La historia de Jacinta es la de una niña valiente, que pronto entendió la tarea a la que libremente le llamaba la Santísima Virgen: la necesidad de rezar por la conversión de los pecadores y ofrecer actos de reparación por sus pecados, que ofenden a Dios y hieren al Corazón Inmaculado de María.
Muchos hablan de su mirada seria y dicen que en ella se refleja la visión que se le concedió del infierno. Siendo tan pequeña, supo que había que ofrecer los sufrimientos a Dios para remisión de los pecados. Animó a los otros dos a rezar mejor el rosario, menos atropelladamente, y hacía penitencias por la conversión de los pecadores.
Esto le dijo antes de morir a su prima Lucía: “Ya me falta poco para ir al cielo. Tú te quedas aquí para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al Inmaculado Corazón de María. Cuando haya que decir eso, no te escondas. Di a toda la gente que Dios nos concede las gracias por medio de ese Corazón Inmaculado; que se las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se venere el Corazón de María. Que pidan la paz a este Inmaculado Corazón porque Dios se la entregó a Ella. ¡Si yo pudiera meter en el corazón de toda la gente la lumbre que tengo aquí en el pecho quemándome y haciéndome gustar tanto de los Corazones de Jesús y de María!”
Murió sola el 20 de febrero de 1920, aquejada por los dolores de su enfermedad. Fue beatificada por Juan Pablo II en el 2000 durante una peregrinación a Fátima y canonizada por el Papa en el 2017, siendo junto con su hermano los primeros niños, hermano y hermana, no mártires, en ser santos juntos.