Prefacio de Mons. Martínez al libro

Del volumen de William T. Cavanaugh «Ser consumidos. Economía y deseo en clave cristiana», publicado por la Editorial Nuevo Inicio.

“Las relaciones económicas no operan a partir de unas leyes neutrales desde el punto de vista moral, sino que son portadoras de unas convicciones específicas acerca de los orígenes de la persona y del destino de la persona. En toda economía hay implícita una antropología y una teología”. Lo mismo puede decirse de toda política. En realidad, hay que decirlo de toda acción humana. Pero bastaría esta frase de William T. Cavanaugh –tomada del comienzo del Capítulo 3 de este libro– para que haya valido la pena la traducción y la publicación en español de esta obra suya.

Al presentarla a los lectores, tanto traductores como editores queremos contribuir a crear un pensamiento que vea la economía con los ojos de la teología y de la tradición cristiana, y no con los ojos de la falsa teología y la falsa antropología subyacente a los dogmas de la ortodoxia económica dominante, que nos ha conducido al marasmo en el que estamos. Naturalmente, eso significa también preguntarse qué teología y qué antropología subyacen a nuestras prácticas económicas (y políticas), a nuestra configuración y a nuestro empleo del espacio y del tiempo, a nuestros modos de vestir o a nuestros hábitos de comer, a nuestra estética. Un examen riguroso de cualquiera de estos aspectos de la vida pudiera hacernos descubrir dolorosamente que, sin darnos cuenta, somos, en realidad, paganos. O que “somos cristianos” en las “cosas de la religión”, pero paganos en las de la vida. Y no por mala voluntad, ni siquiera a veces de una forma plenamente consciente. Sino porque hemos aceptado sin apenas crítica –y esto en casi todos los ambientes cristianos, sean cuales sean sus simpatías culturales o políticas– esa separación entre la fe y la realidad que implica que la religión es una cosa, mientras que la economía y la política (y la estética, y la ciencia), son cosas completamente distintas.

Hemos aceptado, en efecto, la concepción de la vida según la cual la economía y la política (como el resto de las actividades humanas, con la excepción de las llamadas “religiosas”) son ámbitos de actividad y de pensamiento plenamente autónomos, que no tienen de suyo nada que ver con la religión, excepto acaso en la intención que el sujeto pueda atribuirles extrínsecamente a la acción (ofreciendo a Dios, por ejemplo, el tiempo que empleamos en esas actividades, o “añadiendo” a lo que constituye la materia propiamente económica o política algunos extras, como la preocupación por la justicia o por la verdad). En definitiva, hemos aceptado la concepción según la cual la religión es un ámbito específico de lo real (o de lo irreal, pues desde el momento en que se le considera como sólo un ámbito, ese espacio acotado es ya irreal), un ámbito cuyo objeto son las “realidades” y las actividades específicamente “religiosas”. Mientras tanto, “el resto”, es decir, o que en realidad “pre-ocupa” y ocupa toda la vida de los hombres, se rige por otras leyes, por otros principios, perfecta y plenamente accesibles a la razón y desde ella, y que, por lo tanto, no necesitan de suyo de lo religioso (en nuestra sociedad, entiéndase “de lo cristiano”), excepto a lo sumo como estímulo sentimental portador de un plus de motivación, que es como un residuo de lo que fue la moral cuando una verdadera moral existía. Una distribución de lo real, por así decir, geográfica, entre un espacio considerado “religioso” y otros espacios que, a fortiori, serían no-religiosos, significa, se quiera o no, la muerte de la tradición cristiana.

Al aceptar esta distribución como la hemos aceptado, nos hemos hecho incapaces de resistir a las violencias del estado o del mercado, esto es, nos hemos hecho culturalmente (o lo que viene a ser lo mismo, religiosamente) insignificantes e inocuos. Esa inocuidad cultural se deja ver, por ejemplo, en un lenguaje y en una estética que tienden a ser o insoportablemente sentimentales y cursis o secos como un pedazo de leño. Un lenguaje y una estética, en todo caso, irrelevantes, porque o bien son copias de imitaciones del lenguaje secular dominante o están tan cerrados en sí mismos y tan alejados de todo lenguaje verdaderamente humano que ya no conmueven ni siquiera a los fieles, porque hemos convertido la fuerza de vida que brotaba de la mañana de Pascua en agua pantanosa.

Continúa…

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