Mons. Javier Martínez en la beatificación de 16 mártires: «Los nuevos beatos son también un estímulo para nuestra vida»

Palabras del Arzobispo de Granada al final de la celebración de la beatificación de 16 mártires granadinos, en la Catedral.

Eminencia,
Sr. Nuncio de su Santidad en España,
Sr. Cardenal, Sr. Arzobispo de Sevilla, queridos hermanos obispos —y señalo especialmente al obispo de Guadix y de Málaga, que cuentan también entre estos mártires a presbíteros que sirvieron al pueblo de Dios en sus diócesis—, y que habéis querido uniros a esta celebración, así como a la alegría y a la acción de gracias de esta diócesis por la beatificación de estos dieciséis hijos de la Iglesia de Granada, queridos sacerdotes, excelentísimas autoridades civiles y militares, familiares de los mártires, queridos hermanos y amigos todos.

SALUDO A LOS FIELES QUE, ACOMPAÑADOS DE SUS PRESBÍTEROS, HAN VENIDO DE ALMUÑECAR, DE SALOBREÑA Y DE MOTRIL, DE ALHAMA Y DE LOJA, DE ORJIVA, DE LANJARÓN, DE ALFORNÓN Y DE LA ZUBIA, ASÍ COMO DE COMARES Y COHÍN EN MÁLAGA, Y DE MOREDA EN GUADIX

Deseo que mis primaras palabras sean de gratitud al Santo Padre Francisco, que ha querido añadir al número de los beatos a Cayetano Giménez Martín y a sus quince compañeros. Y le pido, Sr. Cardenal, que le transmita al Papa nuestra gratitud por este don inmenso hecho a nuestra Iglesia, así como por su incansable ministerio en nombre de Jesucristo, a favor del perdón, de la misericordia y de la reconciliación entre los hombres y los pueblos, de la paz y de la fraternidad humana. Le suplico que le transmita, en nombre mío propio y en nombre de este pueblo cristiano de Granada, nuestra oración por él, nuestra comunión y nuestra obediencia filial.

Contar con dieciséis nuevos beatos —mártires— en nuestra iglesia particular no es simplemente un honor, para la diócesis y para los lugares en los que han nacido, han ejercido su ministerio o han dado la vida. Mejor dicho, claro que lo es, y grande, para todos nosotros, y para sus familias también. Pero además de un honor ellos son sobre todo una gracia que el Señor nos hace y una fuente poderosa de intercesión. Esa intercesión es tanto más necesaria en este momento, cuando una nueva guerra —esa horrible derrota de nuestra humanidad— acaba de estallar en Europa. Les pedimos a los nuevos beatos que intercedan ante el Señor y que obtengan para los países implicados en esta guerra y para todo el mundo el don de la paz y de una convivencia basada, no en intereses políticos o económicos, sino en nuestro común reconocimiento como hermanos, hijos del mismo Dios.

Los nuevos beatos son también un estímulo para nuestra vida. En un tiempo como el nuestro, en el que el sentido y el significado de la vida humana están tan confusos, y son objeto de tantos tanteos desorientados en medio de la niebla, ellos muestran con la nitidez de un día claro de primavera, en la sencillez de sus vidas y de sus muertes, cuál es el significado de la vida, qué es lo que hace posible —o mejor, quién hace posible— vivirla con alegría y esperanza. Con una esperanza que no defrauda, a diferencia de esas otras esperanzas en las que ponemos tantas veces nuestro corazón, y que lo dejan vacío, o lo llenan de una ansiedad que casi siempre termina en resentimiento contra todo y contra todos, contra la vida misma.

Dejadme decirlo con unas palabras de San Pablo, que lo expresa magníficamente y sin rodeos. Sus palabras pueden ponerse con toda verdad en la boca de nuestros mártires, pero sirven para todo cristiano: “Para mí, la vida es Cristo, y una ganancia el morir” (Flp 1, 21). O, más explícito aún: “Todo lo considero pérdida comparado con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Todo para conocerlo a él, la fuerza de la resurrección y la comunión en sus padecimientos, hasta hacerme semejante a él en su muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3, 7-11). Y es que, “si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte, somos del Señor”. En ese “ser de Cristo”, está la libertad verdadera, la libertad que permite dar la vida sin perderla, al contrario, que cumple nuestra vida, que nos permite amar a Dios y a todos, incluso a nuestros enemigos, y amar al mundo como Dios lo ama. En ese “ser de Cristo” está, y está ya aquí, la vida eterna, pues como dice San Juan: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn 17, 3).

Al nacimiento de esa vida eterna en los hombres de nuestro mundo, a que se abran los corazones de cada hombre y de cada mujer de nuestro tiempo al conocimiento de Dios y de Jesucristo, está destinado nuestro ministerio sacerdotal. Después de todo, todos los mártires cuyo triunfo celebramos menos uno, son sacerdotes. [No que la mayoría de los mártires de la persecución religiosa lo hayan sido, evidentemente —hay “una muchedumbre innumerable” de fieles laicos, hombres y mujeres, que han dado su vida por Cristo, y también sin duda entre nosotros, sino que en este caso, y por diversos motivos, se ha dado esa circunstancia en el proceso de su beatificación.] Su proclamación ha de estimular sobre todo una renovación de nuestro ministerio, en la línea que la Iglesia hoy nos propone por medio del Papa Francisco, que es la de una conversión misionera, que haga posible que nos acerquemos unos a otros, que iniciemos caminos juntos, y que de este modo se haga posible o más fácil el milagro de la comunión.

Que ellos nos descubran que la evangelización no es una cuestión meramente de ideas, sino de testimonio (martyrion); que no se trata de “conseguir adeptos” a una manera de pensar o a unas creencias, sino de un servicio a la esperanza de los hombres, de todos los hombres; y que el método no consiste en “convencer” a base de razonamientos dialécticos, sino en ser en la vida un reflejo del amor y del afecto de Dios a cada persona, a su destino y a su vocación en Cristo.

No quiero dejar de saludar a todos aquellos que no pueden participar físicamente en esta celebración, por razones de edad, de salud o de lejanía, pero que están unidos a ella gracias a la televisión diocesana o a la 13. Un saludo especialísimo a los monasterios de clausura, que son uno de los tesoros más grandes de la diócesis, a quienes agradecemos todos en nombre del Señor su vida y su intercesión permanente por la Iglesia y por el mundo.

Mi gratitud se dirige también hacia todos los que han hecho posible esta celebración de una u otra manera. Naturalmente, en primer lugar al Postulador, P. Javier Carnerero, Trinitario (que hoy no nos puede acompañar porque ayer resultó positivo en un test del COVID), y al vice postulador de la causa. D. Santiago Hoces, capellán real, ha consagrado mucho tiempo, muchas energías, y casi podría decirse que su vida, a la causa de estos mártires, y toda la diócesis, y yo en primer lugar, le estamos por ello sumamente agradecidos. Igualmente al Cabildo, a las hermanas y a los trabajadores de la Catedral, que tanto esmero y cariño han puesto en toda la celebración. La comisión diocesana, con D. Francisco Tejerizo a la cabeza, se ha desvivido de mil maneras por la preparación de todos los detalles desde que se supo que los mártires iban a ser beatificados, justo antes del comienzo de la pandemia. D. Manuel Reyes como autor de los textos, y Armando Bernabeu, como diseñador, nos han acercado estas figuras resplandecientes de libertad y de belleza. Nati Cañada, una pintora reconocida, ha hecho un retrato de los 16 mártires lleno de buen gusto de modo que dentro de pocas semanas, si Dios quiere, podremos venerarlos en una de nuestras iglesias de Granada. También doy gracias a los seminarios, y a sus formadores, así como a la comunidad católica Shalom. El coro de pueri cantores de la catedral y este otro coro de familias, de jóvenes y de niños que ha compuesto el himno a los mártires de manera “sinodal”, diríamos, han llenado de alegría joven esta catedral, como un homenaje sencillo y lleno de amor al beato mártir José Muñoz Calvo, que nos recuerda hoy de manera especial la perenne juventud de la Iglesia.

A todos, y a los que sin duda me dejo sin nombrar por descuido, os testimonio la gratitud del Señor y la mía propia.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
26 de febrero de 2022

Palabras finales en la ceremonia de beatificación de 16 mártires granadinos de la persecución religiosa en España en el siglo XX

 

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