Homilía de Mons. Gil Tamayo en la Eucaristía en el III Domingo de Pascua, celebrada en la S.I Catedral el 14 de abril de 2024.
Queridos hermanos sacerdotes concelebrantes;
queridos seminaristas;
queridos hermanos y hermanas:
En este tercer Domingo de Pascua, la Palabra de Dios nos sigue presentando, por una parte, las apariciones de Jesús a sus discípulos, y por otro lado, nos saca las consecuencias que se derivan de la Resurrección del Señor, y al mismo tiempo, y de manera especial, la llamada a la misión, a testificar la Resurrección de Cristo con nuestra vida.
Por una parte, hemos escuchado, ahora ya sí, al valiente Pedro. El Pedro que lo negó. Pero el Pedro que confiesa su amor a Cristo. El Pedro que confiesa la fe en el Señor, pero que después su debilidad hace que sus palabras, sus buenas intenciones lo sigan a los hechos y niega al Señor. Pero su triple confesión de amor junto al lago de Genesaret también y ante Cristo resucitado hace que se fortalezca y, sobre todo con el Espíritu Santo recibido, anunciar a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Y explica con valentía el verdadero sentido de la pasión y muerte y Resurrección del Señor.
El Señor ha sido glorificado. El Jesús a quien las autoridades, dice el apóstol Pedro, que por ignorancia entregan, que por ignorancia crucifican, es el que ha resucitado. Ha vencido al pecado y a la muerte, y nos ha liberado de nuestros pecados. Y por eso invita a todos a la conversión. Tenía que padecer. En él se han cumplido las Escrituras. Lo que ellos mismos o los propios apóstoles no fueron capaces de percibir. Y sobre todo, el propio Pedro, que después de confesar en Cesárea de Filipo que Jesús es el Hijo de Dios y hablarle del misterio de la cruz anunciando su pasión, Pedro trata de disuadirlo. El mismo Pedro que lo acompaña en la glorificación de la Transfiguración y no entiende qué es aquello de resucitar de entre los muertos.
El mismo Pedro es el que ahora confiesa esa Resurrección. Es el testigo y es, al mismo tiempo, el anunciador. Invita a la conversión, porque el Señor ha muerto para liberarnos de nuestros pecados. Jesús ha padecido, Jesús ha resucitado y nos salva de nuestros pecados. Lo fundamental del anuncio cristiano. Y es precisamente esto también lo que san Lucas en este Evangelio, a continuación de la aparición a los discípulos de Emaús. Recordad aquellos dos que, despistados, vuelven a su pueblo, desesperanzados, porque todas las esperanzas puestas en Jesús de Nazaret han quedado invalidadas por el final del Viernes Santo. “Nosotros esperábamos que fuera el libertador de Israel”. Y ya ves. Y le dan de plazo unos días. Y Jesús les dice: pero mira que sois tontos para comprender las Escrituras. Era necesario que el Mesías padeciera para entrar en su gloria.
Y esto es, queridos hermanos. Nosotros también necesitamos, como los discípulos de Emaús, como estos discípulos que están y a los que Jesús se les aparece después que los propios discípulos de Emaús les han dado cuenta de que han visto al Señor, Jesús les dice que Él ha resucitado. Se les muestra. Les abre el entendimiento para que entiendan las Escrituras.
Nosotros, queridos hermanos del siglo XXI, necesitamos también que el Señor nos abra nuestra inteligencia, nos ayude a comprender el significado del Misterio de la Resurrección, para anunciar a nuestro mundo desesperanzado, a nuestro mundo secularizado, a nuestro mundo que aparca Dios, a nuestro mundo que ha cortado toda dimensión trascendente, que Cristo ha resucitado, que hemos sido salvados. Y vemos también cómo Jesús se muestra en su humanidad gloriosa. No tengáis miedo. Jesús no es un fantasma. Jesús no es un espíritu. Jesús no es una idea y mucho menos una ideología. Los cristianos no seguimos a un muerto ilustre, a un personaje ilustre que se nos pierde en la noche de los tiempos y que ha dejado un mensaje maravilloso, sino seguimos a alguien que está vivo.
El cristianismo no es la religión de un libro. Es la religión de Alguien: de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Por eso, queridos hermanos, Jesús les invita a que vean, a que palpen. Jesús les invita a comprobar que un fantasma no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Jesús come delante de ellos, para que se cercioren, para que al igual que Tomás vean sus llagas y toquen su cuerpo, que es el mismo que sufrió en la cruz. Es el Cordero degollado, como dirá el Apocalipsis. Es el que ha resucitado. Y el que ha resucitado primicia, “primogénito de entre los muertos” lo llama San Pablo. Nosotros estamos llamados también a esa Resurrección. Por tanto, la Resurrección de Cristo tiene muchas consecuencias. Es el elemento central de nuestra fe, ya que sin ella seríamos los más tontos de los hombres y se rompería esa tensión hacia la plenitud, hacia la trascendencia absoluta en Dios. Hacia la vida eterna.
La Resurrección de Cristo es la que posibilita nuestra propia resurrección, es la que abre el mundo a la esperanza, es la que hace que tenga sentido nuestra propia vida con un final de plenitud que está en Dios mismo. Pero, queridos hermanos, la resurrección y la vida eterna es un itinerario al que llegamos, porque Cristo mismo es la meta a la que nos dirigimos, pero exige el seguimiento del Señor, vivir como el Señor. El Señor que nos perdona, que sabe de nuestra debilidad, que sabe que somos pecadores, como Pedro, como el resto de los apóstoles. Que no estamos hechos de otra pasta y que el Señor nos ha dicho que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores; y que no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. El Señor lo sabe y nos ha liberado de nuestros pecados. Pero exige de nosotros ese seguimiento. “Él es víctima de propiciación por nuestros pecados”, hemos escuchado de la Primera Carta del apóstol Juan. No sólo de los nuestros, sino también de los del mundo entero.
Y en esto sabemos que lo conocemos, en que guardamos sus mandamientos. Quien dice “yo le conozco”, y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso. Y la verdad no está en él.
Queridos hermanos, basta de un cristianismo sólo de palabra. Basta de decir ya que somos creyentes, pero no practicantes. Basta ya de la incoherencia de nuestra vida que tanto escandaliza y que ha hecho un cristianismo descafeinado que sólo lo tenemos como uso religioso y no como compromiso de vida.
Basta ya de que vivamos como si Cristo hubiera muerto y se hubiese quedado ahí todo en el viernes Santo y desesperanzados, o con un barniz cristiano, mantuviéramos unas costumbres sin más. Basta ya de asistir impasible a la construcción no sólo de nuestra vida personal al margen de Dios, muchas veces en una especie de nirvana espiritual, sino que, a pesar de la debilidad de nuestra condición, tenemos a Alguien que nos perdona. Pero, al mismo tiempo, queridos hermanos, aspiremos, seamos santos, vivamos en consecuencia la enseñanza de Jesús. Seamos testigos, como nos pide el Evangelio. Vosotros sois testigos de esto.
El Señor los envía. No se puede ser cristiano de puertas cerradas. No se puede ser cristiano con un cristianismo privativo que no nos atrevemos ni a imponernos a nosotros mismos. No podemos asistir impasible a una construcción social, a un orden en el que Dios está ausente, pero, al mismo tiempo, el hombre quede afectado radicalmente. En su propia contra. Por legislaciones como la recientemente aprobada en Europa, de que los países de la Unión Europea incluyan el “derecho al aborto” como un “derecho”, cuando es un “derecho” a matar. Cuando se extiende una cultura de muerte que pone en un auténtico corredor de la muerte a los más desvalidos en el final de su existencia o facilitando su propia muerte en un mundo como el nuestro que excluye a los más desvalidos.
Necesitamos recuperar la vitalidad cristiana de los primeros testigos de Jesús, para mostrar que Cristo ha resucitado y que Él nos pedirá cuenta. Que Cristo ha resucitado un modelo del hombre, modelo de una plenitud humana en su dignidad, a la que estamos llamados y que llega a su culmen en la participación, en la resurrección, que rompe el techo de la muerte. Y esto es más necesario en una sociedad como la nuestra, que sólo vive de tejas para abajo, en un consumismo.
Y pidamos por el don de la paz hoy. Hoy se ha abierto una escalada mayor en Oriente Medio con el ataque de Irán a Israel. Hay escenarios en el mundo que están convirtiendo nuestro momento histórico, como dice el Papa Francisco, de facto en una tercera Guerra Mundial.
Pidamos que la cordura, que el sentido humanitario, que la paz vuelva a los contrincantes en los escenarios políticos, que los más pobres y necesitados alcancen la justicia y que nuestro mundo quede fijado con la paz que ha traído Cristo y que desea a sus apóstoles.
Que Santa María, que acompaña a los Apóstoles en su testimonio de la resurrección, nos acompañe también a nosotros a serlo en nuestro mundo.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
14 de abril de 2024
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