Bautismo y consagración de una virgen, en la Catedral de Granada

La Catedral acogió el pasado día 24 el bautismo de un bebé de apenas unos meses y la consagración de una virgen, en la Eucaristía presidida por el Arzobispo. Reproducimos parte de la homilía pronunciada por el Arzobispo de Granada durante la Eucaristía el domingo 24.

“A esta celebración de la Ascensión de nuestro Señor se unen, fruto de una feliz coincidencia, dos hechos que expresan algo que está profundamente arraigado en la tradición de la Iglesia en el tiempo pascual.

En las liturgias cristianas más antiguas que conocemos, de los primeros siglos, en Siria y Mesopotamia, desarrolladas aún en la lengua de nuestro Señor, en las homilías que se nos han conservado, se unían en la Vigilia Pascual dos acontecimientos que están relacionados el uno con el otro. Los bautizos de los neófitos, que se siguen haciendo la noche de la Vigilia Pascual, y la consagración de las vírgenes y de los célibes, llamados en aquellas primeras comunidades los hijos e hijas de la Alianza, o, según otra traducción posible, y que ciertamente en el oído de aquellos cristianos resonaba en su connotación, hijos e hijas de la Resurrección.

La coincidencia feliz de que en esta misma Eucaristía, el último domingo de la celebración pascual antes de la fiesta de Pentecostés, se haga un bautismo y la consagración de una virgen nos permite recuperar esa experiencia de los primeros cristianos.

Esta coincidencia de estos dos acontecimientos era tal, que los primeros que estudiaron esas homilías cuando fueron descubiertas, durante el siglo XIX, como hacía alusiones al bautismo y a la virginidad, llegaron a pensar que, tal vez, en esas regiones sólo se admitía al bautismo aquellos que se habían consagrado, y no era así. Más bien, aquellos cristianos tuvieron que defender, frente al maniqueísmo y frente a la religión de Zaratustra, que llevaba muy arraigado dentro de sí el desprecio de la carne y del mundo material, la belleza y el valor cristiano del matrimonio, y el carácter bueno, sagrado, de la Creación y del cuerpo humano.

El hecho de que esas celebraciones estuvieran tan unidas, nos dice también a nosotros algo sobre el significado de las dos. Lo primero que nos dice es algo que quizá hemos perdido los cristianos, y es el significado nupcial del Bautismo. De ese significado nupcial no queda más que la vestidura blanca que se pone a los niños recién nacidos, pero de ahí proviene el traje de novia que se sigue usando en nuestra tradición en el momento de la boda.

El Bautismo tiene un significado nupcial, hasta tal punto que, cuando descendían los bautizandos a la piscina bautismal, se decía: “Descienden a la cámara nupcial del Bautismo”. Y esto expresa que la unión de Cristo con cada uno de nosotros es tan poderosa, tan estrecha, tan profunda, que ninguna de las uniones humanas, ni la más estrecha que conocemos, que es la unión matrimonial, es capaz de expresar. Y esa unión se expresa, y se cumple, y siempre habrá en la Iglesia formas de expresar con la vida que Cristo es realmente el Esposo con mayúsculas, que Cristo es realmente Aquél que es capaz de cumplir en un hombre, o en una mujer, todos los anhelos profundos del corazón humano, que es lo que esposo y esposa esperan en su matrimonio, y que es la compañía, el don, que es lo que hace que la vida merezca la pena vivirse. ¿Qué hay en el matrimonio? Evidentemente, una promesa de felicidad infinita, que uno puede leer en el rostro de los esposos cuando se dirigen a su matrimonio, y también en el tiempo, cuando ese matrimonio es una renovación constante, a imagen de Cristo, de la capacidad de ser amado, y de amar que Cristo extiende y profundiza y abre a unas dimensiones infinitas, a las dimensiones divinas.

La vida consagrada, en todas sus formas, expresa que Cristo es Aquél que es capaz de llenar el corazón de los hombres, que Cristo es Aquél que es capaz de saciar, que es la fuente del amor que los esposos pueden dar a sus esposas cuando son buenos esposos, y que es la fuente del amor que las esposas pueden dar a sus esposos cuando son buenas esposas, o los padres a los hijos, o los hermanos a los hermanos, o los amigos sus amigos, o los compañeros de trabajo a sus compañeros: todo amor que hay en esta tierra es siempre un reflejo del Amor infinito de Dios revelado en Cristo.

De este modo, la vida consagrada expresa, de una manera corporal, visible, reconocible en el conjunto de la comunidad cristiana, la dinámica profunda de la vida cristiana misma, que es la dinámica de un amor que se da sin límites, y que se da por entero, pero que se hace carne para todos. Cuando San Pablo que “los que se casan vivan como si no se casasen, los que hacen negocios como si no los hiciesen, los que compran como si no comprasen, los que lloran como si no llorasen, porque la figura de este mundo pasa”, nos habla de un horizonte más definitivo en el cual hay que situar nuestras experiencias y nuestros avatares de este mundo.

En ese contexto, tienen significado las celebraciones de hoy, y lo tienen en la fiesta de la Ascensión, la fiesta que hace memoria de cómo, una vez consumada la obra de Cristo, cuando su ministerio terreno ha concluido, retorna al lugar de donde vino, y se sienta a la derecha del Padre. Pero se sienta habiendo introducido en el Cielo nuestra humanidad. No es la misma la situación después de la Resurrección. No es la misma la situación después de concluida la obra redentora de Cristo. Como decía Péguy, “en el Cielo, desde que Cristo ha entrado en él, huele a sudor”. Y Dios no puede mirar a ninguno de nosotros ni a ningún ser humano sin que Le recordemos el rostro de su Hijo querido; sin ver hasta en nuestras heridas, en nuestras llagas, las llagas de su pasión, sin ver en nuestras tristezas o en nuestras esperanzas su oración en el Huerto de los Olivos, sin ver en nuestro gozo su Amor infinito por los hombres.

Esa es la novedad. Ése es el triunfo de Cristo. El triunfo de Cristo es nuestro triunfo”.

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