Un pueblo de santos

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Misa en la Solemnidad de Todos los Santos, celebrada en la Catedral.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;

queridos sacerdotes concelebrantes;

queridos hermanos y amigos:

No en las misas de todos los domingos cantamos el Gloria. Normalmente, lo rezamos. Pero es que hoy es una fiesta muy grande y, entonces, hemos sentido que era bueno cantarlo (…). Lo que quiero subrayaros es que la fiesta de hoy es una fiesta muy grande, muy, muy grande. Y lo primero que tendría que deciros es felicidades, porque es vuestra fiesta; la de todos nosotros, la de toda la Iglesia.

En el Catecismo, la Iglesia suele distinguirse tres grupos: la Iglesia triunfante, la Iglesia militante y la Iglesia purgante, que es la Iglesia de los que ya participan de la Gloria del Señor y del Triunfo de Jesucristo. “Vencedores” llamaba a los mártires el Libro del Apocalipsis. “La victoria es de nuestro Dios”, es lo primero que dicen. Y “vencedores” es el nombre que la Iglesia más antigua daba a los mártires: son los vencedores, los “atletas” que han vencido en el combate. Esa es la Iglesia triunfante. Luego estamos nosotros, que es la Iglesia que vive entre los combates, las fatigas, las luchas de este mundo. Y la Iglesia purgante, que es la Iglesia que viviría, según la doctrina tradicional cristiana, en ese periodo en el que uno pertenece al Señor, pero tiene que purificarse de alguna manera -uno ya ha fallecido, pero tiene que purificarse de alguna manera de los pecados-: el purgatorio. No está dicho, en cambio, en la enseñanza de la Iglesia en ningún lugar que el purgatorio sea un tiempo de años. Imaginaros un matrimonio profundamente enamorado, donde el marido o la mujer, por un ataque de ira en cualquier momento determinado porque ha tenido una bronca en el lugar de trabajo por cualquier cosa, uno de los dos le da una muy mala contestación al otro o le dice algo que es profundamente hiriente, y se marcha corriendo enfadado y disgustado, o enfadada y disgustada, pega el portazo… La vez siguiente que se encuentran, precisamente porque se quieren mucho, uno siente una vergüenza terrible; y si tiene valor para pedir perdón, esa vergüenza puede oxigenarse, pero si no lo tiene, porque es tímido o porque es muy orgulloso, o porque necesita un tiempo para que se le pase porque es muy secundario en sus reacciones (secundario o secundaria, que aquí puede suceder de cualquier lado), en un solo momento, puede haber una vergüenza horrible que es mucho más dolorosa que la misma ofensa que se ha hecho. Entended el purgatorio así.

Entended que uno se encuentra con el Amor infinito de Dios y uno se da cuenta de la pobreza inmensa que tiene, y no hace falta tiempo, no hace falta lugar. Hace falta, simplemente, tener un corazón, para que este corazón sufra de una manera que no hace perder las esperanza, porque tiene delante la Gloria de Dios. Y esa Gloria de Dios uno la desea y la ama. Y para ir al infierno hay que querer ir. Por eso, nuestro destino será para todos el Cielo y el purgatorio. Al infierno sólo va quien se empeña en ir. Esa es la Doctrina católica. No que no hay infierno. La peor consecuencia de pensar que no hay infierno es pensar que no somos libres. Pero si somos libres, y lo somos también gracias a que hemos conocido a Jesucristo, que es Quien nos ha descubierto lo que significa ser verdaderamente libres, resulta que tiene que haber infierno porque le puedo decir al Señor “no me da la gana”. Que es muy difícil decirle a un amor “no me da la gana”, pero en la vida lo decimos con frecuencia. Es verdad que nuestros amores son tan pequeñitos al lado del amor de Dios que será muy difícil. Nosotros esperamos que nadie, que nadie le haya dicho a Dios delante de la Gloria infinita del amor de Dios, de la belleza infinita del amor de Dios, “no me da la gana”. Pero el hombre lo puede decir. Sabemos el hombre que lo puede decir. Y por eso hay un infierno, aunque tengamos la obligación de esperar que esté vacío.

Celebramos hoy la fiesta de Todos los Santos, de toda la Iglesia. También en el cristianismo primitivo cuando se hablaba de la Iglesia se le llamaba como he llamado yo “el Pueblo Santo de Dios”. Y San Pablo se dirigía a la Iglesia diciendo: “Vosotros, los santos que habitáis en Filipo”. Y una de las notas de la Iglesia, las cuatro notas que mantiene la Tradición cristiana y el Catecismo son: la Iglesia es una (no hay cuatro Iglesias, Iglesias oficiales o privadas, no hay Iglesias nacionales), la Iglesia es Jesucristo, un Pueblo hecho de todas las naciones, razas, pueblos de la tierra, es el pueblo de Pentecostés. Hay una Iglesia en España, como hay una Iglesia en Chile, como hay una Iglesia en Dinamarca o en Islandia o en Vietnam, pero no hay más que una Iglesia. Esa Iglesia es “una, santa, católica y apostólica”. Y somos santos. Cuando San Pablo decía “escribo a los santos de Filipo”, ¿es que en Filipo no había pecadores? No. La Iglesia es santa no porque los miembros que la componen seamos santos como nosotros lo entendemos después del siglo XVI o del Renacimiento para acá, que son personas con unas cualidades admirables a los que la Iglesia canoniza después, ¿no? Pero son cualidades humanas, aunque sean cualidades sobrenaturales, de una caridad esplendorosa. No, la Iglesia es santa porque el Santo mora en ella. Sólo uno es Santo, le dijo Jesús al joven que se acercó a preguntarle. Pero el Santo habita en nosotros. Jesucristo está en nosotros, sino, ¿qué hacéis aquí?, ¿para qué habéis venido? Porque el Señor viene a nosotros, viene a nuestro altar, sino, ¿qué hago yo el primero? ¿Venimos aquí para ejercer un acto de la virtud de la piedad y pedirLe al Señor por nuestras necesidades? Venimos también por eso, porque el Amor de Dios y la Misericordia de Dios no excluye nada. Pero no venimos a eso. Venimos a recibir a Jesucristo, que nos prometió “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. La Iglesia es Santa porque Jesucristo no la abandonará nunca. Y hoy celebramos esa santidad; esa santidad de la Iglesia, también de los santos y mañana el día de los difuntos.

Una profesora de inglés de Secundaria, que le gustaba mucho el mundo celta, me explicaba ayer de dónde había nacido la historia del Halloween. Y la historia del Halloween nace (y no me voy a detener porque me faltan muchos detalles y seguro que sería mucho más largo y más bonito) del Padrenuestro en inglés. El Padrenuestro en inglés tiene una frase que es “Hallowed be Thy Name”, “Santificado sea Tu Nombre”, y eso no nos suena directamente a Halloween, pero se celebraba en estos días el fin de año en el mundo celta. Y al final de año se pedía por toda la Iglesia: por los santos de arriba, por el pueblo de santos y por los difuntos. Y de ahí nace el nombre de Halloween deformado, evidentemente, y que se transformó cuando celtas irlandeses se trasladaron al continente americano, y empezó una cosa que un filósofo, un pensador -teólogo y filósofo a la vez- contemporáneo llama “el enamoramiento del hombre contemporáneo con la muerte”. El hombre contemporáneo, que ha perdido el horizonte del Cielo y no es capaz de amar el Cielo porque no es capaz de imaginarlo, como decía otro pensador ateo alemán, que en el año 2001 recibió un premio, Jürgen Habermas, dijo: “No sabemos lo que nos hemos perdido en nuestro mundo contemporáneo por ya no ser capaces de imaginarnos siquiera lo que significa que el hombre es imagen de Dios”. Hemos perdido el amor al Cielo y perdido la conciencia de que somos imagen de Dios, al hombre sólo le queda un amor absoluto y ese amor absoluto es la muerte, y es un rasgo de la cultura contemporánea. Y se ponía muy de manifiesto ayer por la calle en muchas cosas. Es decir, nadie que tenga una esperanza en el Cielo (conscientemente ¿eh?, muchas de las personas que se disfrazan se disfrazan jugando, puede no tener más trascendencia, pero lo que hay detrás de ello es una imposibilidad), nadie que ame de verdad el Cielo y que sepa que el hombre es imagen de Dios sabe que el rostro humano es lo más bello que hay sobre la tierra. ¡No hay nada comparable! Ni las obras de Fidias en la escultura griega o de Praxíteles, ni las pinturas de Rafael o de Miguel Ángel. No hay nada tan bello como un rostro humano. ¿Por qué va a haber que pintarlo como un rostro cadavérico, de zombie? ¿Por qué destrozar la belleza? Sólo porque, en el fondo, no hay ninguna esperanza de nada y hay un amor a la muerte oculto, venenoso, que pudre nuestra vida social, que pudre nuestra vida personal en muchos casos, que nos despoja del regalo más grande que Jesucristo nos ha hecho que es nuestra esperanza, nuestro gusto por la vida y nuestro amor al ser humano, imagen de Dios redimida por Cristo y hecha parte de un pueblo de santos.

La fiesta de hoy es una fiesta preciosa y es una fiesta de alegría para quienes tenemos fe. De alegría y de amor mutuo, y del gozo de sabernos hijos de la Iglesia, miembros del Cuerpo de Cristo. “Ser cristiano -decía el Papa Benedicto XVI- no es tener unas creencias, no es ni siquiera tener unos principios morales, es saberse encontrado con Cristo”. ¿Pero dónde se encuentra uno con Cristo? Siempre las personas nos encontramos a través del cuerpo, nos conocemos, nos vemos, nos oímos, nos tocamos a través del cuerpo. No hay otra manera de encontrarse los seres humanos que a través de los sentidos, y los sentidos son realidades corporales, realidades carnales. ¿Cómo conocemos a Cristo? ¿Cómo nos encontramos a Cristo? Nos encontramos a Cristo en su Cuerpo que es la Iglesia. Lo más grande que la Iglesia es, es la Esposa de Cristo, en la que se cumple la ley original del matrimonio; y en realidad, en la única que se cumple porque el amor de Cristo es infinito, definitivo, eterno, total y fiel hasta la eternidad. Y porque nosotros, todos pecadores, todos miserables, somos ese Cuerpo. Por eso somos un pueblo de santos, una multitud enorme que nadie podía contar, pero un pueblo de santos. Sentiros gozosos, agradecidos de formar parte de este pueblo. Yo Le pido al Señor que podáis experimentar la misma gratitud y la misma alegría que sentí yo por la historia de haberme criado y de haberme hecho nacer en un pueblo cristiano, o por la historia de personas que he vivido y que han encontrado a Jesucristo y se les ha cambiado y se les ha iluminado la vida al descubrir que son imagen de Dios, amados por un amor infinito por Jesucristo y destinados al Cielo, a la vida eterna, a Dios. Él es nuestro origen y Él es nuestra meta: vivir para siempre en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Mis queridos hermanos, éste es el sentido hondo de la fiesta de hoy, nada que ver con los cadáveres pintados que dan mucha ternura, porque no saben, claro, qué le vamos a hacer… pero da mucha tristeza, también. Nosotros no estamos hechos para la tristeza. Estamos hechos para la acción de gracias y para la alegría, porque estamos hechos para el Cielo, y ese Cielo viene a nosotros cada vez que celebramos la Eucaristía.

Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

1 de noviembre de 2019

S.I Catedral de Granada

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