Homilía del Domingo XXVIII del T. O

Lecturas bíblicas: Sb 7,7-11; Sal 89,12-17 (R/. «Sácianos de tu misericordia…»); Hb 4,12-13; Aleluya: 1Ts 5,18 («En todo dad gracias…»); Mc 10,17-30.

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelio de hoy presenta la escena del joven rico, muy conocida y siempre materia de permanente reflexión, ya que en este pasaje evangélico Jesús pone de manifiesto la dificultad que las riquezas acarrean a quien quiere hacer del seguimiento de Jesús razón y contenido de vida. Si nos acercamos al pasaje vemos que el comienzo del encuentro del joven con Jesús está marcado por el respeto y la admiración que la predicación de Jesús provoca en el joven, porque al acercarse al Señor no sólo le llama “Maestro bueno”, sino que se arrodilla ante él[1]. Los comentaristas resaltan este acercamiento respetuoso que manifiesta el reconocimiento por el joven de la autoridad de moral de Jesús, dando a entender que la santidad de vida dimana de la ley divina, de su cumplimiento. De hecho, así lo pone de manifiesto Jesús, pero matizando que aunque el cumplimiento de la ley es criterio de santidad de vida, al hombre no es transferible la santidad de Dios, el «sólo santo», y en consecuencia sólo él es bueno, por lo cual rechaza que el joven le llame “Maestro bueno”.

Jesús rechaza el calificativo de bueno en sentido absoluto, no porque él no lo sea, sino porque lo que tiene el Hijo viene del Padre, como encontramos en el evangelio de san Mateo: «Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre…» (Mt 11,27). La bondad de Jesús es connatural con su ser de Hijo engendrado en el seno del Padre, la santidad de Cristo Jesús dimana de su procedencia divina y no de la naturaleza humana, que es asumida por el Verbo de Dios y, sostenida por él, obra en unión con la voluntad divina, unión de voluntades divina y humana en la unidad de la persona divina del Verbo.

Jesús ha terminado el pasaje anterior diciendo que es preciso hacerse como un niño para entrar en el reino de los cielos, y el joven le plantea qué ha de hacer para heredar la vida eterna. La respuesta es el cumplimiento de la ley, acatar y cumplir los mandamientos, si bien la perfección que lleva a la vida eterna, el camino mejor es el abandonarse en las manos de Dios y romper así con los obstáculos que pueden impedirle el cumplimiento de la voluntad del Dios solo santo.   Este es el camino de los consejos evangélicos, del desprendimiento del mundo y de la opción por la existencia que se convierte para los demás en referencia permanente la vida futura. La afirmación desconcertante de Jesús invitando al desprendimiento como camino de vida eterna es ofrecida a sus interlocutores con la autoridad de Dios, porque Jesús no responde al joven rico como un maestro entre otros de la ley que la interpreta. Jesús remite al camino de los consejos evangélicos como revelación de Dios para quien le busca como bien supremo.

Al proponer este camino de perfección que relativiza la ley elevando sus exigencias a la entrega plena de la vida en manos de Dios, Jesús —ya lo veíamos en pasajes ya comentados del evangelio— rompe con la mentalidad judía que ve en la riqueza un signo de la bendición divina. Recordemos lo que decíamos al detenernos en las imprecaciones de Jesús contra los ricos que Jesús en contraste con las bienaventuranzas: «La hiperbólica afirmación del Señor, según la cual “es más fácil que un camello pase por el hondón de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos” (Mt 19,24), quiere afirmar, por contraste, hasta qué punto las riquezas comprometen la conversión a Dios y a su voluntad, en la cual reside nuestra salvación. Las riquezas son un obstáculo para la vida según el espíritu. Jesús da la vuelta a la creencia según la cual la riqueza es signo de predilección de Dios por el rico, al presentar al pobre como aquel que tiene a Dios por refugio y garantía de su vida: “Bienaventurados los pobres porque vuestro es el Reino de Dios” (Lc 6,29). Porque es así, en definitiva: “Nadie puede servir a dos señores… No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt 6,24)»[2].

La hipérbole según la cual es más fácil que un camello pase por el hondón de la aguja que un rico entre en el Reino de los cielos debe interpretarse como ya el evangelio de san Mateo lo hace, al hablar de la “pobreza de espíritu” como pobreza meritoria de la bienaventuranza: «Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3). La pobreza sociológica no es por sí sola merecedora de bienaventuranza, si no acerca a Dios. Jesús pondera la pobreza como situación y como opción de vida que dispone para acoger la voluntad de Dios y a Dios mismo como bien supremo. Por eso, Jesús propone la riqueza que representan los estados en que acontece la feliz bienaventuranza de cuanto es virtud y mérito según el espíritu. De ahí que se ha de poner el corazón en “los bienes de arriba”. San Pablo exhorta a los cristianos la búsqueda de los bienes duraderos: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba y no a los de la tierra» (Col 3,1-2). El Apóstol sigue la sentencia de Jesús que da razón de la opción por los bienes del cielo: «Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6,21). Del mismo modo, los santos Padres advertían de la necesidad de estar alerta contra la mala comprensión de la pobreza como condición para recibir el reino de Dios. No basta ser pobre, sino que hay que aprender a serlo, pues «incluso nos podemos gloriar de ser pobres; tened cuidado con la soberbia, no sea que nos superen los ricos humildes. Cuidaos de la impiedad, no sea que nos superen los ricos piadosos…»[3].

La lectura del libro de la Sabiduría viene a orientarnos para llegar a la interpretación correcta del pasaje evangélico. El camino de perfección para el seguimiento es la voluntad de Dios, que revela al hombre la fecundidad de la sabiduría eterna; poseerla es haber encontrado el tesoro y la perla preciosa, por cuya adquisición merece venderlo todo para poder comprarla (cf. Mt 13,45). La perla es el Reino de los cielos por el cual todo dominio y posesión terrenos son realidades ilusorias y efímeras. Por ello, el sabio según la mente de Dios, refiriéndose a la sabiduría que viene de lo alto y es revelación de la voluntad divina de santidad para los hombres, confiesa su propia opción: «La prefería a los cetros y a los tronos y, en su comparación, tuve en nada la riqueza» (Sb 7,8). Entre las perlas, el Reino es la perla fina y única en el más alto valor, ante la cual palidecen las demás piedras preciosas, superior a la riqueza, a la salud y a la belleza, porque de ella dimana la luz que ilumina el camino hacia la vida eterna, suma de todos los bienes que pueden acallar la inquietud del corazón del hombre (cf. Sb 7,9-11).

Estas reflexiones a que da lugar el pasaje del joven rico ayudan a entender mejor la identidad y el alcance del seguimiento de Jesús y el discipulado. Al final del pasaje evangélico, Pedro toman, una vez más, la palabra y le pregunta a Jesús por la recompensa que les espera, ya que ellos, sus discípulos, lo han dejado todo por él. Jesús le contesta: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora en este tiempo, cien veces más —casas, hermanos y hermanas, y madres e hijos y tierras, con persecuciones—, y en la edad futura la vida eterna» (Mc 10,29-30).

La enseñanza de Jesús sobre los peligros de las riquezas desconcertó a los discípulos igual que al joven rico, ya que su mentalidad era la de la visión judía de la riqueza como bendición divina del justo. Sin embargo, Jesús les quiere hacer comprender que ganan cuanto pierden, mientras ganan definitivamente la vida optando por él y por el Evangelio (cf. Mc 8,35-36). El desprendimiento de sí mismos y de sus bienes les hace estar cercanos a todos, al romper el límite del parentesco, para abrirse a la amplia fraternidad de los semejantes, y en especial de los más desfavorecidos y marginados. Sin embargo, Jesús no les describe un horizonte sin dificultades, porque esta fraternidad no suprime el escándalo de la fe y la persecución de cuantos le rechazan.

Dejemos que la palabra de Dios, que según el autor de la carta a los Hebreos, que siguiendo a Isaías, describe «viva y eficaz, más cortante que espada de doble filo» (Hb 4,12→Is 49,2) nos penetre y nos alcance nuestro interior, «hasta el punto donde se dividen alma y espíritu; coyunturas y tuétanos; y juzga los deseos e intenciones del corazón» (Hb 4,12b-c). Dejemos que entre en nosotros la palabra que nos salva, sometiendo nuestra conciencia al juicio justo de Dios, provocando en nosotros la conversión a Dios. Si acogemos la palabra de Dios no dejará de producir su fruto en nosotros, porque nos veremos tal cual somos, ya que a Dios todo es patente. Sólo la palabra de Dios puede juzgarnos y llevarnos a un diálogo con el Creador y redentor de los seres humanos que nos haga ver cuál es nuestra situación ante él. Pidamos que la Eucaristía que ahora vamos a celebrar nos disponga a dar acogida a la palabra de Dios, que nos fortalecerá para recorrer la senda del seguimiento estrecho de Cristo, desprendidos de todo cuanto nos ata y se convierte en obstáculo para aceptar y cumplir la voluntad de Dios.

A. I. Catedral de la Encarnación
Almería, a 10 de octubre de 2021

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

[1] Cf. J. Gnilka, El evangelio según san Marcos, vol. II. Mc 8,27-16,20 (Salamanca 1986) 98-99.

[2] Homilía del Domingo XXVI del T. O.

[3] San Cesáreo de Arlés, Sermón 153, 2: CCL 104, 626 (cit. según La Biblia comentada por los Padres de la Iglesia. Nuevo Testamento 2. Evangelio según san Marcos (Madrid 2000) 204.

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