En acción de gracias por la beatificación de los mártires de Guadix

Homilía del obispo de Guadix, Mons. Ginés García Guadix, 22 de abril de 2017.

“Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117)

Verdaderamente el Señor es bueno y su misericordia es eterna. Así lo hemos experimentado en la resurrección del Señor, cuya memoria seguimos celebrando en estos días.

A este anuncio gozoso de la resurrección se une hoy nuestra acción de gracias por la reciente beatificación de 115 mártires, los Mártires de Almería, de los que 13 de ellos son de nuestra Diócesis por su origen o ministerio. Sacerdotes, religiosos y laicos que recibieron la palma del martirio por su fidelidad a Cristo. Sencillos, entregados, obedientes hasta la muerte compartieron la cruz y hoy gozan de la resurrección.

Hoy, esta Catedral, iglesia madre de la Diócesis, siente el gozo de la que ha engendrado a Cristo a estos hijos que veneramos en la gloria de los altares por su martirio. La Iglesia se pone sus mejores galas para celebrar la memoria de sus hijos más insignes, que se unen al número incontable de los que han sido testigos del Señor muerto y resucitado a lo largo de la historia cristiana.

Desde el martirio de san Torcuato, primer obispo de esta Sede, nuestra Diócesis se ha definido por su esencia martirial. Ya la primera cristiana, santa Luparia, entregó su vida en oblación agradable a Dios, y a ella le siguió un ejército de hombres y mujeres que en cada época han sido testigos valientes del Evangelio, San Fandila y los mártires de la época musulmana, entre ellos, el beato Marcos Criado, pasando por los que entregaron su vida martirialmente en países de misión, hasta llegar a nuestros días, san Pedro Poveda, el beato obispo Manuel Medina Olmos, y el beato Fortunato Arias. Sin olvidar a los mártires de la guerra civil que todavía no han sido beatificados, y esperamos que lo sean algún día.

Hoy con santo orgullo y no menor gozo repetimos los nombres de los nuevos mártires para que resuenen en las bóvedas de este templo, y, sobre todo, en el corazón de la Iglesia, con el deseo de que sean para nosotros verdaderamente ejemplo e intercesores.

Beato Melitón Martínez Gómez.
Beato Joaquín Gisbert Aguilera.
Beato Antonio Torres García.
Beato Francisco Martínez Garrido.
Beato Aquilino Rivera Tamargo.
Beato Aurelio Leyva Garzón.
Beato Gregorio Morales Membrives.
Beato Manuel Alcayde Pérez.
Beato Santiago Mesa Leyva.
Beato Torcuato Pérez López.
Beato Antonio Sierra Leyva.
Beato Juan Garrido Requena.
Beato Gabriel Olivares Roda OFM.

En todos ellos sólo era una la causa de su condena: ser sacerdotes de Jesucristo.

Fueron pastores humildes y entregados, hombres que hicieron de sus vidas una entrega día a día en el ejercicio de su ministerio, y al final, tuvieron la gracia de derramar su sangre como culminación de esa entrega.

La Positio de esta causa de beatificación lo expresa con sencillez y belleza: “Realmente, eran vidas heroicas en su sencillez monótona la de estos sacerdotes: celebración de la Eucaristía con piedad; oración ante el Santísimo; devoción a la Virgen con el rezo diario del Rosario, y celebraciones festivas dedicadas a Santa María; confesonario y atención mimada a los pobres y enfermos; catequesis a los niños; breviario rezado cada día, hasta el punto que los testigos notan este detalle de verlos con el libro frecuentemente en la mano; compañerismo y ayuda fraterna de unos sacerdotes a otros”. Qué sencillo y qué grande al mismo tiempo, verdaderamente. El martirio fue sólo la culminación de una vida, como la de tantas vidas sacerdotales a lo largo de la historia, y hasta el momento presente.

Los testimonios nos confirman que cuando fueron detenidos y amenazados por la condena de muerte, mantuvieron la calma, y nunca renunciaron a lo que eran, lo confirma el precioso testimonio del beato Joaquín Gisbert con una sencillez que conmueve: «su padre le sirvió de tentación. Llevado del amor a su hijo y viendo el cariz que iban tomando las cosas le dijo: «Joaquín, quítate la sotana, sal a la plaza y diles: soy comunista como vosotros». Él bajando la cabeza respondió: «Padre, yo no puedo hacer eso»». No estaban dispuestos a cambiar su vida para ganarse el favor del perseguidor, sino que vivieron su ministerio hasta el final: «En la prisión – se dice de uno de ellos- vestía un trajecillo pobre y humilde, andaba reservado, hablaba poco, se le veía rezar con frecuencia, se ocupaba de alentar y consolar a otros sacerdotes ancianos, principalmente a uno anciano que estaba casi impedido».

Y murieron con el perdón en los labios y en corazón, lo que sorprendía e irritaba a sus verdugos. ¿Cómo se puede perdonar al que te quita la vida? Pues sólo cuando el amor que hay dentro de ti es tan grande que no puede apagarlo el odio ni la violencia. Nos lo ha dicho san Pablo en la carta a los Romanos: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? Ningún mal por dañino que sea puede apartarnos del amor eterno de Dios. Lo dice el mismo apóstol: Nada podrá apartarnos del amor de Dios que se ha manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.

La santidad cristiana tiene su fundamento y sus sentido en la santidad de Dios: “Seréis santos, porque yo soy santo” (1Pe, 1,16; Lev 19,2), o “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). La santidad no está en hacer sino en dejarse hacer. Es Dios quien nos santifica cuando dejamos que Él nos vaya haciendo, vaya trazando nuestra historia. Nuestra respuesta de fe, de santidad, es confiar en Él sobre todas las cosas y ser obedientes a su voluntad.

¿Qué hicieron los mártires que ahora celebramos? No buscaron la muerte, ni mucho menos la procuraron; sencillamente la aceptaron como designio de Dios, como contribución a la obra de la salvación.

La santidad es una gracia y como tal hay que recibirla y vivirla. El bautismo nos ha proporcionado a todos nosotros la posibilidad de ser santos; en la gracia recibida de nuestra filiación divina y la incorporación a Cristo tenemos la semilla de santidad que hemos de dejar crecer a lo largo de nuestra vida. Por esto, el concilio Vaticano II nos recordó que la santidad es una vocación universal, que no es cuestión de un grupo, ni de una élite, sino de todos.

Tenemos el testimonio precioso de los laicos beatificados en Almería en los días pasado. Emilia, la Canastera, que derramó la sangre de la maternidad apoyada en la confianza y el amor a la Madre de todos, a la Virgen María, a la que cada día rezaba el Rosario. El Rosario, sencillamente esta oración que nos une con Dios por María y nos hace santos. Y Carmen Godoy, la mártir de la caridad; mataron su cuerpo pero no su alma, el fruto de la justicia y la caridad, porque el amor no se pasa, porque el amor dura siempre. Quiero recordar también el testimonio del martirio de Rafael y Jaime Calatrava, padre e hijo, del que escuche hablar tantas veces a su hija Concha que vivió y murió consolada en el martirio
de su padre y su hermano, sin pronunciar jamás una palabra que condenara a los verdugos de sus seres queridos. El perdón de los mártires educó al perdón a sus familias que han sido siempre causa de reconciliación. Otros muchos y grandes testimonios podíamos traer aquí, están escritos en el libros de la vida para enseñanza nuestra.

La lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de escuchar nos muestra a unos apóstoles que anuncian el mensaje con autoridad, están seguros de lo que predican, son auténticos testigos. La prohibición de las autoridades para que no sigan predicando el nombre de Jesús se encuentra con una respuesta clara: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Lo que han visto y oído tiene tal fuerza y se ha arraigado en su corazón de tal modo que no pueden callar, han de contarlo a todos.

Esta seguridad es la de los testigos del Evangelio; una seguridad que no se fundamental en ellos mismos, en su fuerza, en sus dotes, sino que está asentada en el mensaje mismo que anuncian; es una seguridad humilde y confiada, auténtica. Por eso, afrontan el peligro de no ser “políticamente correctos”, porque se saben apoyados en la obediencia Dios.

En este momento hemos de preguntarnos, queridos hermanos y hermanas, ¿cuál es el mensaje de estos mártires para la Iglesia de hoy? ¿qué tienen que decirnos a nosotros que queremos ser testigos del Evangelio en el mundo contemporáneo?

Creo que los mártires nos enseñan, en primer lugar, la vitalidad de la fe. No podemos conformarnos con una fe cómoda, basada más en el siempre se ha hecho así, que no arriesga para no equivocarse. Los mártires nos transmiten una fe viva, firmemente arraigada en Cristo, fundamentada en una vida de intimidad con Él. La fe del que conoce al Señor, no por lo que otros le han contado, sino por su propia experiencia, porque lo ha visto y oído. Es la fe del testigo, del místico. Es la fe que trasmite autenticidad y alegría. Es la fe que se contagia porque tiene mucha vida. Nuestras vidas, nuestras comunidades, han de ser confesantes, sin miedo ni pudor, con sencillez y con la fuerza del testimonio.

La lección de los mártires es también la confirmación de nuestra esperanza. Cuando nos asalta la tentación de que nada hacemos, o lo que hacemos no tiene sentido, pensemos en su sacrificio que no ha quedado estéril. Todo lo que hacemos por el Señor y para su gloria no quedará sin fruto. No trabajamos para nosotros, trabajamos para Él.

Los mártires son un testimonio de amor y reconciliación; ellos no tienen bando ni han muerto por una idea. Su entrega ha de ser para nosotros una llamada a amar sin distinción, a ser una comunidad acogedora y generosa; a vivir la espiritualidad del buen samaritano haciéndonos prójimos de los demás. Como ellos hemos de trabajar en la reconciliación de los hombres y de los pueblos.

Finalmente, los mártires nos enseñan la audacia en la fe; una audacia que no es ingenua sino confiada. El martirio de estos hermanos nuestros es una llamada a la evangelización, una evangelización que abra caminos nuevos, desde la transmisión de fe en la familia hasta la transformación social según los principios evangélicos. En el evangelio que hemos proclamado escuchábamos de labios del Señor el envío misionero: “Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación”. “Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie” (EG, 23).

Nuestros mártires siempre tuvieron el aliento del regazo materno de María, Reina de los mártires. A ella confiaron su vida y en ella descansaron en su tránsito. Que la Virgen también sostenga nuestro camino y el camino de la Iglesia, para que podamos alcanzar el gozo del Reino eterno.

+ Ginés García,

Obispo de Guadix

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