Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía celebrada en la S.I Catedral en la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo (rescatada del dominio del pecado y de la muerte por Su Preciosa Sangre y por Su Resurrección, y por el don del Espíritu Santo), Pueblo Santo de Dios:
muy queridos sacerdotes y diácono, que participáis en esta Eucaristía,
queridos amigos todos:
La celebración del Misterio Pascual termina con la fiesta de la Trinidad, que es como el culmen de la profundidad de Dios que el Acontecimiento de Jesucristo nos revela. El Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Dios que es Amor, comunión de personas, principio de ese anhelo de amor que existe en la humanidad y que no podría aplicarse a Dios si Dios no fuera comunión, si Dios fuera simplemente un Dios individual, como piensa por ejemplo la masonería, los deístas o los antiguos filósofos paganos de Grecia. Jesucristo nos descubre que Dios es Padre; que Él ha sido enviado por el Padre, para entregar su vida por la vida del mundo y, al mismo tiempo, prometió el Espíritu y cuando Jesús retornó al Padre, el Espíritu florecía en la comunidad cristiana como una novedad absoluta en la historia humana.
La novedad de un pueblo cuya ley es el amor a Dios y el amor de unos por otros, fruto del Acontecimiento de Cristo. Eso es al final de la celebración del Misterio Pascual. Pero hoy es como la “nochevieja” en el año cristiano. Hoy es el final del año cristiano. El domingo que viene empezamos un nuevo Adviento y nos preparamos para la Venida del Señor, la Venida en la carne y Su Venida al final de nuestros días y al final de la Historia. Su Venida siempre llena de amor por el hombre, porque Dios en Jesucristo se nos ha revelado como amor verdaderamente. Y este final de año termina también con el Credo. Nosotros creemos que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y por eso podemos decir también que Dios es amor y nosotros confesamos a Jesucristo.
El primer Credo cristiano no fue el Credo que nosotros rezamos en las misas, el Credo apostólico o el Credo oriental más largo, que contienen los dos la misma fe y que fueron elaborados cuando aquella misma fe empezó a ponerse en cuestión a finales del siglo III y en los comienzos del siglo IV, y que la sancionaron dos Concilios, el Concilio de Nicea en el 325 y el Concilio de Constantinopla en el 381. El primer Credo cristiano, que se ve en las Cartas de San Pablo, era “Jesús es el Señor”, y los cristianos se reconocían unos a otros diciendo “Jesús es el Señor”. Es verdad que para nosotros la palabra “Señor” no significa ahora prácticamente nada. Podemos decir “el señor Francisco” para referirnos al barrendero o al jardinero; es más, incluso si queremos subrayar un poquito más, enseguida ponemos un “don” en lugar de “señor”. Pero en los primeros siglos cristianos, la palabra “señor” –“Kyrios” en griego- se usaba para los emperadores y, por lo tanto, era todo menos ingenuo. Nosotros hoy cuando decimos “Señor”, incluso cuando hablamos de Jesucristo, no le damos ningún peso específico a la palabra “Señor”, no tiene ningún dramatismo especial. Pero decir “Jesús es el Kyrios” os aseguro que podía crearle a uno problemas en el trabajo, problemas en la vida, terminar trabajando en unas minas desterrado o costarle el cuello. Por lo tanto, era todo menos ingenuo decir “Jesús es el Señor”. Lo mismo que poner la cruz en una corona de laurel o el nombre de Jesús en el lábaro, el signo de Cristo, el nombre de Cristo. La corona de laurel se usaba para los generales vencedores en la batalla, para un vencedor en unas olimpiadas en una competición del estadio o para el emperador. Siempre el Senātus Populusque Rōmānus (SPQR) estaba rodeado de una corona de laurel. Poner el nombre de Cristo en la corona de laurel tampoco era ingenuo; ni ingenuo ni inocente desde el punto de vista político. Significaba que para nosotros nuestro verdadero rey, el verdadero Señor de nuestras vidas es Jesucristo. Dios mío, yo Le pido al Señor que eso sea verdad en mi vida.
Yo quisiera explicaros un par de cositas en relación a ese “Jesús es el Señor”, que me parece pueden seros útiles y ayudarnos a reconocer más lo que es el corazón mismo de la fe cristiana. Qué es esa confesión de que “Jesús es el Señor”. Fijaos que San Pablo dice en algún momento “nadie puede decir ‘Jesús es el Señor’ si no es en el Espíritu Santo”. Si uno necesita el Espíritu Santo para reconocer a Jesús como Señor es que eso tiene que ser algo muy grande. Uno necesita, de alguna manera, participar de la vida divina para reconocer a Jesús como Señor.
¿Qué cosas quiero yo subrayar hoy? Jesucristo es el Señor y Rey de la Creación. En la Segunda Lectura de hoy está expresado con toda claridad: “Todo ha sido creado por Él y para Él”. La Creación es como un desbordarse del Dios que es Amor, que le entrega toda Su Vida al Hijo, y por lo tanto el Hijo es igual que el Padre porque recibe toda la vida del Padre (menos el hecho de que el Padre no la ha recibido de nadie. El Hijo la recibe toda); pero Dios es tan desbordante de Amor que la Creación brota, pero la Creación sólo puede ser en ese sentido como una participación en la Vida del Hijo, como una especie de filiación divina, de participación en la Vida de Dios recibida. Eso es lo que somos. Pero fijaros, “todo ha sido creado por Él y para Él”. Todo ha sido creado por Cristo y para Cristo. Hay iconos preciosos en el mundo bizantino donde se ve a Cristo creando las estrellas. En la catedral de Chartres, en una de las columnas centrales del pórtico de la catedral, aparece Cristo creando a Adán, configurando la figura de Adán.
La idea de que nosotros pensamos que Dios creador es el Dios abstracto. Repito, un Dios que se parece más al Dios de los deístas y de algunos filósofos y de la masonería, pero que no es el Dios cristiano. La Creación es obra del Dios Trino, del Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero es, particularmente, una participación en el Ser de Cristo; Cristo es su origen y su meta, y en el ser humano se nota más que nada porque nosotros estamos hechos para el infinito, estamos hechos para Dios. Cuando se dice que “estamos hechos para Dios”, estamos hechos para ser hijos en el Hijo. Pero la frase de la Carta a los Colosenses, en el texto que hemos leído, dice una cosa más: “Todo se mantiene en Él”. A mi no me gusta del todo la traducción. Me gustaba más la que había antes: “Todo tiene en Él su consistencia”. Es más fuerte. No es que todo se mantenga porque Cristo quiere que nos mantengamos. Es que estamos hechos de Cristo; es que la Creación, las estrellas, las montañas, la nieve, las nubes, los animales, los ríos, la energía que mueve el universo y luego nuestras vidas, nuestros corazones… estamos hechos de Cristo. Estamos hechos por Él y para Él, para participar de Su Vida, para adquirir una filiación divina que será por gracia de Dios, por el don del Espíritu Santo que Cristo nos da. Pero es para participar de la vida divina y para participar como hijos, hijos por adopción, porque ninguno tenemos derecho a ser hijos de Dios o a vivir como hijos de Dios o a heredar la herencia de la vida inmortal de Dios, pero por gracia hemos sido llamados a ser hijos de Dios. Y lo somos, como dice San Juan: “Qué amor nos ha tenido el Padre que no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”, porque tenemos la vida divina en nosotros y cuando comulguemos, estaremos recibiendo el Cuerpo de Cristo que nos une a Él y renueva esa filiación divina constantemente.
Estamos hechos para Ti, Señor. Y Tú eres nuestro Señor por derecho de conquista. Una conquista muy rara, muy particular, porque los capitanes y generales conquistan las cosas a base de destruir al ejército enemigo. Aquí, el ejército enemigo era Satán y, sí, lo has destruido, pero lo has destruido sometiéndote a la muerte. Es decir, es un rey que vence dando la vida. Es una autoridad que gana no mandando, sino entregándose. Es un dominio que se obtiene justamente amando hasta la muerte y amando sin límites, hasta dar la vida por entero. Tú nos entregas tu Espíritu porque nos has entregado tu vida. Es una victoria que rompe los esquemas del mundo, que funciona de otra manera. Es una realeza que te hace Señor de señores y Rey de reyes. “Rey de reyes” era la denominación que tenía el emperador de Persia y los cristianos de oriente llamaban al Señor “Rey de reyes”. Y la mitra, ese gorro del que le cuelgan dos cosas que llevamos los obispos y que nos lo ponemos en la liturgia cuando estamos representando a Cristo, es la corona, es el turbante –la taga, decían los cristianos de oriente- que llevaba el emperador de Persia, el rey de reyes. Era un turbante lleno de piedras preciosas y por eso le cuelgan las dos cintas finales del turbante, y cuando el obispo está representando a Cristo se lo pone, porque Cristo es el Rey de reyes.
Multitud de cristianos en la antigüedad. El primer obispo de Seleucia Ctesifonte, que era la capital del imperio persa, le pidió el rey de Persia que lo adorase, porque no sólo los emperadores romanos, también los emperadores persas siempre han pensado que tienen derecho a la adoración de sus súbditos, y aquel obispo le dijo “mire, yo ya tengo un Rey de reyes, que es el Rey del cielo y de la tierra y no puedo postrarme ante ningún hombre”, y le cortaron la cabeza. Así de sencillo. Y así han muerto, por reconocer la realeza de Cristo. También en periodos más recientes: cuántos mártires han muerto diciendo “¡viva Cristo Rey!”. De nuevo, la afirmación “¡viva Cristo Rey!” no era inocente en esos momentos. Yo sólo quiero subrayar ahí que dar la vida por Cristo es ganarla, porque Cristo es Señor y Rey de la Creación, el alfa y el omega, y nadie pierde nada por servir a Cristo, al contrario, lo perdemos todo cuando servimos a ídolos o a señores de este mundo que ni nos dan la felicidad ni nos pueden dar la vida eterna. Cristo no sólo sacia y sosiega los deseos de nuestro corazón, sino que nos abre al horizonte de la vida eterna, que es nuestra promesa, pero no sólo una promesa para después de muertos… si es que cuando vivimos de la vida cristiana ya participamos aquí de la vida eterna. Hay un amor que sólo nace de Cristo. Hay un afecto, un modo de entregar la vida que sólo nace de Cristo. Termino con esto esta primera reflexión.
La segunda. Como el Acontecimiento de Cristo es un Acontecimiento que afecto al hombre en cuanto hombre, porque es que Cristo ha vencido a la muerte y al pecado, y eso es un hecho. No es una creencia. Es un Acontecimiento, del cual brota un pueblo que no se explica si ese Acontecimiento no ha sido verdadero, a pesar de todos nuestros pecados y nuestras mediocridades y nuestras torpezas. El cristianismo no entra en conflicto con ninguna cultura. Porque si Cristo ha vencido a la muerte; si Cristo ha resucitado, ¿qué tiene que ver eso con que yo sea budista o sintoísta…? Tiene que ver que lo que haya de bueno en mi cultura ese Acontecimiento de Cristo lo ilumina y lo protege. Los Padres de la Iglesia vivían en un mundo muy culto, que era el mundo del helenismo, y criticaron cosas del helenismo: había sacrificios humanos a veces, había cultos extraordinariamente destructivos del ser humano, y lo criticaban; pero salvaron siempre todo lo que había de bueno en la religión helénica. Hablaban de semillas del Verbo. El mundo no cristiano está lleno de semillas del Verbo, que un cristiano de verdad puede reconocer siempre. Lo digo por el escándalo que se promovió cuando el Santo Padre ha colocado unos tótems amazónicos con motivo del sínodo del Amazonas en el Vaticano, y la gente dice “esas cosas son paganas”. Pero si las religiones amazónicas, por muy primitivas que sean…, por ejemplo, tienen por ejemplo un sentido de la familia que ya quisiera yo que tuviéramos los cristianos; tienen un sentido de que el matrimonio es algo sagrado, absolutamente sagrado, que hemos perdido nosotros por completo. Eso son semillas de verdad, que nosotros podemos reconocer. Ahora, el Papa ha estado estos días en Tailandia y se ha encontrado con budistas. Claro que en el budismo hay muchísimas cosas de las que nosotros podemos aprender y enriquecernos, y el cristianismo no está en conflicto, en principio, con las tradiciones religiosas de ningún pueblo, porque lo único que afirmamos nosotros, como decía aquel gobernador de Cesarea cuando se encontró con San Pablo, que decía, “si es que no entiendo por qué los judíos y éste se pelean, porque toda la disputa que tienen entre sí no son como las que yo me imaginaba, que suele haber entre los hombres, sino que todo es acerca de un tal Jesús, ya muerto, que Pablo está empeñado en que está vivo”. Pues, esa es nuestra fe, esa es nuestra religión: que Cristo esta vivo. No hace mucho, una mujer japonesa me decía “es que nosotros no somos nada religiosos”. Le dije, “mentira”. Y me dice: “Sí, pero nosotros no tenemos una religión así, ni una jerarquía, ni creemos en un Dios así”. Y le contesté: “Sí, pero vosotros veis en las cosas son más de lo que parecen” y eso también nosotros lo hemos perdido, y sería bueno que lo aprendiéramos de nuevo. ¿Por qué? Porque Cristo ha creado todo por Él y para Él, y todo tiene en Él su consistencia. Entonces, en una piedra, hay algo más que la piedra, está el amor de Cristo. En un árbol, en una planta, en una flor, hay algo más que el árbol, la planta, la flor: está el amor de Cristo. En un animal hay más, hay algo de la vida divina, que puede moverse, que tiene un cierto margencillo de razón y de libertad, y en el ser humano está la imagen y la semejanza de Dios, que es de Cristo y es para Cristo.
Dios mío, somos algo más que nervios, músculos, huesos, pulsiones químicas… mucho más, infinitamente más. Y eso algunas religiones no cristianas saben reconocerlo, y nosotros que somos cristianos y que comulgamos y que rezamos, a veces lo hemos perdido por entero. Lo digo eso para que si tenéis amigos que no son cristianos, que no tienen a lo mejor ninguna religión… pero en todo ser humano hay alguna semilla, aunque sólo sea el deseo de ser felices. El deseo de ser felices, el llanto por un ser querido que has perdido, la alegría de un niño que nace, la sonrisa… Somos más de lo que somos, infinitamente más de lo que somos, porque Tú, Señor, has creado todo y lo has creado para Ti, y a nosotros nos has creado para participar de Tu Vida, y hay en nosotros algo que reclama la Vida divina, que anhela la Vida divina, que hecha en falta, que tiene nostalgia de algo que no hemos visto nunca y que no conocemos, pero esa nostalgia marca nuestra existencia humana.
Vamos a darLe gracias al Señor por habernos creado, por habernos permitido conocer Su Amor infinito y por habernos hecho comprender un poquito, quizá, que se amor no riñe… Ni siquiera riñe con las ideologías. En todas las ideologías hay algo de verdad. Ojalá supiéramos descubrirlo y ponerlo en su lugar. Siempre, siempre, hasta en las más equivocadas. Hay siempre algo de verdad que un cristiano tiene que salvar y poner en su lugar y en su sitio, y puede ponerlas en su sitio y en su sitio porque sólo Cristo es Señor pero Cristo no está peleado con la Creación, no está peleado con nada bueno en la Creación. Al contrario, es la fuente y la plenitud de todo lo que hay de bello, de verdadero y de bueno en todas las cosas creadas. Ojalá nosotros seamos testigos de ese Amor que ama todas las cosas.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
24 de noviembre de 2019
Palabras finales de Mons. Javier Martínez, antes de la bendición final.
En la homilía, a base de afirmar y de querer detenerme en afirmar el sentido de la Realeza de Cristo, de su Presencia, de su Señorío sobre todas las cosas y sobre nuestras vidas, no he mencionado lo suficiente que hay un combate en la Historia. Lo hay en nuestro corazón y lo hay en la Historia. Es evidente. Un combate a veces bien fuerte. Pero, tanto en nuestras vidas como en la Historia, nosotros que conocemos el amor infinito de Jesucristo, tenemos la certeza, la esperanza cierta que no defrauda, de que la victoria es del amor del Señor. Estad seguros de ello, no lo dudéis jamás. Quiera el Señor concedernos esa gracia.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I Catedral de Granada
24 de noviembre de 2019