“Un padre es el que sabe dar razones para la esperanza”

Homilía en la Misa del VII día del Septenario al Santísimo Cristo de la Salud, en Santa Fe, el 19 de marzo de 2021, y festividad de San José, Esposo de la Virgen María y Patrono de la Iglesia Universal.

Muy querida familia, han sido unos días preciosos y terminamos en esta Eucaristía con este Septenario;

querido D. Eduardo;

querido Sr. Alcalde y Ayuntamiento;

queridos hermanos:

Estamos unidos en el Señor, que ha hecho de nosotros un pueblo, una familia. Y cuando digo un pueblo, no me refiero al municipio; me refiero a que formamos parte de este pueblo singular que se llama Iglesia: un pueblo hecho de todas las naciones. Nos ha hecho una familia, porque nos ha ayudado a reconocer que somos hijos de Dios y nos ha hecho miembros del mismo Cuerpo de Cristo, del mismo Cristo que hemos venerado todos estos días. Que veneráis todo el año, pero que hemos venerado estos días de una manera especial: el Cristo de la Salud.

Hemos visto también que esa salud no consiste meramente en la salud física, sino que implica justamente esa pertenencia, esa comunión, el amor que hace que la vida merezca la pena ser vivida. Lo único casi he tratado de deciros estos días y hoy celebramos San José. Se me agolpan las cosas que yo quisiera deciros sobre San José. Voy a decir una y luego otra, en relación con el Cristo de la Salud y nuestra vida. Porque Cristo no ha derramado Su Sangre, para que veneremos Su Imagen. Ha derramado Su Sangre –os lo decía el primer día-, para que nosotros podamos vivir contentos, vivir agradecidos, vivir en la “gloriosa libertad de los hijos de Dios” (por usar una frase de San Pablo). Ser hijos libres de Dios destinados a la vida eterna, por lo tanto, con una dignidad y una grandeza incomparables para cada uno.

Sobre San José, yo tengo un amigo que hace año le oí decir que la paternidad no consiste en engendrar (engendrar lo hacen todas las especies animales, no tiene nada de particular). Que un padre es el que sabe dar razones para la esperanza. El que sabe transmitir a su hijo razones para la esperanza. No se refería de una manera singular al padre varón, se refería a la paternidad, a los padres en general. La misión principal de los padres no es meramente engendrar y luego cuidar de ese cuerpo, sino dar razones que justifiquen las fatigas que lleva consigo vivir. Cuando digo fatigas, digo fatigas de la vida cotidiana, las fatigas de nuestras relaciones humanas, pero también las fatigas más extraordinarias como cuando, por ejemplo, tiembla la tierra.

El otro día nos recordaba el Salmo que el Señor está con nosotros y por eso no tememos aunque tiemble la tierra, y decíamos que estábamos hablando de algo que no es una frase bonita, sino que habéis vivido de una manera singular en Santa Fe, en Atarfe, en estos pueblos, en Granada también. Darnos cuenta de la fragilidad de nuestro ser, de nuestras vidas, y de nuestra impotencia ante ciertos fenómenos, que desbordan con mucho nuestras capacidad de control y de dominio de las cosas, da razones para la esperanza.

Nosotros estamos acostumbrados porque vivimos en una mundo en el que educan fundamentalmente las madres y son las que se ocupan de la educación, y luego cuando los niños van al colegio suele ser también maestras, en primer lugar, las que continúan la educación de los niños en los colegios. En el mundo de Jesús no era así. No quiero para nada rebajar el papel, una madre educa por el hecho de ser madre y por tener a su hijo al lado, y educa de manera espontánea sin necesidad de proponerse educar. Pero lo que era la educación propiamente dicha, y habla ahí de Jesús con doce años (pero a esa edad un niño judío entraba en la comunidad de los adultos, la mayoría de edad no existía en aquel momento pero es verdad que entraba… sigue habiendo una ceremonia a los doce años para los niños judíos donde entran, pueden entrar, en la escuela rabínica, empezar sus estudios y formación superior en el conocimiento de la Ley. Y la educación, el aprender a leer, la escritura, cantar los Salmos, en la medida en que eso se hacía en la casa, lo hacía el padre. La educación era cosa de maestros, de los rabinos).

Un indicio de la educación que San José, a pesar de que se asustarán porque se quedara en Jerusalén y lo tuvieran que buscar durante tres días, pero la educación que Jesús había recibido tuvo que aprender a leer como la Virgen tuvo que enseñar a lavarse, a comer, a rezar antes y después de comer, a leer. Se aprendía a leer leyendo la Escritura, leyendo los libros de Moisés y los profetas. Fijaros, aquella educación era tan fina que a un niño de doce años que vacilaba en la cita de un profeta le decían que tenía que volver a la escuela elemental. No había libros entonces, se aprendía (no había periódicos, televisión, ni Netflix), los muchachos su referencia en la vida era la Escritura. Su historia era la Escritura. Su conocimiento del mundo y de la vida humana era la Escritura.

No era una mala referencia, os lo aseguro. Pero en todo caso, José lo tuvo que hacer muy bien, porque el Hijo de Dios en su humanidad como Dios, pero Él se había hecho hombre con todas las de la ley, por eso digo que la Virgen tuvo en enseñarle a lavarse (…) le enseñaría en algún momento “no llores”, “por esto no se llora”. José le había enseñado bien al muchacho, de saber que el Padre de verdad es siempre Dios.

La relaciones biológicas son importantes, son decisivas. Sin nuestro padre y nuestra madre biológicos nadie existiríamos. Pero hay otras relaciones, otras formas de paternidad y de maternidad que no son biológicas y que pueden ser tan importantes, a veces, como ayuda, como complemento. Yo, que he nacido en una familia de emigrantes, muy humildes, que con diecisiete años emigraron a Madrid porque en las montañas de Asturias no había modo de vivir para los hermanos que no eran el hermano mayor. Con diecisiete años mi madre emigró a Madrid a servir. Y mi padre, que era de una zona de minas de carbón, pues a trabajar en una carbonería a repartir carbón por las casas para las cocinas. Se conocieron en Madrid y se casaron, pero de una familia humilde. Soy consciente del papel que han tenido en mi vida algunos maestros: un cura que había en la parroquia a la que yo fui, no con muchos años, 8 ó 9 años. Mis padres tenían fe, pero ninguno de los dos era un beato. Mi madre tenía una relación muy estrecha con el Señor, pero no le gustaba predicarnos ni nada, simplemente le daba muchas gracias a Dios por todo, por cómo nos cuidaba en la vida. Yo sé que mi padre tenía fe, pero como a tantos hombres de nuestra sociedad más tradicional le costaba muchísimo expresarla, no la expresaba. Pero tampoco expresaba el cariño. Sólo se mataba por su mujer y por sus hijos. Se mataba a trabajar. Y luego, como tantas familias en España que levantaron, de muchos modos, la economía y la vida social española, a base de trabajo y de dedicación. Y era su manera de decirnos que nos quería. Y no era una mala manera tampoco, porque no todo el que dice “Señor” ni todo el que te dice “te quiero” te quiere de verdad. Es fácil decirlo, lo difícil es mostrarlo en la vida y probarlo.

Pero yo sé que mis padres jamás me hubiera podido… me educó más el sacerdote de aquella parroquia a la que yo fui. No fui buscando un retiro, no fui buscando al Señor, no fui buscando un septenario o tener cariño a la Virgen de una manera especial. Yo fui buscando jugar al fútbol, porque en aquella parroquia había un futbolín. Y al lado de mi casa había otro futbolín, pero estaba en una taberna, y allí no me dejaban mis padres entrar, porque era un futbolín en el que para jugar había que pagar. Cuando me enteré de que en la parroquia había un futbolín, me fui corriendo a la parroquia, mis padres no pusieron ninguna pega y encantados. El sacerdote que había allí era muy normal, muy cercano, nos acompañaba, jugaba al futbolín con nosotros también, de vez en cuando nos llevaba a ver el Museo del Prado, a dar un paseo por la Casa de Campo, otras veces nos enseñó a ayudar en Misa, nos hicimos monaguillos aquella panda de chiquillos. Un día apareció por allí un seminarista y me enteré yo de lo que era un seminario y un seminarista, y yo dije en mi casa “yo voy a ser como D. Esteban, yo voy a ser cura”. Mi padre dijo que ni se me ocurriera. Creo que eso me fortaleció mucho. Hasta hice una huelga de hambre en casa un día, pero mi padre me volvió a sacar el planto delante, “hasta que te lo comas, tú verás”. Terminaron hablando mis padres con D. Esteban y accedió mi padre a que me fuera al seminario. A los dos meses estaba allí feliz, jugando a todas horas, estudiando, teniendo muchos amigos. Me vio feliz y los padres que tienen un olfato especial para saber cuándo sus hijos son felices, pues… Luego, ha habido muchas personas a lo largo de mi vida a las que yo puedo llamar padres. El Superior que había en el seminario, de hecho los llamábamos “los chivos”, una panda de chivos que todos tenemos mi edad más o menos. Pero cuando nos referimos a él, ya falleció, nos referimos a “el padre”, siempre. Era el padre espiritual del seminario, pero supo acompañarnos. Quiero decir, yo hay alguna chica a la que he ayudado a que sirviera de sí de instrumento para que Dios la sacara de un problema muy importante que tenía de anorexia y fui instrumento sin quererlo de que se encontrara ella y su marido, quien hoy es su marido. Bueno pues, esa niña, a la que yo pude ayudar hace muchos años, tenía dieciséis años, pues cada vez que tiene un niño (parece que tiene ya cinco o seis) me dice “ha vuelto usted a tener un ‘nieto’”. Es reconocer, diríamos, como una paternidad muy grande (…)

Hay un refrán africano que dice que “hace falta una tribu entera para educar a un niño”. A mi me parece que ese refrán está lleno de sabiduría. Hace falta verdaderamente una comunidad de personas. La Gracia de Dios está en que esas personas se lleven bien, en que puedan reconocer el afecto, el amor bueno y sano, que uno pueda crecer agradecido, contento, disfrutando, aprendiendo a disfrutar de la vida, porque si Cristo ha derramado Su Sangre –y lo vuelvo a repetir-, es para que nosotros podamos tener gusto por la vida. Tener afecto a la vida y a las personas, y al trabajo y a las cosas. Poder vivir la vida con gusto.

Ese es el milagro más cotidiano y más grande. Antes de pasar a ese milagro, una palabra más sobre San José: Patrono de la Iglesia. Pues, claro. Padre en cierto modo de la Iglesia. Pero que es bueno que la Virgen, su maternidad, sea de alguna forma divina, y la paternidad de San José no sea verdadera paternidad, para poner de manifiesto que hay algo más importante y más definitivo en nuestra vida que la misma paternidad y maternidad biológica. Y eso tiene que ver con nuestra relación con Dios y el modo de relacionarnos unos con otros que esa relación hace posible. Porque a la luz del Dios que hemos conocido en Jesucristo, del Dios que es Amor, el secreto de la vida es, a todos los niveles, desde el afecto en el matrimonio y en la familia, y el amor esponsal; hasta el afecto entre los compañeros de trabajo, o el afecto y la lealtad entre los compañeros de trabajo, hasta la amistad en todas sus formas; hasta el “amor social”. Eso que san Juan Pablo II llamaba el “amor social”, que decía que era la virtud fundamental de los políticos. Es decir, cuando hay un afecto y un gusto por la vida que al final sólo nace del Señor. Cuando eso lo tenemos, no es que la vida esté libre de problemas, no es que uno no tenga accidentes o no tenga enfermedades, o no envejezca, no, pero es que todo eso se vive de otra manera. Hasta el mismo afrontar la la muerte. Se afronta de otra manera.

Las circunstancias han hecho que en este último año vivamos tantas muertes, tan inhumanas, que a uno le da corte, como si le cortaran la sangre de algún modo, pero eso son circunstancias extraordinarias. Uno ha visto también a las personas hacer frente a la enfermedad y a la muerte con la paz que dona la fe. Y luego, tenemos la seguridad de que, sea como sea, nuestra muerte, sea como sea, la misericordia de Dios no nos abandona nunca. No sé si os habéis fijado, pero en todas las misas pedimos por todos aquellos que han muerto “en Tu Misericordia”. Yo no puedo pensar en nadie que no haya muerto en la Misericordia de Dios. Por lo tanto, esperamos encontrarnos muchas, muchas sorpresas en el Cielo, porque la Misericordia de Dios no se le niega a nadie. La posibilidad de perderse a Dios y que nuestra libertad tiene ese poder, pero, veréis, para ir al infierno, hay que empeñarse en ir. Hay que empeñarse en ir en el momento en que vemos la Gloria de Dios, inmediatamente después de nuestra muerte. Por eso, nosotros esperamos la salvación de todos los hombres. Sabemos, yo sé que puedo negarme, decirLe a Dios “que no me da la gana”, pero espero no decírselo nunca. Y sé que aunque yo se lo dijera, él encontraría artes. Cuántas artes encuentran las madres para que los hijos hagan lo que ellos quieren que hagan, pero para que lo hagan convencidísimos de que son ellos los que lo quiere, y a veces también el marido. Cuántas artes tienen. Pues, Dios mío, nosotros con lo pequeñitos que somos, con lo grande que es el infinito, con el amor infinito de Dios, cómo no va a encontrar recursos para que yo pueda gozar de la belleza de la Gloria. La Gloria es la Belleza, la Belleza inagotable de Su Amor. Y el gozo inagotable de la participación transparente de ese Amor. Por eso, nosotros pedimos siempre por todos los hombres.

Bernanos encargaba misas por la salvación de Judas Iscariote y lo llama “amigo” porque tenía conciencia de que había traicionado al Señor de muchas maneras. Eso es un corazón cristiano. No es muy diferente de lo que hizo una Doctora de la Iglesia de veinte un años -Teresa de Lisieux-, que se enteró de que alguien condenado a muerte no había querido confesarse a finales del siglo XIX y ella se ofreció al Señor a ir al infierno y privarse (era una niña mimada, sensible como ella sola, de estas niñas que si no le prestas atención, sufren un montón, porque tienen esa sensibilidad). Sensible al máximo. Ella quería, en las misiones de la Iglesia, ser el corazón. En el Cuerpo de Cristo, decía: “Yo quiero ser el corazón”. Y en su oración, Le pidió al Señor por aquel hombre que, en la mentalidad de aquella época, había elegido la condenación, ir al infierno y privarse siempre del Señor. Eso es un corazón cristiano.

El Cristo de la Salud. Y un mundo construido sobre esa concepción donde el bien de los demás cuenta más que el mío propio, esa concepción del mundo es la esperanza verdadera, para nuestra sociedad, para nuestras familias, para nuestras parroquias. Que podamos construir un tejido de relaciones humanas así. Y sólo el Señor sabe construirlo. No es que tengamos que hacer muchas cábalas, simplemente acoger Su Gracia, vivir a Su luz, pedir perdón cuando nos equivocamos, cuando metemos la pata y pedirLe que ensanche nuestro corazón, para que en él puedan caber todas las personas que nos encontramos en el camino de la vida; para que las podamos amar como Él nos ama.

Yo os he dicho que aquí hay mucha historia. Es evidente. La misma imagen del Cristo, del Señor de la Salud, es una imagen bellísima de uno de los momentos privilegiados de la historia de nuestro arte. Pero a nosotros no nos bastaría que nos recordaran la historia, algo que pasó hace dos mil años, por mucha que sea la belleza la que nos lo recuerde. Y yo lo que quiero decir es que el Señor de la Salud no es un acontecimiento del pasado, sino que quiere que vivíamos en esa salud que implica la pertenencia, que implica esa vida social jugosa y rica, de alegría y de gratitud, que se hace posible junto al Señor. No es una memoria del pasado. El Señor prometió en el Evangelio: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Esa promesa es cierta. Esa promesa es verdadera. Es verdad, se ha quedado el Señor de varias maneras, que son todas necesarias y se complementan unas a otras, pero algunas son más útiles que otras en este momento.

Una es la Palabra de Dios. En la memoria del testimonio de los apóstoles acerca de Jesús, acerca del Acontecimiento de Jesús, de la muerte y Su triunfo, del don del Espíritu Santo, y en el sentido que Jesús mismo, en Su testimonio dio a Su vida y a Sus palabras, está nuestra esperanza. La Iglesia guarda celosamente esa memoria, en todas las lenguas. Es sorprendente. Investigadores franceses han encontrado huellas del cristianismo en las costas de China, frente al Japón, que era donde acababan las caravanas de la seda que recorrían toda Asia y que llevaron el mensaje cristiano, como lo trajeron a Europa. Exactamente igual. Eran comerciantes cristianos. Su vida llamaba la atención y extendieron el cristianismo en Francia, en España, muy pronto. En el siglo I, ya estaban en el sur de la India, ya estaban en China. La Iglesia, guarda la memoria de la Palabra de Dios. En el Museo de las Estelas de Pekín, hay una estela que tiene el Credo de Nicea, el mismo que rezamos nosotros en todas las Misas; ese mismo Credo lo tiene en arameo (que era la lengua de los cristianos de Siria y Palestina) y en chino, escrita en el siglo IV o V.

Por lo tanto, está la memoria de la Palabra de Dios y su resumen en el Credo. Pero están los Sacramentos. Yo os he dicho estos días que la Misa tiene un sentido nupcial. En realidad, cada Misa es una boda; una boda en la que, en un contexto simbólico, porque la realidad es tan rica que no podría expresarse de otra manera (si queréis, en una realidad sacramental, que lo que significa es que las realidades materiales son portadoras de algo infinitamente más grande, divino); pues, el mismo don que Cristo hizo de Su vida por nosotros, en la cruz, lo renueva, día tras día, para cada uno de nosotros. Lo renueva y lo culmina. Porque en la cruz, Él sólo pudo ofrecerSe al Padre, sino que se siembra en nosotros, Se nos da como alimento, Se une a nosotros con una unión que es inefable, que no existe en este mundo. De la que el matrimonio, la unión de los esposos es un pálido reflejo. El Señor se hace uno con nosotros, de manera que ningún matrimonio en este mundo conseguiría jamás ser uno. Dios se hace uno con nosotros en el Sacramento de la Eucaristía. Esa es la segunda forma. El centro y el culmen de todo es la Eucaristía. Y digo que siempre es una boda. A lo largo de la Misa, hay un montón de cosas que son lenguaje nupcial, sólo que estamos tan acostumbrados a oírlas (…)

Conocemos a Jesucristo. Jesucristo es el esposo verdadero de cualquier matrimonio. El esposo no es más que un sacramento, es decir, una realidad humana, creada, temporal, que nunca podrá satisfacer plenamente el corazón de una mujer. Jamás. No hay esposo en este mundo, el más cariñoso, bueno, fiel, elegante, todas las virtudes que creáis. El corazón de una mujer está hecho para Dios. Pero tampoco hay ninguna mujer que pueda darle al hombre el reconocimiento que necesita. El hombre sólo reconoce; el varón, sólo reconoce la dignidad de su trabajo y de su vida a la luz de la paternidad de Dios.

Mis queridos hermanos, en los Sacramentos se aprende a ser esposo. ¿Qué es lo que hace el esposo por la esposa? Romper su cuerpo y darlo por ella. Se aprende a amar en un lenguaje –repito- simbólico, poético, como queráis llamarlo, pero de una manera real Dios viene a nosotros, se hace uno con nosotros. Para hacer verdad eso que ya decía San Pablo: “Soy yo, pero no soy yo, es Cristo que vive en mí”. La Eucaristía es una boda y todo el Misterio que celebramos en el Cristo de la Salud se nos da y se nos ofrece en la comunión. Se consuma esa Alianza nueva y eterna en cada comunión.

La tercera manera de estar presente Jesús es la comunión de los cristianos. Es decir, el testimonio de amor de los cristianos. El testimonio de amor entre nosotros, y el testimonio de que nosotros como grupo, como comunidad, amamos a las personas que más lo necesiten. Cualquiera, desde una mujer abandonada, o viuda, desde una persona que se ha quedado sin trabajo y tiene necesidad. Eso tiene que ser como nuestro sello de marca: el amor entre nosotros. Y es la forma en que las otras dos formas de Presencia de Cristo se traducen. Y si no se traducen en esta última forma, del amor entre los hermanos, del amor a todos los hombres, expresado de maneras concretas, humildes, porque no tenemos nosotros ni poder, ni capacidad, para resolver todos los problemas humanos que encontramos alrededor; pero sí que tenemos un corazón que desea, hasta cuando no puedes ayudar, no puedes resolver (…)

(…)

No sirve mentir. No sirve el decir “te puedo curar”. Lo que sirve es acompañarle, estar a su lado, poder decirle “no estás solo, Dios te quiere y nosotros también, estaremos a tu lado, y nos veremos después”. Tenemos que cuidar esta tercera forma. Hablar del Cristo de la Salud para muchas personas que hoy no tienen fe (habéis oído hablar que estamos en una cultura, sociedad “post cristiana”), nos oyen hablar del Señor, de Cristo, y pueden sentir que es un residuo folclórico del pasado, de personas que somos unos románticos, que añoramos ciertos momentos históricos del pasado. No. Pero lo que puede hacer significativas nuestras vidas y nuestra presencia es la tercera forma.

Que seamos testimonio de amor y de alegría, que es un bien más caro y más difícil de alcanzar que el oro. La alegría verdadera, no la que se fabrica con cerveza. Se fabrica alegría, hay muchas otras maneras de fabricarla. Pero una alegría que brota del corazón, que es capaz de hacer frente con alegría a las circunstancias difíciles de la vida, esa alegría da testimonio de que Cristo vive y de que Cristo es para hombres y para mujeres, para jóvenes, para niños, la esperanza del mundo, la verdadera esperanza de un mundo nuevo.

Eso es lo que Le pedimos hoy a nuestro Señor. Y Le damos gracias por haber conocido a Cristo. Claro, que se las damos. Y sólo Le pedimos que lo podamos vivir en plenitud, para que nuestra alegría sea desbordante, y para que podamos vivir en esa alegría todos los días de nuestra vida. No os digo que las dos primeras formas de estar presente el Señor -la Palabra de Dios o los Sacramentos- sean menos importantes. Lo que digo es que el mundo no las entiende y que sólo se acercarán al Señor a través de la tercera forma, porque la otra hace falta ser cristiano para poder acercarse, nada más. Pero a lo mejor, para conservar ese amor, necesitamos alimentarnos en la Eucaristía, necesitamos rezar con la Palabra de Dios, claro que sí.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

19 de marzo de 2021
Ermita del Cristo de la Salud, en Santa Fe
VII día del Septenario al Cristo de la Salud, en Santa Fe

Escuchar homilía

Contenido relacionado

Enlaces de interés