Hacia los dos años del Pontificado del Papa Francisco

En el segundo aniversario del pontificado del Papa Francisco, hoy día 13 de marzo, ofrecemos este interesante artículo, que también puede leerse en el Semanario Fiesta del próximo domingo día 15. Desde la Archidiócesis de Granada, expresamos nuestra felicitación, afecto, comunión y oración por el Papa Francisco. Gracias, Santo Padre.

Han pasado sólo dos años, pero han sido de tal densidad e intensidad, que el camino del pontificado del Papa Francisco parece ya bien trazado. No faltarán, sin embargo, muchas otras sorpresas del Espíritu, aquellas sorpresas que el Papa acoge y discierne en sus largos tiempos de oración y de las cuales se hace portador para el bien de la Iglesia y de su servicio a los hombres.

Creo que nos encontramos frente al alba de una revolución evangélica. ¡Y esto no tiene nada de retórica superflua! Ya Benedicto XVI nos recordaba que el cristianismo es «la mutación más radical en la historia». Tras el agotamiento y fracaso histórico de la tradición revolucionaria sin Dios, contra Dios, sólo la Iglesia podía retomar con credibilidad el lenguaje de la revolución. El Papa Francisco nos llama a ser testigos y protagonistas de la «fuerza revolucionaria del amor y de la verdad», de la «revolución de la ternura y de la compasión», de la «revolución de la gracia», sin duda la más revolucionaria porque cambia radicalmente, ontológicamente, la persona e imprime sin cesar dosis de amor y verdad, de solidaridad y fraternidad en la vida de los pueblos. ¿Cuál mensaje es más revolucionario que el sermón de la montaña, el discurso de las Bienaventuranzas, que derriba todas las jerarquías e idolatrías mundanas? Es «la fuerza irrefrenable» de la Resurrección, afirma el Papa Francisco en la Exhortación apostólica Evangelii Gaudium (n. 276). Él nos guía hacia el centro del Evangelio, rezado y meditado, proclamado, comentado y compartido, como lo hace en sus homilías de cada día que nos sorprenden, sacuden y alimentan en nuestra cotidianidad.

Desde el inicio de su pontificado, el Papa Francisco ha puesto todos los medios -oraciones, palabras, gestos, acciones y decisiones-, guiado por el Espíritu de Dios, por su propia experiencia pastoral y su temperamento personal, para llegar al corazón de las personas que tiene delante. Ha querido conducir siempre a concentrarse en la invitación «a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre -escribe en su documento programático, n. 3- a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso». Por lo tanto, el Papa Francisco afirma que nunca se cansará de repetir las palabras de Benedicto XVI que llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n. 7). Él quiere sacudir nuestro conformismo mundano, para llamarnos siempre de nuevo, a todos nosotros, pecadores, a la conversión: sentir como Cristo, pensar como Cristo, vivir como Cristo. Quienes no captan el significado de esta centralidad en el pontificado del Papa Francisco terminan desorientados o, al menos, destacan de él cuestiones que pueden ser importantes pero que son secundarias.

¡Qué sorpresa del Espíritu pasar en tan poco tiempo desde un clima de asedio, sufrido por la Iglesia como en declino, no obstante la mansedumbre y sabiduría del santo Papa Benedicto, a la fuerza atractiva, a la explosión de alegría y esperanza, que suscita por doquier el pontificado de Francisco! No se trata sólo ni mucho menos de un carisma mediático del Papa Francisco; hay algo mucho más profundo que Él hace emerger de las necesidades y anhelos de las personas. Se derrumban muros de prejuicios y resistencias muy fuertes, se plantean preguntas y expectativas incluso entre los que pensaban haber cerrado sus cuentas con la fe y con la Iglesia; para muchos es la hora del despertar de una fe adormecida, para otros es su nuevo florecimiento, para todos el renacer del «orgullo» sobre la dignidad y la belleza de confesarse cristianos.

La libertad, la fuerza y la determinación de Papa Francisco están basadas, por una parte, en la conciencia serena y alegre del dejarse conducir por el Espíritu de Dios y, por otra, en el afecto que le expresa el pueblo de Dios, inspirado por su instinto evangélico, por el sensus fidei, pero que le manifiestan también, más allá de los fronteras eclesiásticas, todos los pueblos de la tierra (lo que lo ha convertido en sólo dos años en líder mundial en los escenarios dramáticos que se están viviendo).

La gente que llena desde el inicio la plaza de San Pedro -como nunca hemos visto- y las impresionantes muchedumbres que lo acogen y acompañan en sus viajes apostólicos nos ayudan a relativizar una mirada limitada y estrecha, a menudo reducida a los palazzi romani, a las vicisitudes de las burocracias o a los comentarios auto-referenciales de los «intelectuales». El real, el verdadero «católico medio» -título con el cual se ha presentado Messori en un reciente y polémico artículo de prensa- se encuentra en todos los que siguen y quieren al Papa, atraídos por su testimonio y por el mensaje que Él comunica: un Evangelio con pocas glosas, según una «gramática de la sencillez», pero radical, en un intercambio muy profundo de humanidad. ¡Qué lejanos estos «católicos medios», sorprendidos, gratos y felices por el acontecimiento que les llega al corazón, del poner su ego como medida y juicio de la realidad!

Hay que tener en cuenta, sin embargo, algunas honestas perplejidades y desconciertos de quienes se sienten impactados por la nueva modalidad de ejercicio del papado y por su peculiar forma de conducción y comunicación. El mismo Papa aprecia y agradece una ponderada libertad de crítica, incluso respecto de sí. Pero sería muy difícil explicar bien a los millones de personas que acompañaron al Papa en Copacabana, en Corea, en Sri Lanka y Filipinas, en las parroquias de Roma y en las visitas pastorales en Italia, las resistencias arraigadas, muchas veces la envidia y el orgullo, e incluso el rechazo sistemático y lleno de prejuicios que se observan en algunas reacciones, por cierto muy minoritarias, en la misma Iglesia. ¡Cuánta razón tenía Benedicto XVI, en tiempos de persecución masiva, violenta y sangrienta de los cristianos en el Medio Oriente, en Nigeria y en muchas partes del mundo, cuando subrayaba que el peor enemigo para la Iglesia es el mal que la amenaza desde su interior! En este sentido, asombra la semejanza entre los que se oponen abiertamente al Papa Francisco, mostrando muy escasa comunión afectiva y efectiva, con los fariseos, los saduceos y doctores de la ley frente a Jesús: lo seguían con el ánimo malicioso, siempre prontos para ponerlo a la prueba, tendiéndole trampas, escandalizados por sus encuentros con prostitutas y publicanos, siempre malinterpretándole, esperando de poder vislumbrar alguna mínima desviación acerca la Ley para juzgarlo, para condenarlo.

Por paradoja, los que se encierran en una reacción crítica y negativa, a saber los reaccionarios, concuerdan y se alimentan también con la figura mas bien distorsionada que pretenden difundir ciertos ambientes eclesiásticos y mediáticos de progresismo «liberal». Los une la imagen, falseada, de un Papa que quiere cambiar las enseñanzas doctrinales y morales de la Iglesia, que se contrapone a sus predecesores en la sede de Pedro, figura como separada de la realidad viva de la Iglesia, sea para denigrarla por parte de los primeros y para exaltarla por parte de los segundos. Ambos no escuchan, toman selectivamente de los discursos pontificios, censuran todo lo que no esté de acuerdo con su interpretación ideológica, con sus propios intereses, con sus esquemas mentales y espirituales, con la imagen del Papa que quieren difundir. Por eso, prefieren hablar poco o nada cuando el Papa se refiere a «una economía que mata», señala la mundanidad como pecado grave de los cristianos, habla de las «insidias del demonio» en acomodarse al «moderno», cuando denuncia el neo-malthusianismo de los nuevos «Herodes», cuando se refiere al «colonialismo ideológico» contra la familia, cuando denuncia la «teoría del gender». Mejor callar para quedarse con su propia interpretación y propagarla. Acabarán, ambas partes, en tratarle de «populista», concepto ideológico abusado y maltratado que sólo sirve para confundir.

Contra estos esquemas reductivos y deformantes, se puede confiar en que el límpido y auténtico testimonio del Papa Francisco, la sencilla claridad de sus palabras y gestos, que impactan los «media», puedan ser bien acogidas por fieles y pastores, por la gente, por los pueblos. Sin embargo, no hay que subestimar la perplejidad y el desconcierto provocados y difundidos por los que siembran confusión y, por ello, desconciertos y división. En algunas ocasiones, la espontaneidad y expresividad en las palabras del Papa pueden también provocar sentimientos variados, alimentados por la reacción parcial, a veces instrumental, de la prensa que las manejan a su modo. Tal vez la Providencia de Dios permite que a las persecuciones «externas» se sumen algunas «internas», para moderar cualquier tentación de «triunfalismo» y recordar que la Cruz cargada es siempre una muestra de auténtica experiencia cristiana y de ministerio al servicio de Dios y de los pueblos. En todo caso, el Papa Francisco mira siempre más allá de los corrillos y pujas eclesiásticas, a veces nos «pega» fuerte pero siempre nos abraza, sin medio a todas nuestras fragilidades e infidelidades, sin miedo al camino de la libertad, al igual que el padre con el hijo pródigo.

Sin duda, la reforma de la Iglesia in capitis e in membris, para ser cada vez más fiel a su Señor y a la misión que le ha sido confiada -reforma que es obra del Espíritu Santo-, no puede depender de un hombre solo al comando. Reforma in capitis implica y requiere conversión pastoral, la cual es «conversión del papado», ya en acto, pero también conversión de los Pastores, a saber de los Obispos, de sus colaboradores en el ministerio, de todos los operadores pastorales. Las palabras del Papa Francisco sobre los Obispos y los sacerdotes son muy claras. Cada Pastor está llamado a un profundo examen de conciencia y revisión de vida. Basta ver al Papa y seguirlo. No hay reforma in capitis si no se logra contar con personas, actitudes y estilos que sigan verdaderamente al Papa en el servicio de la Curia Romana. No hay verdadera reforma sin una re-consagración que sacuda la vida de las comunidades de religiosos y religiosas, de manera que su camino de santidad y misión se muestre fascinante y atractivo. No hay verdadera reforma si no es por medio de una multiforme riqueza carismática y educativa que ayude a dar un salto de cualidad en la fe y piedad de los pueblos. No hay verdadera reforma si no es en una Iglesia en salida, hacia todas las periferias, cercana a la gente, llena de misericordia, de ternura y de solidaridad. No hay verdadera reforma si los pobres, que están en el centro del Evangelio, no están también, efectivamente, en el corazón de la Iglesia. No hay verdadera reforma si el Evangelio no desencadena nuevos y fuertes movimientos de dignidad, de justicia y de paz en la vida de las naciones y en la comunidad internacional. No hay verdadera reforma si no inicia y se alimenta de rodillas, rezando. Sólo así el Espíritu Santo irá sedimentando, consolidando e irradiando por todas partes las energías cristianas que el Papa Francisco está ayudando a reflorecer. Creo que son estos los mayores desafíos que el pontificado tiene por delante.

Dr. Guzmán M. Carriquiry Lecour

Secretario encargado de la Vice-Presidencia

Pontificia Comisión para América Latina

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