
Artículo publicado en la revista Nuestra Iglesia en el Día de la Iglesia Diocesana, que celebramos en la Iglesia el domingo 6 de noviembre.
Tan pronto como se tuvo noticia en la diócesis de la invasión de Ucrania por Rusia, se produjo una verdadera explosión de generosidad. Medicinas, materiales para primeros auxilios, alimentos y ropa, especialmente para bebés y niños pequeños. Del seminario salían “trailers” y auto-buses, y los autobuses volvían llenos de mujeres ucranianas con sus hijos, que dormían en una cama y se duchaban por primera vez después de varios meses, en el viaje de vuelta. Hubo ofrecimientos de hospitalidad sin condiciones. Ayuda de familias, de hombres y mujeres de todas las clases sociales. De adultos, de jóvenes, de adolescentes. De parroquias, de colegios, de personas sueltas.
En aquellas semanas se puso de manifiesto –de muchas maneras, y con la colaboración de muchas personas e instituciones, algunas de ellas no católicas y no cristianas–, la verdadera naturaleza de la Iglesia, su ser más profundo. Era una sinodalidad –un caminar juntos–, no calculada, no programada, que sacaba a la luz lo mejor de cada uno.
Hoy bastantes de esas mujeres han regresado a Ucrania, porque en las zonas en que vivían hay una relativa paz. Otras han sabido que sus familiares han muerto. Algunas han encontrado trabajo aquí, y tratamiento para sus enfermedades o para las de sus hijos. Hemos aprendido a querer a un pueblo que no conocíamos apenas. Pero, como dijo, llorando, una mujer que volvía a Ucrania a reunirse con una hija suya, muy consciente de que iba hacia la muerte: «He sido más querida en este tiempo que en toda mi vida».