Queridos Javier y Lenon;
queridos sacerdotes concelebrantes;
miembros de la vida consagrada;
queridos seminaristas;
queridas familias, también los que nos seguís desde Fortaleza, Brasil, bem vindo;
queridos hermanos todos:
Estamos celebrando la fiesta el Domingo IV de Pascua, el Domingo del Buen Pasto, como habréis podido comprobar por las Lecturas. Y en este domingo, hemos querido, en que se pide especialmente para que el Señor conceda vocaciones a la vida del ministerio apostólico a la vida consagrada, vocaciones de especial consagración, siguiendo el mandato del Señor “rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies”.
Estamos en una emergencia vocacional. A veces, los ruidos de esa sociedad secularizada, la sociedad de consumo, el individualismo y, a veces, la falta de generosidad y de vitalidad cristiana impide que esa llamada de Dios, que sigue constante a lo largo de la historia de la salvación, al corazón de los seres humanos, al corazón de los cristianos, a veces no sea escuchada; o mejor dicho, no sólo no sea escuchada, sino no sea correspondida. Y también nosotros, como Iglesia, tenemos que hacer una reflexión. Tenemos que pensar con una autocrítica si estamos siendo convocantes y convincentes con nuestro comportamiento, con nuestras obras, de tal manera que la entrega plena al Señor sea realmente atractiva para los jóvenes, para que ellos y ellas puedan dar el paso a una entrega absoluta a Dios y a los demás con un olvido de sí mismo en el seguimiento del Señor. Os pido encarecidamente, y es lo primero que quiero decir en esta celebración eucarística, en la que Le pedimos al Señor por nuestras necesidades de manera especial. Decía Santa Teresa de Jesús que la Eucaristía es el mejor momento para tratar de “negocios” con el Señor. Pues, este negocio, como diría ella, en este negocio, nos va mucho.
Queridos hermanos, roguemos todos, para que el Señor envíe obreros a su mies. Hombres y mujeres que pongan a Dios como fundamento de su vida; que, siguiendo el Evangelio, con la radicalidad de Jesús y, al mismo tiempo, con amor del Buen Pastor, se entreguen a los demás.
Y queridos Lenon y Javier, vosotros estáis aquí como un paso más en este itinerario ya final de vuestra preparación para el ministerio presbiteral. Este tiempo que se acompasa con esa entrega que va haciendo la Iglesia progresivamente. Hace poco erais admitidos como candidatos al ministerio ordenado. Ahora, vais a dar un paso más como ministros de la Palabra de Dios; ministros que proclaman la Palabra de Dios como lectores en la celebración litúrgica. Pero vuestra vida no se reduce a esa proclamación litúrgica, que, digamos, ciertamente es un ministerio y un servicio. Y ahí quisiera yo fijarme, en esas dos palabras: en el ministerio y en la Palabra de Dios.
Venís desarrollando a lo largo de estos años una maduración de vuestra vocación sacerdotal, pero, al mismo tiempo, va acompasada de un estudio de la Palabra de Dios, del mensaje de Jesucristo, de la doctrina cristiana, de la teología. Ese contemplar las cosas divinas para que “contempladas -decía Santo Tomás de Aquino- sean transmitidas a otro”. Lo mismo la Palabra de Dios que está en el fundamento de los estudios teológicos. Y si la Palabra de Dios, nosotros también como los discípulos, y ayer lo veíamos en el Evangelio del sábado de la tercera semana, al terminar el discurso eucarístico de Jesús en el capítulo seis del Evangelio de Juan, Jesús nos pregunta también si queremos irnos, y nosotros le contestaremos, vosotros como Pedro, “a quién vamos a ir, Señor, Tú tienes palabras de vida eterna”. Esa Palabra de Dios es la que os va acompañando y da sentido a vuestra oración y contenido. Esa Palabra de Dios es lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero. Esa Palabra de Dios pensada por la Tradición de la Iglesia desde los Padres a los teólogos a su Magisterio. De ellos estáis formando. ¿Para qué? ¿Para ser un receptáculo personal, simplemente? No. Para que, empapados de la Palabra de Dios, asumiéndola en vuestra propia vida, la hagáis vida en vosotros y la transmitáis con fidelidad. Eso es lo que os voy a pedir al entregaros el Libro de la Sagrada Escritura.
Pero, sobre todo, la Palabra de Dios se tiene que reflejar en nuestra vida. Nuestra vida tiene que ir en consonancia con esa Palabra que proclamamos. Con esa credibilidad que da el discípulo al testimoniar a Jesús. Incluso, y es la mayor prueba del seguimiento de Jesús, con la entrega de la propia vida. No basta simplemente ser un altavoz vacío, incluso sabio, incluso afinado, sino que tiene que ir correspondido, con la coherencia, a pesar de los pesares, de nuestra debilidad, a esa Palabra que nos ha sido entregada a través de la Tradición. De muchas maneras, nos dice el Libro de la Carta a los hebreos: “Habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas”. En esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo Jesucristo. San Juan de la Cruz, tan querido en Granada y que tanto quería a Granada, decía que Cristo es la Palabra definitiva de Dios. Él es el centro y en Él nos pone hoy la Palabra de Dios el centro. En ese discurso de Pedro cuando le piden la razón o el porqué ha curado, ha hecho aquella curación. No se debe a sus habilidades tanatológicas, no se debe a su poder. Lo dice muy claramente. Se debe a Jesús, el Hijo de Dios, bajo cuyo nombre hemos curado a esa persona.
Queridos hermanos, Javier y Lenon, no os apropiéis el protagonismo. Transparentar a Cristo. Ahí está el sentido de ministerialidad. Hoy se dice “lo han hecho ministro” y decimos un cargo de honor y de poder, y además pensionado. No, para nosotros ministro tiene su sentido más genuino y etimológico, y es el de servidor. El Papa tiene ese nombre ante todos: siervo de los siervos de Dios. Somos servidores. Nuestro Maestro nos ha enseñado que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos. Luego, el ministerio con el que ya hoy iniciáis, con la recepción del ministerio del Lector, es servicio, es olvido de sí. Es transparentar a Cristo. Por eso, Pedro pone el centro en Jesucristo. No se nos ha dado otro nombre por el que seamos salvados, le dice. Jesucristo es la piedra que desecharon los arquitectos, pero se ha convertido en la piedra angular y será la piedra angular de vuestra vida. En la medida en que desplacéis a Cristo como fundamento, se derribará la casa.
Cristo es el fundamento. No podemos poner otro fundamento. Porque, siguiendo las enseñanzas de Jesús, nuestra casa entonces estaría construida sobre arena. Cristo es la roca, pero también nuestra condición es la de hijos de Dios, y vais a servir como ministros al Pueblo de Dios. Y eso no es un título, nos dice hoy la Primera Carta de Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos”. Y no sólo nos llamamos, sino que lo somos. Esta es nuestra condición. Ser ministro no es ser más que nadie. Esas palabras de San Agustín: “Yo con vosotros soy cristiano y esta es mi dignidad. Yo para vosotros soy obispo y esta es mi carga”.
Luego, vais a recibir ahora y progresivamente una función en la Iglesia, naciendo de vuestro ser y transformando vuestro ser. Pero no olvidéis que la dignidad fundamental es las de hijos e hijas de Dios, nacidos del bautismo, regenerados por Cristo, como deja muy claro. Por ese Cristo que es el Buen Pastor. Por ese Cristo a quien tenemos que asemejarnos en nuestra entrega a los demás. No somos asalariados, no somos ni vais a ser funcionarios, no vais a entrar en una casta, sino que vais a entrar a formar parte de los servidores de Jesús que sirven a los otros en las cosas que a Dios se refiere, haciendo presente a Jesucristo, el Buen Pastor, con vuestro comportamiento. Es lo que San Agustín llamaba el oficio de amor (Officium amoris). Esa es la tarea pastoral a la que estáis llamados en el futuro. Ahora, con la prolongación de vuestros estudios, seguir meditando la Palabra de Dios y darla a conocer a la par que la proclamáis en las celebraciones litúrgicas.
Queridos hermanos, damos gracias a Dios y quiero dar gracias especialmente a la familia de Javier y a la familia de Lenon, que nos sigue desde Brasil. Molto obrigado por la entrega de vuestro hijo a esta Iglesia de Granada. Javier es granadino, con lo cual él juega en casa. Pero también este don de vuestros hijos. Y también al movimiento Shalom, una bendición para nuestra diócesis, que ahora trae este fruto en una vocación encaminada al sacerdocio.
Queridos hermanos, todos somos ovejas del Buen Pastor, que es Cristo. Y en esa imagen del Buen Pastor que entrega su vida por nosotros, nos muestra hasta qué punto nos ama Dios. Nos ama como hijos, no al montón. Se entrega por cada uno de nosotros. Y se ha entregado el Hijo para salvar al siervo, que somos nosotros, y nos ha hecho hijos e hijas de Dios, que es nuestra dignidad.
Que Santa María nos proteja, en la advocación de las Angustias y de Aparecida. Que Ella bendiga vuestra entrega y como Ella no hagáis otra cosa que hacer la voluntad del Señor. Y como Ella, ser la esclava del Señor, siendo una esclava de los más necesitados.
Así sea.
José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
S.A.I Catedral de Granada
21 de abril 2024