“La Inmaculada nos descubre que Dios es Amor”

Homilía de Mons. Martínez en la Eucaristía de apertura del Año Jubilar concedido por la Santa Sede al Monasterio de La Concepción, en Granada, con motivo del V centenario de la fundación de dicho monasterio.

Lo primero que tengo que decir es la alegría y la gratitud de poder celebrar la presencia durante 500 años de una comunidad religiosa -presencia ininterrumpida- y, además, en un contexto como el de Granada con la advocación de la Inmaculada, y la estamos celebrando, por último, en este tiempo pascual.

Un saludo, por lo tanto, hacia la reverenda Madre Abadesa y a la comunidad de religiosas Terciarias Franciscanas Regulares, que sois las que garantizáis la presencia de la vida religiosa en el monasterio.

Quiero saludar al padre Severino, que nos acompaña, y lo mismo al Vicario de la Vida Religiosa en la Diócesis, que también está con nosotros, así como a los demás sacerdotes concelebrantes.

Saludo a la Comisión del V Centenario de la Fundación: al teniente de Hermano Mayor de la Principal Hermandad de la Purísima, Vicepresidente de la Federación de Cofradías, Hermano Mayor de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús del Amor y de la Entrega, representantes de la Real Maestranza, hermanos, cofrades y amigos todos:

En los sitios donde la devoción a la Inmaculada ha estado más arraigada, como sucede en nuestra diócesis, a base de contemplarla, y de tener unas imágenes tan bellas de la Inmaculada, corremos un riesgo muy grande y es pensar que la Inmaculada Concepción es como una especie de arbitrariedad de Dios, que ha querido que Su Madre fuera la más bella, y se queda el Dogma de la Inmaculada Concepción como si fuese un piropo a la Virgen: algo en el fondo que no es esencial al corazón del cristianismo, sino que es algo ornamental en el cristianismo. Bello, bonito, sin duda, pero que no nos dice nada sobre quién es Dios y sobre quiénes somos nosotros. No os creáis que es lo único con lo que nos pasa. Nos acostumbramos a veces tanto a las celebraciones cristianas, cuando tenemos una historia cristiana muy larga detrás de nosotros, que algunas de esas celebraciones se nos olvida qué significado tiene y cuál es el carácter sobrecogedor, pero sobrecogedor para nuestra vida cotidiana; sobrecogedor, para el significado de vivir, de crecer, de casarse, de cuidar de una familia, de enfermar, de morir, de enamorarse, de ser amigos, del trabajo, de todo. Si Dios es Dios y Jesucristo es quien confesamos que es Jesucristo, la vida entera tiene un significado diferente al que el mundo le atribuye. Pero nos pasa con cosas muy grandes, muy sagradas en la vida: nuestros padres. Acostumbrados a tenerlos, nos parece que es lo más normal del mundo, y lo más normal del mundo es que nuestros padres nos quieran y que tengamos una familia en la que crecemos y así sin más. Y a veces (yo como sacerdote lo he comprobado tantas veces), cómo una persona empieza a darse cuenta de lo que eran sus padres cuando los ha perdido. Exactamente, cuando los ha perdido. Los últimos momentos, la preocupación por decir “yo no he hecho nada por mis padres”, “siempre he estado quejándome de ellos”, o lo que sea, y de querer hacer más incluso de lo que sería necesario desde el punto de vista médico, para compensar un desamor que no es necesariamente malo, es simplemente la rutina de la costumbre, de lo que uno empieza a dar por supuesto. Aquello que uno empieza a dar por supuesto empieza a no valorarlo, y aquello que uno no valora termina no teniendo apenas significado en la vida, y aprecio en la vida nuestra.

Yo temo mucho que la Inmaculada se convierta, o pueda ser para nosotros eso: una especie de adorno. Como las florituras de las cornucopias, que son bonitas, pero, ¿qué significado tienen? Ninguno. Ocupar un espacio de una manera bella, bonita, es decir, adornos geométricos. Y que el Dogma de la Inmaculada Concepción pudiera ser algo así. Ese mismo peligro lo tenemos con la vida consagrada. Nos parece que la vida consagrada es un lujo y que, en realidad, no nos descubre nada especial.(…) Y después, qué bien que hay personas a las que les gusta vivir en silencio y se idealiza románticamente lo que es un monasterio. De nuevo, parece que la vida religiosa, la vida monástica, sobre todo la vida contemplativa, pudiera ser como una especie de adorno en la vida de la Iglesia. Pues, no lo es. En la vida de la Iglesia, serio, serio, serio, no hay nada que sea adorno. Y desde luego, la Iglesia no proclama un Dogma porque sea bonito o para adornar.

Por qué es muy parecido el don de la Inmaculada y el don de la vida consagrada. Para comprender los dos es necesario caer en la cuenta que el cristianismo no está en una serie de doctrinas sobre cosas que nosotros tenemos que hacer por Dios. Y sin embargo, en los siglos de la modernidad (y hablo del XVII, y sobre todo del XVIII para acá), hemos puesto mucho empeño en lo que nosotros tenemos que hacer por Dios. Siempre hablamos de lo que Dios nos pide, de las exigencias del Evangelio, de los santos como héroes que han conquistado como si hubieran sido personas muy heroicas, muy excepcionales en su lucha y en su conquista de la santidad. Hablamos entre nosotros también con frecuencia del conseguir ser un buen cristiano o preocuparse o luchar por alcanzar la santidad, o cosas así. A veces decimos, con muchísima frecuencia, “es que ser cristiano es muy difícil”. Cada vez que me dicen eso digo: “No, cómo va a ser difícil. Es imposible”. Absolutamente, imposible. Si ser cristiano es lo que dice la Iglesia que es ser cristiano, es decir, ser parte del Cuerpo de Cristo, pero, ¿quién puede pretender semejante cosa?; si es verdad que ser cristiano significa que Cristo viva en nosotros, ¿quién puede pretender semejante cosa? Es una pretensión absurda y un orgullo enorme pensar que es algo que nosotros pudiéramos conseguir con nuestros méritos. ¿Méritos, de qué? En relación con la distancia infinita que hay entre Dios y nosotros. Pero bueno, en qué país vivimos. Pensamos que Dios es una monedilla de cambio que nosotros podemos… No.

Cuando la Iglesia proclama el Dogma de la Inmaculada, el mundo estaba proclamando el “superhombre”; el mundo estaba proclamando que Dios no es más que una proyección de nuestros deseos de ser felices y que era una invención humana, y que el futuro estaba en las manos del superhombre que iba a construir un mundo de acuerdo con la voluntad de poder del hombre que era lo que iba a salvar al mundo de sus debilidades y de sus flaquezas. De aquel pensamiento nació el nacionalsocialismo de Hitler, en gran medida. Justo en ese momento, cuando se estaba proclamando el superhombre, que iba construir un mundo, porque la tecnología y el poder del hombre iban a ser capaces de hacer la felicidad de todos los hombres y la paz perpetua -por decirlo con el nombre de Kant, uno de los filósofos que más han influido en la mentalidad moderna-, en ese momento, va la Iglesia y se le ocurre decir que la Madre de Jesús ha sido concebida, antes de que ella hiciera nada, por una Gracia especial de su Hijo, sin pecado original. Con eso proclama, para Ella, para la Iglesia y para todo en la Humanidad, la Primacía de la Gracia.

Yo siempre considero que la Inmaculada Concepción es un dogma revolucionario, justo porque nos desalienta de que nosotros podamos conseguir apresar a Dios o dominar a Dios, o meternos a Dios en el saco, de alguna manera, que somos nosotros los que conquistamos a Dios. El Papa Francisco lo dice de una manera muy sencilla, con el neologismo que todo el mundo ha aprendido, el de que Dios nos “primerea” siempre, que va por delante de nosotros, que no podemos hacer nunca nada por Dios. Y sin embargo, el trabajo de la Virgen de cada día era necesario para que Dios pudiera hacerse hombre: el alimentarse ella, el cuidar de la familia, el ir a por agua a la fuente. Jesús, el Hijo de Dios, no hubiera podido crecer sin el trabajo de María y sin el trabajo de José. Pero que el trabajo de un ser humano pueda serle útil a Dios es una cosa tan impensable, tan revolucionaria, tan provocadora, tan inimaginable, que sólo es posible porque Dios antes le regala al hombre la posibilidad de serle útil. Nos ha regalado, en la Virgen, el reconocimiento de que Su Gracia va siempre por delante y de que si hacemos algo por Dios, es porque Dios primero lo ha hecho por nosotros y siempre como un gesto de respuesta, como un gesto de gratitud.

Pero incluso ese gesto de gratitud es posible porque Dios nos da el poder hacerla. San Agustín decía “No me buscarías si no me hubieras encontrado”. No movemos un dedo en dirección a Dios, al Dios verdadero, no al Dios de nuestras imaginaciones, si no es porque Dios nos seduce, nos invita, nos da la capacidad, nos invita a participar de su vida divina. Y entonces, uno comprende que en el Dogma de la Inmaculada Concepción hay toda una definición de lo humano, toda una definición de la cultura, toda una definición de lo que significa vivir, de lo que significa vivir para el ser humano, acoger la Gracia de Dios, decir que “sí” a la Gracia de Dios. “Dichosa Tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. La alegría. Esa alegría que buscamos tan ansiosamente; esa felicidad que buscamos tan ansiosamente, que yo creo que detrás de los viajes de un montón de turistas es una búsqueda de la plenitud humana, de una plenitud que hoy el mundo no ofrece por ninguna parte, y un poco sin saber adónde se va (se va a algún sitio a ver si pasa algo que me permita estar contento, porque no sabemos fabricar nuestra alegría). En la fe está la alegría. “Dichosa Tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” pone de manifiesto que en ese acoger la Gracia -¡que todo es gracia!- hace posible la alegría verdadera y la humanidad verdadera, toda la humanidad verdadera.

Decía yo al principio que la vida consagrada es parecida a la Inmaculada. La vida consagrada no es nunca algo que los hombres hacemos por Dios. Es algo que Dios hace por nosotros. Vivir de tal manera que se pueda poner de manifiesto que Jesucristo es lo más precioso en la vida de unos hombres, de unas mujeres, en formas de vida muy distintas, desde la clausura más cerrada y más rígida hasta la vida dedicada a la enseñanza, o la vida dedicada a la atención a los enfermos o a los ancianos, o la vida dedicada a la construcción de la Iglesia y a la evangelización… Pero, en cualquiera de esas misiones, sean las que sean, Jesucristo es lo más precioso. Y eso lo necesitamos los hombres, porque de nuevo nos descubre a todos que Jesucristo no es una idea, no es una imaginación, no es una construcción humana; es Alguien cuya Gracia vale más que la vida. Porque la vida sin Él no vale gran cosa, termina no valiendo gran cosa. Terminamos viviendo la vida como una especie de carga y teniendo que olvidarnos de esa carga constantemente porque sin querer el paso del tiempo nos acerca constantemente a la muerte, y parece que nos debilita las posibilidades de vivir. No, Dios mío. A la luz de Jesucristo, la vida es un don. Repito: todo es gracia. Entonces, uno puede abrazarlo todo, acogerlo todo, con una libertad de espíritu inmensa. Nos descubre que Dios es Amor.

La Inmaculada nos descubre que Dios es amor. La vida consagrada nos enseña a todos que Dios es Amor. Y la Iglesia no sería la Iglesia de Jesucristo si no hay personas que consagran su vida, repito, con misiones muy diferentes, de un tipo o de otro, y sin embargo en todos un rasgo común: Jesucristo es lo más querido, lo más precioso, el tesoro más grande de la vida. En ese sentido, la vida de la Virgen, que es la vida de la Gracia en Ella, inaugura la humanidad nueva, inaugura la vida de la Iglesia. Inaugura y precede a la Iglesia en ese camino que hemos leído en un pasaje de los Hechos de los Apóstoles. Somos hijos de esa historia. Esa historia en un sentido empieza con la Concepción de la Virgen, y en otro sentido empieza tan pronto como Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, salieron del Paraíso y perdieron su condición de hijos de Dios. Pero la Gracia no les abandonó nunca. No ha abandonado nunca nuestra humanidad, y nos sigue llamando, no simplemente a un Dios que nos cuida, que nos protege de las cosas que nosotros concebimos como mal, sino que nos invita a participar de su misma Vida divina. La vocación de la Virgen es la vocación de la Iglesia. La tarea humana, la plenitud humana que quienes prometían el superhombre y han dado lugar a los desastres del siglo XX y los del siglo XXI, hay una alternativa a esa humanidad. La humanidad que se sabe que acoge todo, su propia vida como don de Dios, de forma que nos permite vivir en la paz, en la alegría, en la certeza de que el desembocar de nuestras vidas no es la muerte, sino la vida eterna, la vida divina, la vida de Dios. Y eso vosotras lo proclamáis de una manera sencilla. Lleváis 500 años proclamándolo por el mero hecho de vuestra existencia.

Hace muchos años leí yo una historia de alguien que no era católico, pero que había escrito una historia de los monjes en Oriente, y contaba él cómo lo que le hizo dedicar su vida al estudio de esos monjes de Oriente era que una vez visitando Palestina bajaba a un monasterio que hay muy cerquita de la carretera que baja de Jerusalén a Jericó, y bajaba hacia ese monasterio (creo que es el Monasterio de San Jorge), y bajando para allá vio a un monje que estaba haciendo sus cestas en la puerta del monasterio, que es lo que hacen los monjes del desierto, y canturreando un salmo. Él se quedó a vivir allí 15 días, en aquel monasterio, en la hospedería. Y descubrió que aquel monje no era especialmente piadoso ni era un hombre santo, en el sentido que nosotros damos a la palabra: heroico o así. Y dice: aquella primera imagen de ir bajando y oír el canturreo de aquel hombre haciendo sus cestas, me impresionó por una sola cosa: porque caí en la cuenta de que aquella forma de vida sólo era posible si Jesucristo había resucitado, y aunque él no fuera especialmente virtuoso, esa forma de vida proclamaba que Jesucristo estaba vivo y que uno podía darle la vida a Jesucristo, aunque esa vida valiera poco y fuera pequeña, pero se podía dar la vida a Jesucristo, porque Jesucristo de nuevo es la Gracia que vale más que la vida.

Mirar a la Virgen es descubrir esa Gracia. Pero descubrir esa Gracia como un secreto para nuestra vida humana, para nuestra vida familiar, para los conflictos de la vida social, de la vida política. Es un modo de estar en el mundo nuevo, que se inaugura con la Virgen y que vive en la vida de la Iglesia.

Los tiempos cambian mucho. Desde hace 500 años hasta hoy, imaginaros. Cuando el Papa Francisco dice que estamos en “un cambio de época”, estamos realmente en un cambio de época, y habrá formas de vida consagrada que desaparecerán, posiblemente, ¡pero nacen otra constantemente! Si yo os preguntase en qué país del mundo creéis vosotros que hoy el cristianismo crece más. No en la supuestamente católica España, desde luego. (…) Vietnam, donde el cristianismo sigue estando prohibido. Pero sólo el año pasado hubo 135.000 conversiones de adultos y bautismos de adultos, en Vietnam. Un país oficialmente comunista. En la capital Saigón, que se está convirtiendo en una de esas grandes ciudades asiáticas, del estilo de Hong Kong, ¡hay tres seminarios! Lista de espera en los tres. (…) Y muy cerquita, detrás de Vietnam está China. Un sociólogo, tampoco católico, decía hace unos años que si no hay ninguna catástrofe, para el año 2050, que está ya a la vuelta de la esquina, China podría ser el segundo país cristiano del mundo. En números absolutos, no en proporción. A lo mejor, un 2% de China. Pero en Vietnam y en Corea del Sur, el número de cristianos ha llegado ya al 10%, y no para de crecer. (…)

Dios mío, no desconfiéis de Dios. Si ha habido una promesa loca en la historia está en el Magníficat. “Dichosa me dirán todas las generaciones”. ¿Quién podía creer aquello? ¿Quién podía creer aquello en una mujer de una aldea de 200 habitantes, más pequeña que Rubite en la Alpujarra? Y aquí estamos, dos mil años después. Y la veneran, la veneramos nosotros esta tarde aquí; se venera en Vietnam, se venera en China, se venera en Japón, se venera en Alaska, se venera en Sudáfrica, se venera en Indonesia.

Mis queridos hermanos, tenemos que volver a redescubrir que ser cristiano es un privilegio único. Y ser religioso, el haber consagrado la vida al Señor no es algo que nosotros hacemos por Dios tampoco, es algo que Dios hace por nosotros y por el mundo. Y ese “algo” es lo más bello, porque nos permite vivir con alegría, vivir sin temor y con el horizonte siempre de la vida eterna. No hay cosa más bella en el mundo que la Iglesia. Y sé que me diréis, “bueno, y fíjese en todos los escándalos…”. El Señor tuvo 12 discípulos y tocó a uno. ¿Hoy que somos, alrededor de mil millones? Tocamos a unos poquitos. Pero la Iglesia está llena de santidad. Santidad oculta la mayoría de las veces, pero santidad. Y no hay como pueblo, como comunidad humana, no hay ninguna en la historia que haya resplandecido tanto por la belleza de su humanidad. Esa belleza de esa humanidad que brota justamente de la Gracia de Jesucristo; que brotó en la Virgen y que no cesará de brotar mientras el mundo sea mundo, porque esas son las últimas palabras de Jesús: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y estará, os lo prometo. No dejará de estar.


+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

4 de mayo de 2019

Monasterio de La Concepción (Granada)

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