que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio», hemos rezado hoy en la oración colecta.
En la pasión del Señor hay un testimonio que hoy quisiera destacar: el de la humildad. Jesús entrega su vida en obediencia a la voluntad de Dios: «No lo que yo quiero sino lo que tú quieres», le dice al Padre en el momento terrible de la angustia y de la tristeza en Getsemaní. La confianza en Dios, el abandono a su voluntad sólo pueden ser fruto de un corazón humilde. Es esta una lección preciosa para cada uno de nosotros, queridos hermanos.
Cuando la soberbia, madre de todos los pecados, nos inspira sentimientos de superioridad, de sentirnos seguros de nosotros mismos, despreciando a los demás; cuando pensamos que todo nos pertenece y que todo lo podemos, hoy se pone ante nosotros un ejemplo precioso: Cristo humilde y humillado. ¿Cómo vive Jesús en su interior estos acontecimientos? Seguro que con la incertidumbre y la zozobra que cada uno de nosotros vive los momentos amargos de la vida; pero Jesús los vive con confianza, en abandono. Siente estremecimiento pero sabe que Dios no lo abandona; somete su vida a la voluntad del Padre. No hay que entender
para creer, hay que creer para entender. En la profecía de Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura, se nos presenta al Siervo de Yahvé, Siervo sufriente, como testigo de la voluntad de Dios porque sabe escuchar – «me abrió el oído»- y decir «al abatido una palabra de aliento». El Siervo acepta los planes de Dios con la certeza de que no está sólo, que el Señor le ayuda; sabe que nunca quedará defarudado. El camino de la humildad es un camino de liberación y crecimiento interior, es la posibilidad de vivir en la verdad de lo que somos. «Humildad es andar en verdad», escribe santa Teresa de Jesús, cuyo quinto centenario de su nacimiento celebrábamos ayer, en el libro de las Moradas. La virtud de la humildad que en palabras de la misma Santa de Ávila: «no es apocamiento exterior ni encogimiento interior del alma, sino reconocer cada uno lo que puede y lo que Dios puede en él» (Relaciones, 28).
A la luz de la Palabra de Dios y de los misterios que vamos a celebrar estos días se nos piden dos actitudes. La de la contemplación, la primera; contemplación para entrar dentro del misterio cuyos bordes ven nuestros ojos pero no pueden comprender; pues sólo entrando en ellos en actitud de adoración podemos entender al Dios que entregó a su propio Hijos por nosotros. «Adora al que por ti fue crucificado, e, incluso si estás crucificado por tu culpa, saca provecho de tu mismo pecado y compra con la muerte tu salvación. Entra en el paraíso con Jesús y descubre de qué bienes te habías privado. Contempla la hermosura de aquel lugar y deja que, fuera, quede muerto el murmurador con sus blasfemias» (De los sermones de san Gregorio Nacianceno, obispo).
La segunda actitud debe ser la de la identificación. No podemos ser neutrales ante la pasión de Cristo ni ante la pasión de los hermanos. La Semana Santa nos llama a identificarnos con Cristo en su pasión, a compartir sus sentimientos e ir con Él hasta el Calvario, a sentir el gozo de la liberación que se obra en nosotros por la redención de Cristo. En estos días tenemos que preguntarnos, ¿qué puedo yo hacer por aquel que entregó su vida por mí?, ¿tan duro es nuestro corazón para no reconocer tanta gracia?, ¿podremos quedarnos con los brazos cruzados ante el beneficio de un amor tan grande?.
Unámonos a María y recorramos con ella los pasos de estos días; con su ojos y desde su corazón vayamos con Cristo que hoy entra en Jerusalén para sufrir la muerte y obtenernos así el gozo de la vida eterna.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Guadix