“E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu”

Homilía del Obispo de Guadix, Mons. Ginés García, en el Viernes Santo 2012.

De esta forma sobria anuncia el evangelio de san Juan la muerte de Jesús. Todo se ha cumplido. Es la hora del Hijo del Hombre. El final del Vía crucis. La consecuencia de una vida. El misterio de la encarnación que llega a su plenitud.

El relato de la pasión que acabamos de escuchar nos ha introducido en el camino del Hijo de Dios; con Él subimos al Calvario. Jesús, el guía de nuestra salvación, nos introduce en su misterio, quiere compartir con nosotros la entrega de la vida, porque quiere hacernos partícipes de los frutos de esta entrega. La unión con el Cristo sufriente nos identifica con él. En su sufrimiento y en su muerte están todos los sufrimientos de la humanidad, todas nuestras muertes. Cristo en la cruz da luz y sentido a nuestro vivir y a nuestro morir.

Jesús, en Getsemaní, y ante los servidores de los sumos sacerdotes, sin que falte Judas, el traidor, pregunta: «¿A quién buscáis?. Es la misma pregunta que se nos hace hoy a cada de nosotros: ¿A quién buscamos?. La respuesta, también es la misma que en el huerto de los olivos: «A Jesús el Nazareno!». Sí, buscamos a Jesús, a aquel que anuncia el Reino de Dios, al que realiza signos que hacen presente un mundo nuevo; buscamos al que habla con autoridad, al que se acerca al hombre para curar sus heridas y aliviarlo en sus fatigas. Buscamos al Jesús de las bienaventuranzas y al del Tabor; buscamos al Mesías esperado. Y Jesús, nos sigue contestando: «Yo soy (..) Os he dicho que yo soy». Ese Jesús que buscamos es el que contemplamos en la pasión «sin figura, sin belleza», aquel que «desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano». Jesús nos está invitando a reconocerlo en su pasión y en su muerte.

Jesús llega a la cruz libre y voluntariamente, es consecuencia de la decisión de Dios de salvar a los hombres, por lo que se ha sometido hasta una muerte de cruz. A Cristo no le quitan la vida, la entrega. El cántico del Siervo de Yahvé que hemos escuchado en la profecía de Isaías, anuncia a Cristo y el sentido de su muerte: «fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron». Es así, Cristo murió por nuestros pecados, murió para salvarlos. Nuestras faltas nos llevaron hasta la muerte, pero él cargando con el mal de los hombres, nos ha devuelto a la vida para la que fuimos creados. Sus heridos nos han curado. La muerte de Cristo es la que sentido a su existencia que es una existencia para los demás (proexistencia).

Si buscamos el por qué de la muerte de Cristo sólo lo encontraremos en un «por quién». Cristo murió por nosotros y por nuestra salvación. Cumple a sí, en obediencia al Padre, la misión para la que ha venido al mundo. «Él, a pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo a obedecer». Con esta actitud «se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna». Jesús es el Salvador del mundo. Solo en Él hay salvación.

La liturgia del viernes santo nos invita a contemplar y adorar la cruz de Cristo. «Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo» cantamos. La cruz es el centro de toda la celebración.

La cruz que es un signo habitual, al que estamos acostumbrados, no deja de ser dura. El paso por la cruz es siempre doloroso, lo sabemos por experiencia. La cruz sola no tiene sentido, es más, puede romper al hombre. Lo que da sentido a la cruz es el Crucificado. Con Cristo, la cruz se convierte en un signo de amor que da sentido a todos los sufrimientos. La cruz ha sido dignificada por el amor de Dios que la ha tomado como el instrumento para salvar al mundo.

La cruz no es un fracaso, le decía el Papa a los jóvenes al termino del Vía crucis de la Jornada Mundial de la Juventud. Es verdad, la cruz no es un fracaso porque el que ama nunca fracasa. Jesús no ha fracasado porque ha amado. El amor ha vencido al odio. En la cruz, Cristo ha roto el muro del odio que separa a los hombres. Solo fracasa el que no ama, el que odia a su hermano. La cruz nos enseña cómo hemos de amar, porque ella es escuela del verdadero amor. La cruz, signo de amor entregado, nos juzga.

Sí, la cruz de Cristo juzga al mundo porque es la sabiduría y la fuerza de Dios (cf 1Cor 1,17-19). Los sabios según lo humano la creen una necedad; los hombres religiosos, una maldición. Pero la cruz se levanta para anunciar que al mundo no lo salvan los poderosos, sino el amor de Dios. Para el mundo la cruz es un escándalo, para nosotros, los cristianos, es signo de salvación.

Cristo nos amó y se entregó por nosotros (cf. Gal 2,2). Esto es algo tan grande que nos llena de estupor y gratitud. Ante Cristo crucificado nos preguntamos: ¿qué hago yo por Cristo?, ¿qué puedo hacer por Cristo?. Y es san Juan quien nos da la respuesta: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1Jn 3,16).

«La pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios no es alguien distante o lejano al hombre y sus vicisitudes. Al contrario, se hizo uno de nosotros «para poder compadecerse Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre… Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la consolatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza» (Spe Salvi, 39)» (Benedicto XVI, al termino del Vía crucis en la JMJ).

En el mundo, junto a la cruz del Señor, se han plantado muchas cruces a lo largo de la historia. Pero esta cruz, la de Cristo, es la que ilumina todas las demás. Como nos ha dicho la carta a los hebreos: «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades». Cristo se ha hecho solidario con toda la humanidad, y muy especialmente por los que pasan por la prueba del dolor. Cristo es el hermano que nos auxilia en nuestras necesidades.

En este día tenemos especialmente presentes a los hermanos cristianos que viven en la tierra del Señor, en Tierra Santa. Viven en la cuna de nuestra salvación y siguen pasando por la prueba de la cruz que es impotencia, desprecio y hasta persecución. Oramos por ellos y nos sentimos muy unidos a su vida.

Como hemos dado comienzo a esta celebración, en silencio, la terminaremos también. La Iglesia mira ahora al sepulcro nuevo donde ha sido puesto el cuerpo del Señor. En la tierra de donde había sido formado ahora es sepultado. Así permaneceremos durante todo el sábado santo. Es momento de silencio, momento para meditar la pasión y muerte de Cristo y su descenso a los infiernos.

El silencio es un canto a la esperanza, porque Dios nos ha amado y no defrauda. El amor de Dios nunca defrauda.

+ Ginés García Beltrán

Obispo de Guadix

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