Reflexión navideña del sacerdote Pablo Rodríguez Cantos, párroco de Darro y Diezma.
No sé por qué, pero en mis parroquias actuales (Darro, Diezma y Belerda) se perdió hace muchos años, aun antes de que yo llegase, la tradición de montar belenes enormes para las fiestas de Navidad. El belén había quedado reducido a la escena del Nacimiento: una sencilla casa de madera (y no siempre), unas pajas en el suelo y cinco figuras: Jesús, María, José, la mula y el buey. Más la estrella y unos pocos adornos.
Y para mí, perfecto. No soy yo de armar muchos belenes. Y, además, en estos últimos años he simplificado aún más el asunto sustituyendo el belén por la Sagrada Familia; ni cueva, ni pajas, ni animales; solamente dos imágenes, las que hay en la iglesia: San José con el Niño en brazos y, junto a él, la imagen de la Virgen Inmaculada de un tamaño similar con un paño que tapa los ángeles en sus plantas.
Belenes narrativos, belenes apócrifos.
Que me perdonen San Francisco y los belenistas, pero a mí los belenes extensos me resultan agobiantes. Si hay que visitar belenes en estas fechas, lo primero que intento al contemplarlos es buscar al Niño Jesús. Los Magos aquella vez lo consiguieron dejándose guiar por la estrella, pero los belenes suelen tener tantas luces que al final no siempre es fácil saber cuál es la estrella ni dónde está la verdadera Luz. El que ideó aquellos tebeos de ¿Dónde esta Wally? no inventó nada nuevo. Realmente me estresan esos belenes llenos de cosas, cosas y más cosas, lo mismo que me estresan los centros comerciales en estas fechas y los atascos que se producen en torno a ellos, a donde la gente llega llamada por las luces hipnotizantes como los mosquitos acuden a las bombillas o a las barras incandescentes.
Suelen ser, además, belenes antieconómicos y antiecológicos: caigamos en la cuenta de la gran cantidad de materiales que incorporan y que después hay que desechar (muchos no sirven de un año para otro), del musgo que hay que arrancar de su entorno natual (si se usa), del consumo eléctrico que acarrean (electricidad + agua + pajas + papel es, por otra parte, un cóctel muy peligroso)…
Una vez que consigo encontrar al Niño y a su papá y a su mamá, ya me quedo más tranquilo pensando: «bueno, menos mal que no es un belén laico, ni de género, ni reivindicativo»… Pues, en efecto, la función del belén no es reivindicar, sino evangelizar; y evangelizar narrando visualmente los mismos relatos que el Evangelio nos ofrecen con la lengua escrita. En esto se parecen mucho a las imágenes que procesionan en Semana Santa y que ilustran visualmente distintas escenas de la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Jesús.
Hay algunos belenes que hacen esto muy bien; con peculiar vocación sinóptica, incorporan distintas escenas para que el belén pueda leerse como un libro: la Anunciación, la huida a Egipto, el Nacimiento, el anuncio a los pastores, la adoración de los Magos, la matanza de los niños… Otros son más escuetos y nos ofrecen sólo una de estas escenas, la del Nacimiento, que es la principal.
Pero es característico de los belenes extensos el hecho de que incorporen otras escenas complementarias que ya no tienen tanto que ver con los relatos evangélicos, sino con la vida cotidiana: la panadería con la bombillita roja en el horno, las mujeres que lavan en el río de papel albal, la matanza y la elaboración de los embutidos, las cuerdas con la ropa tendida, los pescadores a la orilla de un río con el agua movida por el motor viejo de una lavadora, la granja con gallinas ponedoras… y -aunque este año probablemente muchos se queden guardados en el cajón- también hasta un señor haciendo caca, al cual también la gente busca con curiosidad. Y yo digo: si lo que buscamos en el belén es al cagón, la hemos cagado…
Dicho más finamente: la narración se ha ahogado en un mar de anécdotas; la guarnición se ha llevado por delante el producto principal de este plato. Yo a estos belenes los llamo «belenes apócrifos» porque participan del mismo defecto que la Iglesia encontró en los evangelios que no incorporó al Canon bíblico y que conocemos como evangelios apócrifos. En estos evangelios encontramos mil anécdotas de este tipo que tratan de interpolar elementos en el gran vacío que los evangelios canónicos presentan sobre la infancia y la vida oculta de Jesús, como los famosos animales del pesebre, el buey y la mula, añadidos a la escena del Nacimiento por los apócrifos en relación con antiguas profecías (en el siguiente artículo se puede encontrar una presentación bien ordenada de los elementos que las tradiciones apócrifas incorporaron a la iconografía de la Navidad:
https://www.google.es/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=1&ved=0ahUKEwj-xtWWtJPYAhVI0RQKHQp7CRsQFgguMAA&url=https%3A%2F%2Fdialnet.unirioja.es%2Fdescarga%2Farticulo%2F3040909.pdf&usg=AOvVaw0dYxhtwsZxu1-3HisvToru
consultado el 20/12/2017 ).
En efecto, los evangelios apócrifos de la infancia están plagados de escenas cotidianas equivalentes a las que podemos encontrar en este tipo de belenes. Pongo como ejemplo el capítulo XIII del Evangelio de la infancia de Tomás, un apócrifo que no tiene desperdicio, en el que encontramos esta curiosísima escena en plan Bricomanía:
Y su padre era carpintero, y hacía en aquel tiempo carretas y yugos. Y un hombre rico le encargó que le hiciese un lecho. Mas, habiendo cortado una de las piezas más pequeña que la otra, no sabía qué partido tomar. Entonces el niño Jesús dijo a su padre José: «Pon las dos piezas en el suelo, e iguálalas por tu lado». Y José procedió como el niño le había indicado. Y Jesús se puso al otro lado, tiró de la pieza más corta, y la tomó igual a la otra. Y su padre José, viendo tal, quedó admirado, y abrazó a Jesús, diciendo: «¡Felicitarme puedo de que Dios me haya dado este niño!».
Con estos belenes apócrifos (o, si se prefiere, belenes narrativos, para eliminar el sentido peyorativo) ocurre lo mismo que con los textos apócrifos de la Antigüedad: aunque pueden narrar hechos verídicos sobre la infancia de Jesús (de hecho, muchas veces contienen pasajes iguales a los que encontramos en los evangelios canónicos), la imagen global que nos ofrecen sobre la persona y el misterio de Jesús no es satisfactoria para la fe de la Iglesia; o de otro modo, la Iglesia no reconoció al Jesús vivo y verdadero que es centro de su fe en esas propuestas textuales, de modo que las desechó y dejó de utilizarlas en su catequesis y en su liturgia, al contrario de lo que ocurrió con los textos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Con estos belenes a menudo pasa algo similar: es muy frecuente que la centralidad del Misterio de la Encarnación, que es la entraña del Cristianismo, y su visualización en la escena del pesebre, quede diluida entre decenas de adornos y anécdotas. Creo que es un reto para todo belenista el proponerse destacar en su creación anual la centralidad del Misterio de Cristo, Dios con nosotros, y disponer el resto de elementos de forma que dirijan la atención del espectador a lo más importante.
Sagrada Familia: contemplación en lugar de narración
Yo, desde luego, prefiero la Sagrada Familia sin añadidos. Con esta opción (totalmente discutible y opinable en cuestión de gustos, claro) lo que se hace es pasar de la narración a la contemplación.
Ésa es, justamente, la primera virtud de la Sagrada Familia como alternativa al belén: no narra el mismo relato que ya vamos a contar de viva voz en las lecturas evangélicas de este tiempo de Navidad (con lo cual nos ahorramos el duplicar un elemento, algo contra lo que previene la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre Sagrada Liturgia del Vaticano II: «suprímanse aquellas cosas menos útiles que, con el correr del tiempo, se han duplicado o añadido» (SC 50)), sino que nos invita, mediante la contemplación, a entrar en el hogar de esa familia donde ha germinado la salvación de Dios para todos: un hombre y una mujer con su hijo que nos invitan a su casa para compartir con nosotros algo muy bueno y muy bello… El belén narrativo provoca que la vista revolotee sobre una gran extensión de elementos de muy distinta importancia (la mayoría, ninguna); la Sagrada Familia concentra la mirada y la hace posarse en una de las escenas más humanas (por tanto, también más divinas): una familia que abre las puertas de su hogar al amigo o peregrino que llega.
Otra de las virtudes de la Sagrada Familia es que, a diferencia del belén narrativo, incluye el contacto físico: en el belén, las figuras son individuales, y el Niño Jesús está acostado en el pesebre; en la Sagrada Familia, en cambio, el Niño suele estar en brazos de su padre José (iconografía tradicional del esposo de la Virgen). Yo creo que en nuestros días, época de grandes herejías antropológicas, en que las ideologías de género (y no sólo ellas) han puesto patas arriba los roles (y no sólo los roles) del varón y de la mujer, la imagen de José con su hijo en brazos tiene un grandioso potencial humanizador y evangelizador. Pero hay que contemplarla como paso previo a la reflexión; y hay que restaurarla para contemplarla bien.
Restauración de la figura de San José
Lo que habría que restaurar urgentemente es la consideración de José como «padre verdadero» de Jesús, evangelizando la expresión tradicional «padre adoptivo» o «padre putativo» que puede aparecer como un auténtico «desconchón» en la figura del santo. No ser padre genético o padre biológico no equivale a ser padre no verdadero. No conozco a nadie que lo haya explicado mejor que Fabrice Hadjadj, y no me resisto a transcribir completo el pasaje de su réplica a la tesis de Michel Serres (quien afirma que la Sagrada Familia deconstruye la familia natural y rompe los lazos de sangre en beneficio de los lazos electivos):
Cuando Serres sugiere que José no es un padre legal (p. 165), yerra de nuevo. José es quien pone su nombre a Jesús el día de su circuncisión, y de él adquiere Cristo una genealogía que lo emparenta con David y más allá. Pero ¿acaso no es únicamente su padre adoptivo? Eso es lo que escuchamos en boca de numerosos predicadores y lo que leemos en multitud de escritos católicos: «San José, padre adoptivo -o putativo- de Jesús…».
La cualificación funcionaría plenamente si José hubiera adoptado al hijo «de otro hombre». Ahora bien, no sólo ocurre que ese hijo no tiene por padre a otro hombre, sino que además es hijo de su prometida, de su futura mujer legítima. Y de una legitimidad muy superior a la que otorga la ley civil o religiosa: es el Señor mismo el que envía a su mensajero a decir a José: «No temas tomar contigo a María tu mujer» (Mt 1, 20). ¿Qué unión nupcial puede jactarse de unos lazos tan claramente queridos por Aquel de quien procede toda unión?
Por lo tanto, el matrimonio y la paternidad de José no proceden de la naturaleza, sino directamente del Autor de la naturaleza. ¿No le confiere ese hecho a esa paternidad más realidad que a cualquier otra? Entre la orden que me da un teniente y la que me da directamente un general en jefe, ¿cuál es la más firme y la más segura? Entre el agua que saco de mi cantimplora y la que brota de la fuente, ¿cuál es la más fresca y la más pura? Debemos concluir, en toda lógica, y considerando lo excepcional del caso, que la paternidad de José, aun sin ser natural, no es simplemente adoptiva, sino que es «más que natural» y lo convierte así en más padre de Jesús que si lo hubiera engendrado con sus propios riñones.
(F. Hadjadj, Contra la «sanada familia» (a propósito de un texto de Michel Serres), en ¿Qué es una familia? La trascendencia en paños menores (y otras consideraciones ultrasexistas), Nuevo Inicio, Granada 2015, p. 206-207)
«Más verdaderamente padre que si lo hubiese engendrado con sus propios riñones»: ¿se puede enunciar mejor la convicción cristiana de que la Gracia no anula a la Naturaleza, sino que la restaura y la lleva a su plenitud?
Además, el hecho mismo de que José toque a su hijo y lo sostenga en brazos tiernamente contra su pecho es toda una catequesis que me parece de urgente necesidad en nuestro tiempo, en que la figura paterna y el concepto mismo de la masculinidad están en crisis. Aun sin pretender perderme por lo anecdótico, voy a contar una anécdota. En las últimas fiestas de Darro estuve dando una vuelta con un amigo del pueblo que me invitó, con su mujer y su hijo de tres años, más su hermana, el marido de ésta y sus dos hijos algo mayores. Después del rato de los columpios nos tomamos una copa, mientras los niños seguían jugando. El primero que cayó rendido fue, naturalmente, el más pequeño, el hijo de mi amigo, y cuando estuvo tan cansado acabó buscando no el regazo de la madre, sino los brazos del padre. De modo que, vedlo aquí, sosteniendo a su hijo, dormido sobre su pecho, durante media hora larga con un brazo, y el Barceló con limón con la otra mano. Realmente hay que reconocer que la iconografía tradicional de San José procede directamente de la vida real: basta cambiar el cubalibre por una vara de azucenas para visualizar cómo la naturaleza humana es la materia prima sobre la que opera la evangelización.
Yo me pregunto por qué la tradición católica ha sido tan decididamente ginocéntrica, como si Jesús se hubiese criado en una familia monoparental de padre ausente; tan ausente como está el mismo Dios para tantos cristianos. Se ha destacado y acentuado durante siglos la figura maternal de la Virgen María, ante la que se han rendido la devoción, la espiritualidad y la teología, mientras que San José quedaba relegado a un segundo plano, como si María hubiese sido una madre soltera. o tempranamente viuda. ¿Nos hemos parado a pensar cómo sentirá la propia María este eterno eclipse de su esposo? Eso sí, buen gusto del pueblo cristiano, al menos la imagen de José con su Niño no ha faltado prácticamente nunca en algún rincón de cada iglesia, oratorio o capilla.
Por ahí nos pudimos escapar… pero hoy ya no es suficiente: en una época como la nuestra en la que hay tantas y tan variadas experiencias familiares alternativas que reclaman su legitimidad, creo que ha de proponerse y mostrarse sin reticencias, y con gran orgullo, la imagen completa de la familia de Jesús. Pienso que no es casualidad que el papa Francisco haya querido incluir a San José en las plegarias II, III y IV de la nueva edición del Misal Romano (algo que ya hizo Juan XXIII en tiempos del Concilio Vaticano II con la plegaria primera o canon romano): «con María, la Virgen Madre de Dios, su esposo san José, los apóstoles y los mártires…». Salvando lo singular de esta familia (¿y qué familia no tiene alguna singularidad?), hoy hay que proclamar la buena noticia de que el Hijo de Dios se hizo carne precisamente en el seno de una familia humana: el grano de trigo cayó en tierra, murió y dio mucho fruto, pero entre la caída y la muerte disfrutó de la tierra buena de las entrañas de María y del cuidado del fiel y solícito labrador José.
Todo esto es más serio de lo que parece: no se trata de una desmedida devoción por San José, ni de un capricho del papa Francisco, ni de una rabieta antifeminista. El asunto tiene gran profundidad teológica. Sabemos por el Evangelio que el núcleo íntimo del misterio de Jesús fue una experiencia muy especial de un Dios que se le revelaba como Padre y a quien correspondía con un amor de naturaleza filial. Esta experiencia íntima se resume en la palabra abbá con la que Jesús se dirigía a Dios. Pero esta experiencia singular de Jesús está vinculada a una experiencia común que él compartió con todos los creyentes, y que tiene que ver con la elaboración de nuestra propia imagen de Dios a partir de nuestra propia experiencia de nuestro padre de la tierra. El padre (o algún sucedáneo en su defecto) es fundamental en la construcción de la imagen de Dios en el niño, de modo que podemos pensar que, con toda probabilidad, Jesús imaginaba a Dios su Padre con los rasgos que encontró en José su padre: el Dios de Jesús probablemente tiene el rostro de José, la voz de José y todas las buenas cualidades de José; e incluso aquellas ocasiones en que Dios Padre, en su misteriosa indisponibilidad, parece darle la espalda, podemos pensar que Jesús recordó los reproches que José le pudo hacer con ocasión de sus travesuras infantiles, oportunidades insustituibles en la educación de todo hombre-niño. Dejémonos de reticencias absurdas y de precauciones doctrinales en asuntos que en nada atentan contra la doctrina, y creamos de una vez que Jesús nació y vivió en una familia completa y de verdad; familia que, precisamente por ser verdaderamente humana, pudo ser tocada de modo tan especial por la Gracia.
Hasta tal punto es importante esto que no resulta extraño que el grado de increencia de nuestros días vaya en estrecha correlación con la crisis de la figura paterna que sufrimos: una figura paterna que se debate entre el autoritarismo y la insensibilidad de tiempos pasados, y la debilidad edulcorada en exceso de ciertas propuestas de hoy; un padre, a veces, ausente en gran medida del hogar y de los episodios nucleares de la vida de sus hijos; un padre, otras veces, reducido a hombre-cojín sin una buena motivación para levantarse del sofá; y un padre que, en ocasiones muy tristes, descubre que su mujer ha pasado de compañera y cómplice a temible y poderosa enemiga, que el día menos pensado lo puede desangrar a golpe de demanda de divorcio y pensiones compensatorias; y que sus hijos son pequeños psicópatas que le hacen pensar si es mejor llegar a casa o entretenerse un par de horas más en el trabajo, a ver si los encuentra acostados. Si las relaciones intrafamiliares están en ocasiones hasta tal punto desvirtuadas, ¿cómo no lo van a estar las relaciones del hombre con Dios y del creyente con la familia eclesial, si tales relaciones están sustentadas en el fundamento humano insustituible que constituyen las primeras?
Ya lo ven: el belén está armado, y bien armado, por desgracia. La familia, también por desgracia, caa vez más desarmada.
No sé si esta pequeña y apresurada reflexión servirá para algo, pero si te lleva a contemplar a la familia de Jesús, habrá merecido la pena. Aunque para ello tengas que recorrer los abarrotados caminos del belén extenso. No importa, valdrá la pena: como escribió Antonio Machado.
A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una.
¡Feliz Navidad desde Darro!