“Tú, Señor, eres nuestro Pastor”

Homilía en la Santa Misa del IV Domingo de Pascua, Domingo del Buen Pastor, el 3 de mayo de 2020.

Mis queridos hermanos, hermanas y amigos;

me dirijo también a todos aquellos que os unís a esta Eucaristía a través de la televisión, con la unión de eso que llamamos en el Credo la Comunión de los Santos (yo sé que hay alguna comunidad entera que se une, y cada uno desde su casa. Y luego, personas sueltas muchas, de aquí del entorno, de fuera de España y hasta de fuera de Europa. Y bendito internet que nos permite participar todos de la misma Eucaristía y sentirnos, eso, como un solo rebaño bajo un solo pastor):

¿Quién es ese pastor? Jesucristo. Las Lecturas de hoy, los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan el comienzo de la Iglesia, la primera predicación de Pedro el día de Pentecostés, el mismo día de Pentecostés. El día que prácticamente se hace visible el misterio de la Iglesia, donde anuncia a Jesucristo. Han pasado de eso 2020 años, más o menos. Y en eso 2020 años, ¿os imagináis la cantidad de acontecimientos de todo tipo que ha habido en la Iglesia? Descarrilamientos. Decía alguien que si la Iglesia, aunque es otra cosa, pero si hay que compararla con una empresa, es una empresa transportes, de transportes al Cielo: “En la historia de la Iglesia, ha habido unos cuantos descarrilamientos, importantes”. Se refería a la Reforma de los siglos XV y XVI, y a otros cismas que ha habido en la Iglesia, porque el Enemigo no está quieto, evidentemente. Pero Jesucristo ha vencido al Enemigo.

El Señor habla hoy de los salteadores. Para explicar eso, quizás tengo que explicar primero el término de pastor en el antiguo oriente, y con la expedición del mundo de los fariseos, donde ser pastor era un pecado y además un pecado imperdonable (¿os acordáis que el hijo pródigo se hizo pastor de cerdos? Era uno de los pecados graves, graves. Era una apostasía hacerse pastor, como el hacerse jugador de dados o publicano. Eso es importante tenerlo en cuenta. También porque el Señor, cuando nace, los primeros que le ven son unos pastores y en el judaísmo del tiempo de Jesús, los pastores eran gente de mal vivir, considerado apóstatas que nunca más podrían, además, volver a entrar en una sinagoga o en la comunidad judía). Pero, desde el retorno del exilio, y que nace más o menos el mundo de los fariseos hacia el año 150 a.C., y se desarrollan su propia versión de la ley; pero en el Medio Oriente antiguo, la figura del pastor era la figura del rey.

Esta mañana leía yo un texto del antiguo Oriente, del norte de Mesopotamia, donde decía: “Un buen pastor cuida de las ciudades y aparta a las fieras”. Pero se está refiriendo a un rey. Y en el lenguaje de Jesús, él también probablemente es una manera de las que él puede presentarse como Mesías, como Salvador, incluso como Dios, cuando dice “Yo soy el buen pastor”. Lo que pasa que la realeza de Cristo es una realeza muy rara, porque un rey que muere ajusticiado y que además cumple su oficio de rey justamente muriendo ajusticiado… Lo mismo: un pastor puede querer mucho a su pueblo y querer mucho a su rebaño, pero hasta dar la vida por las ovejas… Ya el Señor, alguna vez que hace referencia a algún pastor en los Evangelios lo hace de una manera muy rara, cuando la oveja perdida. Dice: “¿Qué pastor teniendo cien ovejas se le extravía una y no deja las 99 en el desierto y se va a buscar a la descarriada?”. Cualquier pastor diría “ninguno”, porque cuando vuelve se le han podido perder más. Pero Jesús está explicando cómo la actitud de Dios con nosotros y del Reino de Dios no es la misma, ni sus matemáticas las mismas que las nuestras. Pues, lo mismo aquí. El Buen Pastor da la vida por las ovejas y ésa es su autoridad.

El Hijo de Dios no tuvo como algo digno de ser retenido el ser igual a Dios, sino que, vaciándose de Sí mismo, se hizo pasar, vino a nosotros como uno de tantos y, pasando por un hombre cualquiera, se sometió, incluso a la muerte y una muerte de cruz. Y por eso Dios lo levantó sobre todo y le dio el nombre sobre todo nombre. El nombre de Señor. Para nosotros, el nombre de Señor no significa gran cosa. Nos dirigimos a Dios como al “Señor” con toda naturalidad, e incluso en el uso social llamar a alguien “señor”, como “señor, Pepe” o “señor, Felipe”, es casi lo menos que se puede decir de una persona; en cuanto sube un poquito más, le decimos “don José” o “don Francisco”, “don Felipe”, y si tenemos que subir más, subimos con otros títulos de más grandeza, pero “señor” no significa nada.

Pero, en los Hechos de los Apóstoles, y en la generación apostólica, el nombre de “señor”, “kyrios”, estaba reservado al emperador. Y decir “Jesús es el Señor” podía ser perfectamente entendido como un delito de “lesa majestad”. Por eso dice San Pablo: “Nadie puede decir ´Jesús es Señor´, sino en el Espíritu Santo”. Hace falta el Espíritu Santo, hace falta la experiencia de comunión de la Iglesia, y la experiencia de que Dios está en medio de nosotros para poder decir “Jesús es mi Señor”. Señor de mis pensamientos, de mis deseos, de mi vida, Señor de mis acciones, y deseo que lo sea cada vez más hasta que, como dice el mismo San Pablo, en la Carta a los Corintios, “El Señor sea todo en todas las cosas”. Que llene verdaderamente nuestro ser, como lo llena, de hecho, sólo que no somos conscientes y nos apartamos de él y nos separamos de Él por engaños del Enemigo y de los salteadores. En la Iglesia nunca ha dejado de haber ladrones y salteadores.

Jesús habla de los que habían llegado antes que Él y, seguramente, en el contexto en el que habla Jesús se refiere a algunos que quisieron hacerse pasar por Mesías levantando al pueblo judío contra el Imperio romano, que hubo unos cuantos, en las proximidades del tiempo de Jesús. Pero no ha dejado de haberlos tampoco en la Iglesia. Nuestro peor enemigo somos nosotros mismos. Mejor dicho, no nosotros mismos, nosotros no tenemos más que un Enemigo: no las personas que no creen, ni siquiera los perseguidores de la Iglesia, que, generalmente, la hacen mucho bien; nos hace mucho bien porque nos obliga a tomarnos en serio qué significa que yo crea en Jesús, por lo tanto, quien ataca a la Iglesia se rompe las narices contra ella porque es así. Y es así a lo largo de la historia. No digo quien nos ataca a nosotros, que muchas veces que quien nos ataca a nosotros tienen muchos motivos para atacarnos, porque nosotros damos muy poco testimonio, con frecuencia, del Señorío de Jesús; pero quién ataca a la Iglesia como tal, se rompe las narices, esa es la experiencia de veinte siglos de historia de la Iglesia. Y, además, hace bien a la Iglesia. La Iglesia sale siempre purificada y fortalecida de ese tipo de persecuciones. El verdadero enemigo está dentro de nosotros. De hecho, no lo olvidéis, el Señor trató siempre con una delicadeza exquisita a todos los pecadores y a las pecadoras, con los que se encontró a lo largo del Evangelio. Pensad en Zaqueo, pensad en la Samaritana, pensad en la mujer adúltera. Fue siempre exquisito, no sólo con una delicadeza, sino con la ternura de la misericordia infinita de Dios. Sólo hay un tipo de personas con las que el Señor, con unos sacó el látigo (imaginarse a Jesús con un látigo en la mano, cuando estamos acostumbrados a verlo como modelo de dulzura) y a otros les dijo “fariseos, hipócritas, sepulcros blanqueados”. Era muy fuerte las cosas que les decía. ¿A quienes? A los que habían hecho de la Alianza y de la pertenencia al pueblo judío un instrumento de su propio beneficio personal. Eso es lo que daña a la Iglesia. No los enemigos, no los perseguidores. Quienes utilizamos la Iglesia, y eso es un peligro que tenemos todos los pastores, pero no solo los pastores, porque hay otras maneras de las que suceda eso, como una especie de excusa o de trampolín para nuestra fama o para el aprecio del mundo, para un beneficio nuestro, y no el beneficio del Pueblo de Dios.

Lo que yo quero deciros más importante esta mañana es que no tengáis miedo. Yo sé que estamos todos cansados de estar encerrados entre cuatro paredes. Yo sé que a veces eso hace salir lo peor de nosotros mismos y sé que, aunque nos empeñemos, hay picos en los que uno está bien y al día siguiente está hundido por los suelos, y al día siguiente está un poquito mejor y luego se vuelve a hundir, y eso es que somos humanos, no es más. Y no hay que darle ninguna importancia especial, ni hacer de ello ni un drama grande ni una tragedia. Somos humanos y no estamos hechos para estar así, qué le vamos a hacer. Lo sufrimos como podemos, Le pedimos al Señor que nos perdone nuestras flaquezas y seguimos adelante. Y sabemos que el Buen Pastor no nos abandona jamás. En veinte siglos, ya largos, nunca ha abandonado a la Iglesia. Y en veinte siglos, el pastor ha sido fiel y han venido un montón de saqueadores y un montón de bandidos, pero también dice Él “las ovejas no les hacen caso, porque no conocen su voz”. Eso en la teología de la Iglesia se llama el sentido de fe de los fieles. Los fieles intuyen personas que no tienen ninguna formación y, sin embargo, oyen algo e inmediatamente se dan cuenta. Yo eso lo he comprobado cientos de veces a lo largo de mis años de sacerdocio. Intuyen “esto no es del Señor”, “esto no viene de Dios”, “esto no es Jesús”, “esto no es la fe en la que yo he crecido y en la que he sido educado”.

Dios mío, que sepáis que el Buen Pastor no nos abandona jamás y que puede haber situaciones muy difíciles, o situaciones muy nuevas, o pueden venir, van a venir; una pandemia como la que estamos viviendo no ha existido nunca en el mundo, que tenga un nivel así mundial, y que todos seamos conscientes de lo que está pasando en el resto del mundo. Pues, no ha pasado nunca.

Que no temáis. Que el Señor no nos abandona. Que está con nosotros, de día y de noche, veinticuatro horas al día. Hay por ahí un anuncio: “Iglesia 24/7”. Pues, el Señor es 24/7, 24 horas al día, 60 minutos cada una de esas 24 horas. Jamás se aparta el Señor de nosotros. Jamás. Y con eso afrontamos, con la conciencia de nuestra pobreza, el presente y el futuro. Y con la certeza de que el Señor nos ensanchará el corazón para afrontar las cosas que vengan, apoyados en Él. Apoyados en Ti, no en nuestras fuerzas, no en nuestros méritos, sino en Ti, Señor. Tú eres nuestro pastor.

Qué Salmo tan bello el que se lee normalmente también, o se ha hecho costumbre leer ese Salmo en las últimas décadas en los momentos de difuntos: “El Señor es mi pastor, nada me falta. Me hace recostar en verdes praderas. Me conduce hacía fuentes tranquilas. Repara mis fuerzas. Nada temo, aunque camine por cañadas oscuras. Tu vara y tu callado me sosiegan. Tú preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos. Me unges la cabeza con perfume y mi copa rebosa. Tu bondad y Tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor, por años sin término”.

Nadie nos puede arrancar del Amor de Cristo, porque tendría que ser más poderoso que ese Amor. Y el Amor de Cristo no es el amor con que nosotros amamos a Cristo. Es el amor con que Cristo nos ama a nosotros. Y nadie es más fuerte. Nada ni nadie es más fuerte que ese Amor.

Qué gozo, Señor, sentirnos guiados por Ti; que Tú eres nuestro pastor y que por uno de nosotros que se extravíe haces lo que haga falta hacer para recuperarlo.

No necesito decir que en este día del Buen Pastor pidáis todos por vuestros pastores. Que seamos un reflejo lo más cercano posible a Cristo, el único y elverdadero Pastor.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

3 de mayo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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