

Elogio de D. Julio Cabezas Barba, a quien, como sacerdote, después de Dios, y junto a don Ignacio Noguer, se lo debo todo. Antonio Fajardo, sacerdote
Don Julio Cabezas Barba fue un hombre profundamente cristiano y un sacerdote ejemplar, de vida limpia, moralmente intachable y entregado sin reservas al servicio de la Iglesia. En su paso por el Seminario Conciliar de San Torcuato de Guadix (1986-2007), como rector, dejó una huella honda, marcada no por gestos grandilocuentes, sino por la fidelidad diaria, la coherencia de vida y el amor verdadero a las personas: los seminaristas y sus familias.
Amó sinceramente a la Diócesis de Guadix, a la que sirvió con abnegación, discreción y un profundo sentido eclesial. Fue un trabajador incansable por las vocaciones sacerdotales, preocupado no solo por suscitar y acompañar llamadas, sino también por sostener materialmente la vida del Seminario. Buscó recursos con creatividad y responsabilidad, promoviendo becas para los seminaristas y llegando incluso a costear de su propio bolsillo su pensión, para no ser carga y para que nada faltara a quienes se estaban formando.
Le tocó sufrir el rechazo, e incluso la humillación, de algunos que no aceptaban que la Hermandad de Operarios Diocesanos se hiciera cargo del Seminario, y lo hizo con caridad y paciencia, calladamente, sin aludir ni señalar a nadie, sin permitirse nunca un desahogo. Fue un hombre culto, elegante en el trato, brillante intelectualmente y, al mismo tiempo, sencillo y cercano. Nunca hizo alarde de su saber ni de su autoridad como rector. Su mayor preocupación no fue lo institucional, sino las personas concretas: los seminaristas, sus procesos, sus luchas y sus tiempos.
D. Julio fue un hombre sin doblez de corazón. Vivía lo que creía y creía lo que vivía. Supo acompañar desde un profundo respeto a la libertad de cada uno, con una delicadeza poco común, sabiendo escuchar, comprender, sufrir con quien sufría y esperar con paciencia los ritmos de Dios en cada vida. Esto fue, a mi entender, lo que más lo caracterizó. En él no hubo dureza ni imposición, sino verdad, humanidad y misericordia.
Valoró y cuidó sacerdotalmente, de manera especial, la vida religiosa. Acompañó a las comunidades religiosas de nuestra diócesis con cercanía y respeto; éstas continuamente le pedían charlas, retiros, ejercicios espirituales y formación. Don Julio, procuró también, como parte de nuestra formación, que los seminaristas conociéramos y valoráramos la vida consagrada y el trabajo que desarrollaban desde los distintos carismas, fomentando en nosotros una actitud y consideración agradecida.
La Diócesis de Guadix, quizá, no supo, o no quiso, rendirle en vida el homenaje que verdaderamente merecía. Pero su legado permanece en tantos sacerdotes —como yo— formados bajo su mirada serena y exigente, en su palabra oportuna y en su ejemplo silencioso. Dios, que ve en lo escondido, habrá premiado abundantemente todo el bien que hizo: su humildad, su sencillez, su discreción y su entrega fiel hasta el final.
Descanse en paz D. Julio Cabezas Barba y goce ya del cielo prometido a quienes supieron servir a Cristo en los hermanos. GRACIAS, don Julio, por tanto bien sembrado.
Antonio Fajardo
Sacerdote

