Dos parábolas contadas por Jesús para poner en valor la grandeza del Reino de Dios y en las que Marcos nos permite sentir la experiencia personal del Maestro que, después de haberlo predicado incansablemente, se siente fracasado ante la poca acogida por parte de aquellos a los que se les ha anunciado.
El Reino de Dios no deja de ser un misterio que nos sorprende y supera. Él está presente ya en este mundo, y Cristo lo ha hecho posible. Ambas parábolas subrayan que los caminos de Dios no son los de los humanos. Dios actúa de una forma propia. El Reino de Dios, una vez sembrado en la tierra, va creciendo por pasos, de manera lenta, oculta e inexorable. Su pequeñez inicial y su final sorprendente nos hablan de paciencia y esperanza ante él.
Esta realidad del Reino de Dios rompe nuestros esquemas y hasta nos desconcierta en ocasiones, porque él y sus frutos no dependen solo de nuestro esfuerzo y trabajo. El Reino es mucho más que “nuestro hacer”, al contrario, es más bien “dejar hacer”, “dejarse hacer” y “dejarse llevar”. Creer en Dios y en las personas conlleva vivir en confianza y gozo, como dos actitudes fundamentales para sentir el Reino.
El grano de mostaza, una semilla insignificante que se transforma en lo inesperado, pone en evidencia la acción grandiosa de Dios a través del Espíritu Santo. De igual modo, el Reino de Dios se hace presente en lo pequeño y en lo débil de nuestras circunstancias y de este mundo.
En nuestra época moderna, envuelta en un activismo frenético porque creemos que cuanto más haces, más consigues y más vales, estas parábolas nos recuerdan que el Reino de Dios es ante todo un don, gratuidad y promesa de felicidad.
Emilio J. Fernández, sacerdote