Homilía del Obispo de Guadix, Mons. Ginés García Beltrán, en el Segundo Domingo de Adviento.
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
La liturgia de este segundo domingo del Adviento pone ante nuestros ojos la figura de Juan, el Precursor; es la voz que grita en el desierto para que dispongamos nuestros corazones a la espera del Señor que viene.
A lo largo de la historia cristiana, han sido muchos los que siguiendo el ejemplo de Juan el Bautista, han gritado en el desierto del corazón humano para preparar el camino al Señor. Hoy, nosotros, damos gracias a Dios por la beatificación de uno de estos hombres que han puesto voz a la Palabra eterna. El beato Álvaro del Portillo, beatificado el pasado 27 de septiembre en Madrid, es un motivo más de acción de gracias a Dios, nuestro Señor, que embellece el rostro de la Iglesia con la santidad de sus hijos. El nuevo Beato se convierte así en ejemplo e intercesor nuestro.
1. Juan, como nos recuerda el evangelio de san Marcos, es un enviado, es mensajero que prepara el camino del Señor, por eso grita en medio del desierto, al tiempo que presenta el testimonio de una vida centrada en la propia misión. Centrado en aquel que lo envía –»detrás viene el que puede más que yo»-. El sentido de la existencia del hombre tiene su secreto en el descubrimiento de nuestra misión en la vida y en la entrega a esta misión, Juan es un ejemplo de por qué se vive y de cómo se vive. Pero la misión sólo puede ser descubierta y reconocida si conocemos su origen, es decir, al que nos envía.
El Adviento es un tiempo para volvernos al Señor. Como el mensaje del Bautista, este tiempo es tiempo de conversión. «Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos», nos invita el Evangelio. Se prepara el camino al Señor cuando se allana el sendero que nos conduce a Él, y hace posible que Él puede llegar a nosotros. El camino de Dios al hombre está abierto para siempre por la Encarnación y la Pascua de Cristo; sin embargo, el camino del hombre a Dios encuentra muchas veces dificultades, las que nosotros ponemos por nuestra cerrazón a la gracia. Hemos de dejar de poner obstáculos, de construir montículos que nos impiden llegar a Dios.
El desierto del que nos habla la Palabra de Dios sigue siendo una realidad en nuestra existencia. El desierto es el lugar de la aridez, de la aparente falta de vida; sin embargo, es también el lugar de la presencia de Dios. La historia de la salvación nos enseña que el pueblo, liberado de la esclavitud de Egipto, tuvo que aprender a ver a Dios a través de los acontecimientos y de las pruebas del desierto, y a gustar la salvación en la aridez del camino, donde no existen seguridades humanas. La segunda lectura, de la carta de san Pedro, nos ofrece un testimonio de cómo vivir de la fe en el desierto del hombre contemporáneo. Vivimos en la cultura de la programación, todo está programado y es previsible; difícilmente dejamos algo a la espontaneidad y no entra en nuestros cálculos la sorpresa. Sin embargo, el Señor llegará como un ladrón; para Él un día es como mil años y mil años como un día. El tiempo del Señor no coincide con nuestro tiempo. Hemos de recuperar y valorar la paciencia como medio para cultivar la esperanza. Tener paciencia es dar oportunidad a lo imprevisible, a la sorpresa. Sería hermoso recuperar la capacidad de admirarse con lo que vivimos cada día, viendo en todo la mano de Dios. Los hombres y mujeres de Dios no pierden la capacidad de admirarse ante lo más sencillo, lo insignificante, porque en eso está ya contenido, en misterio, lo definitivo que esperamos, y que sabemos se va a cumplir. «Nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia. Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis estos acontecimientos, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables», nos dice el apóstol.
La primera lectura, de la profecía de Isaías, aporta el contexto al mensaje del Juan el Bautista. Es un grito desde una situación de desesperanza como es el destierro en Babilonia, situación que se prolonga. Las palabras contenidas en la profecía son un canto a la esperanza: Dios mismo, como un pastor, reunirá a toda la humanidad para llevarla a casa, y «todos los hombres juntos verán la gloria de Dios». Cuando los signos intramundanos parecen apuntar a que la historia se dirige a un fracaso, Dios anuncia que la humanidad va de vuelta a casa, que hay futuro porque Dios viene a salvarnos.
Son palabras de consuelo, y palabras de consuelo es lo que hay llevar al corazón de los hombres hoy. Sólo una palabra de consuelo y misericordia puede llenar tantos corazones desgarrados. La Iglesia está llamada a ser palabra y signo de consuelo que hable al corazón del hombre de hoy.
2. El testimonio de los santos nos enseña que es este el camino que Dios quiere hacer con nosotros y a través nuestro.
Al dar gracias a Dios por la beatificación de D. Álvaro del Portillo, sacerdote, obispo y sucesor de San Josemaría Escrivá, contemplamos su testimonio vivido en la sencillez del servicio callado a la voluntad de Dios en el campo de su Iglesia.
D. Álvaro encontró en San Josemaría y en el carisma del Opus Dei el camino precioso para vivir en santidad a través del acontecer de cada día. Joven lleno de posibilidades para el mundo, comprendió que la mejor posibilidad, la única, es vivir dónde y cómo Dios quiere. Seguro que el nuevo Beato había hecho suyas las palabras del Santo Fundador del Opus Dei: «Me preguntas…, te contesto: tu perfección está en vivir perfectamente en aquel lugar, oficio y grado en que Dios, por medio de la autoridad, te coloque» (Camino, 926).
El beato Álvaro del Portillo vivió la heroicidad de las virtudes, con normalidad, con gran sencillez. Hombre fiel, supo vivir desde la sencillez evangélica. ««Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo — escribió san Agustín—, os responderé: lo primero es la humildad, lo segundo, la humildad, y lo tercero, la humildad» (Epístola 118, 22). Y esto es así porque «la humildad es la morada de la caridad» (La santa virginidad 51): sin humildad no existe la caridad ni ninguna otra virtud y, por tanto, es imposible que haya verdadera vida cristiana», escribe en una carta pastoral en 1.976. Un año antes había escrito a este respecto: «[La humildad] no consiste en actitudes exteriores, superficiales; es algo muy íntimo, profundamente radicado en el alma. Se manifiesta en el convencimiento profundo y sincero de que no somos mejores que los demás y, al mismo tiempo, en la certeza firme de que hemos sido convocados específicamente por Dios para servirle en medio de las distintas situaciones de cada momento y traerle muchas almas. Esta seguridad nos llena de optimismo, a la vez que nos impulsa a dar toda la gloria a la Santísima Trinidad, sin buscar nada para nosotros mismos, y nos empuja a interesarnos por quienes nos rodean». Queda claro que para el nuevo beato el camino de la santidad es un camino de humildad, es ponerse en las manos de Dios, dejar que Dios haga sin ahorrar por mi parte ningún esfuerzo: «La explosión de santidad que el Señor desea, se traduce en crecer en humildad. A más humildad, más santidad».
El Papa Francisco, con motivo de la beatificación de D. Álvaro, ha escrito una carta al actual Prelado del Opus Dei en la que recuerda una jaculatoria que el Beato repetía con mucha frecuencia, especialmente en los días importantes: «¡Gracias, perdón, ayúdame más!». Preciosa oración que encierra el corazón de un hombre de Dios. «Son palabras que nos acercan a la realidad de su vida interior y su trato con el Señor, y que pueden ayudarnos también a nosotros a dar un nuevo impulso a nuestra propia vida cristiana», escribe el Papa.
De esta oración podemos sacar dos apuntes que definen al beato Álvaro del Portillo: su am
or apasionado a Cristo que se hace carne en el amor a las almas, en la pasión por la evangelización como camino que lleva a Cristo a los hombres. Y su amor y entrega por la Iglesia.
El Prelado de la obra, testigo como pocos de la trayectoria del Beato decía en la Misa de acción de gracias por la beatificación: «Mirando la vida santa de don Álvaro, descubrimos la mano de Dios, la gracia del Espíritu Santo, el don de un amor que nos transforma. E incorporamos a nuestra alma esa oración de san Josemaría que tantas veces ha repetido el nuevo Beato: «Dame, Señor, el Amor con que quieres que te ame, y así sabré amar a los demás con tu Amor, y con mi pobre esfuerzo. Los demás descubrirán en mi vivir la bondad de Dios, como ocurrió en el caminar diario de don Álvaro: ya en este Madrid tan querido, transparentaba la misericordia divina con su solidaridad con los más pobres y abandonados». Y el mismo Pontífice escribe: «Quien está muy metido en Dios sabe estar muy cerca de los hombres. La primera condición para anunciarles a Cristo es amarlos, porque Cristo ya los ama antes. Hay que salir de nuestros egoísmos y comodidades e ir al encuentro de nuestros hermanos. Allí nos espera el Señor. No podemos quedarnos con la fe para nosotros mismos, es un don que hemos recibido para donarlo y compartirlo con los demás».
El amor a la Iglesia es otro aspecto destacable en la vida del Mons. Álvaro del Portillo: «Especialmente destacado era su amor a la Iglesia, esposa de Cristo, a la que sirvió con un corazón despojado de interés mundano, lejos de la discordia, acogedor con todos y buscando siempre lo positivo en los demás, lo que une, lo que construye. Nunca una queja o crítica, ni siquiera en momentos especialmente difíciles, sino que, como había aprendido de san Josemaría, respondía siempre con la oración, el perdón, la comprensión, la caridad sincera». No podemos olvidar la importantísima presencia y aportación de D. Álvaro en la obra del Vaticano II.
«¿Quieres ser santo –decía san Josemaría- Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces» (Camino, 815). Este es sencillamente el camino de santidad que ha seguido el beato Álvaro del Portillo, y que ahora la Iglesia nos ofrece como modelos para todos nosotros.
El beato Álvaro del Portillo es como Juan el Bautista un signo que se dejó consumir para que brillara la presencia del que es la Palabra que da vida a los hombres, Jesucristo, nuestro Señor. Preciso signo que se nos ofrece en esta Adviento. Y con una palabra sobre el Adviento del Beato, quiero terminar:
«El Adviento es uno de los tiempos fuertes de la Sagrada Liturgia, con los que nuestra Madre la Iglesia nos mueve a purificarnos de modo especial, por la oración y la penitencia, para acoger la abundante gracia que Dios nos envía, porque Él siempre es fiel. En estos días se nos invita a buscar —diría que con más ahínco— el trato con María y con José en nuestra vida interior; se nos pide una oración más contemplativa, y que afinemos con manifestaciones concretas en el espíritu de mortificación interior. Así, cuando nazca Jesús, seremos menos indignos de tomarlo en nuestros brazos, de estrecharlo contra nuestro pecho, de decirle esas palabras encendidas con las que un corazón enamorado —como el de mis hijas y mis hijos todos, sin excepción— necesita manifestarse».
Pocas horas antes de su muerte, al llegar a Roma de su peregrinación a Tierra Santa, una niña le entregó un ramo de flores, a lo que el Beato contestó: «Tú me regalas esas flores: ¿te importa que yo se las regale a la Virgen?».
Miremos a la Madre de Dios, Señora de nuestro Adviento, «volvamos ininterrumpidamente los ojos a nuestra Madre. Y pidamos que, como Ella, aspiremos sólo al premio eterno: el que Dios nos otorgará si nos mantenemos fieles en su servicio, una jornada y otra, sin mendigar aquí abajo ninguna gloria ni compensación humana.» (Carta, 1-VIII-1989, III, 41).
+ Ginés, Obispo de Guadix
Guadix, 7 de diciembre de 2014