Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía de clausura de los cultos de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Misericordia en la iglesia de San José, que del 1 al 5 de marzo fue templo jubilar en el Año de la Misericordia.
Queridísima Iglesia del Señor,
querido D. Antonio,
querido Hermano Mayor y querida Junta de Gobierno de la Hermandad del Santísimo Cristo de la Misericordia,
queridos hermanos y amigos todos:
Oyendo desde la sacristía las palabras del Quinario y luego viendo la realidad de esta iglesia; viniendo de celebrar ahora mismo las 24 horas de oración ante el Señor que ha vivido la Iglesia en la Catedral estas últimas 24 horas, no podía evitar el pensamiento, lo mismo que cuando uno mira estos candelabros, ve las imágenes que nos rodean tan diferentes de la realidad de fuera, como si el mundo cristiano o lo que vivimos dentro de la Iglesia (que es bellísimo) tuviera tal contraste con el mundo que nos rodea (lo que llamaríamos la vida de la calle, la vida de cada día), que fueran como dos mundos diferentes sin ningún puente o con poquísima conexión entre ellos. En parte, es verdad. Son tantos siglos de historia acumulada en la vida de la liturgia, en la vida de la Iglesia, en el lenguaje mismo y en el lenguaje cristiano. La vida ha evolucionado en los últimos dos siglos o tres siglos de una manera tan rápida como si hubieran sido dos coches que van en direcciones diferentes y, por lo tanto, nada tienen que ver el uno con el otro. Basta con poner la televisión en marcha y el mundo que nos pinta o que vemos, que entra en nuestras casas, y este mundo parecen tan distintos, tan divergentes, tan distintos entre sí que parecen no tener nada que ver el uno con el otro. Y sin embargo, el mundo cristiano existe para que los hombres podamos vivir una vida humana bella, para que podamos vivir contentos, para que podamos vivir agradecidos, para que no vivamos como esclavos atemorizados de la muerte, para que sepamos quiénes somos y que nuestro horizonte no es la soledad, el sepulcro y el olvido de las pocas personas que nos han conocido en esta vida, sino que nuestro destino es el Cielo, nuestro destino es Dios y la vida de Dios.
El esfuerzo que la Iglesia viene haciendo, el magisterio pontificio especialmente y la actitud misma de los Papas a raíz del Concilio, incluso un poquito antes del Concilio, el mismo magisterio, los gestos y las formas del Papa Francisco, tiene como secreto más último –aunque no se ha expresado así muchas veces- unir de nuevo el mundo cristiano. Abrir el mundo cristiano a su verdadero significado. Recuperar la frescura y la originalidad que tiene el mundo cristiano para la vida real, en primer lugar para la vida real nuestra, de quienes somos y nos proclamamos cristianos, pero también para la vida de todos los hombres.
Creo que las lecturas de hoy nos hacen eso muy patente, especialmente el Evangelio. Uno podría ver en él reflejado a Jesús y el hecho de comer con publicanos y pecadores le llevaría a la muerte. Porque suponía ponerse por encima de la ley que Dios había dado a su pueblo y, por lo tanto, suponía una cierta pretensión blasfema por su parte. Expresada también de otras muchas otras maneras, no de esa sola: cuando preguntan a Jesús, por ejemplo, por qué los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan y los tuyos no ayunan. Jesús responde diciendo: «¿Es que pueden los amigos del novio en una boda ayunar cuando el novio está con ellos?». Decir eso es presentarse a sí mismo como el Esposo del Antiguo Testamento. Es decir, dicho de una manera indirecta pero que aquellas personas que se sabían el Antiguo Testamento de memoria entendían perfectamente, Jesús estaba proclamando su divinidad, y eso le llevó a la muerte. Pero el amor del novio por sus amigos, por los publicanos y pecadores, puesto que aquellos que fueron llamados a celebrar el banquete de bodas no fueron dignos, Él dijo «a las calles, a los caminos, a los cruces de los caminos, invitad a todos los que encontréis». Es decir, el banquete de bodas era para todos los hombres. Y el banquete de bodas lo que significa es que Dios celebra, que el padre celebra la vuelta del hijo pródigo. Nosotros no nos damos cuenta de eso, porque, herederos de veinte siglos de cristianismo, nos parece lo más normal que un padre al que se le marcha su hijo lo reciba en su casa lleno de alegría. Ningún padre judío del tiempo de Jesús movería un dedo, ni siquiera le abriría las puertas de su casa a un hijo que se ha hecho pastor –que era un oficio proscrito, era un oficio que convertía a uno pecador y lo convertía para siempre, porque no tenía posibilidad de perdón en la mentalidad judía del tiempo de Jesús-, y además pastor de cerdos, el animal impuro por excelencia. Era lo más horroroso, era una forma de apostasía de la comunidad judía y del entorno de la comunidad judía. Y el padre –dice- corrió cuando vio venir a su hijo. Un poeta cristiano al que yo he dedicado muchos años de mi vida (en los veranos y en la semana de Pascua, siempre, desde que soy obispo), que es Doctor de la Iglesia, que vivió en Irak; quien ha trabajado más en él que es una persona del Museo Británico en sus manuscritos dice que es el único poeta teólogo que puede estar a la altura de Dante en la historia de la literatura cristiana (yo añado San Juan de la Cruz, que no desmerece de Dante en absoluto; y el tercero podría ser San Efrén). San Efrén habla de que como Dios parece que corre delante de nosotros, y dice «es para que se despierte en nosotros el deseo de su belleza», pero cuando ve que no somos capaces se pone Él a correr detrás de nosotros para mostrarnos que es Él el que no puede resistir nuestra ausencia. Es «Él el que no puede resistir nuestra ausencia». Ese es el padre del hijo pródigo, que cuando le ve volver se llena de alegría y celebra un banquete, un gran banquete.
Y eso resume todo el Evangelio. Es decir, el Hijo de Dios se ha hecho hombre, compañero de camino –como le gustaba decir a San Juan Pablo II-, de cada hombre y de cada mujer en el camino de la vida, y ha ido hasta la Pasión y hasta la muerte por vosotros, y por la multitud, y por todos, para el perdón de los pecados. Él se ha entregado. Dios –decía la lectura de San Pablo de hoy- estaba reconciliando consigo al mundo en Cristo. ¿Cómo? Abrazándonos en la cruz. Y la Iglesia no es otra cosa que la familia, o la comunidad, o el grupo de seres humanos que, habiendo sido reconciliados por el Señor, perdonados por el Señor, desea mirarnos a los hombres y a las mujeres, a todos nosotros, tratarnos, acogernos con el mismo amor con el que Dios nos ama, invitándonos a todos a participar de esa misericordia infinita de Dios.
Como llevamos tantos siglos acostumbrados a ese lenguaje cristiano no nos llama la atención su novedad. Yo tuve ocasión, en alguno de los años que estuve estudiando el mundo de la Escritura del Antiguo y Nuevo Testamento, de leer oraciones egipcias, algunas oraciones mesopotámicas, anteriores al cristianismo (mil años o dos mil años anteriores al cristianismo), y me llamaba mucho la atención que aquello era tratar de convencer a Dios de que habíamos sido buenos, y tratar de convencer a los dioses que fueran que habíamos cumplido con todas las normas. Eso no funciona. Eso es una manera de autoengañarse, aunque la intención fuera para poder recibir las bendiciones de los dioses. Es una manera de autoengañarse que el Señor rechazó la oración del fariseo. La parábola del fariseo y el publicano: el que vino delante de Dios a decirle ‘Señor que hago todas las cosas bien, que cumplo los mandamientos, que soy buenísimo, te doy gracias por ello’. El Señor no dijo que mintiera, pero esa oración al final es siempre mentira. Todos necesitamos de la misericordia de Dios.
El Evangelio es la Buena Noticia de que Dios es –como dice el título del libro del Papa- «el nombre de Dios es misericordia». El nombre de Dios es amor. Pero el amor en este mundo nuestro, l
a forma más exquisita del amor es el perdón; en nuestra realidad de seres humanos frágiles, de seres que aun llenos de buena voluntad hacia las personas que tenemos cerca, las más cercanas, aun con todo el buen deseo del mundo, no basta. Hace falta perdonar. Sólo con la experiencia de que Dios, que es Amor, nos perdona, nos abraza, no nos rechaza a pesar de nuestras miserias y de nuestras mediocridades y de nuestros defectos; sólo cuando uno tiene esa experiencia brota de verdad la alegría que expresa la liturgia cristiana, la alegría que expresa incluso la Semana Santa (la celebración de la Semana Santa es un escándalo si uno lo piensa bien).
Anunciar al mundo. La Buena Noticia es que hay alguien que nos ama incondicionalmente, que hay alguien que nos amará siempre; que nosotros podemos destrozar nuestra vida y perdernos ese amor, pero no por eso va a dejar Dios de amarnos. Dios no ama al que es bueno y odia al pecador. El Buen Pastor deja las 99 ovejas en el desierto, que eso no lo hace ningún pastor, eso no lo hace nadie, para ir a buscar una oveja perdida, cogerla sobre sus hombros, llevarla. Son gestos, como el Buen Samaritano. Hay gestos y parábolas del Evangelio que resumen todo el Evangelio y el Hijo Pródigo es una de ellas. Yo me conmuevo. Dios mío, darte gracias por tu amor, por tu amor experimentado en mi vida, tan pobremente y tan malamente comunicado al pueblo al que yo quisiera encender en esa misma experiencia del Amor de Dios. Y pedirLe al Señor que todos experimentemos el gozo, la alegría de ese amor, de esa misericordia, de ese perdón. Y que luego la pidamos para los demás. Que seamos misericordia y amor para los demás, para los que están cerca y para los que están lejos.
Como sacerdote, uno de los momentos de más alegría es haber vivido la reconciliación de dos hermanas que llevaban veinte años sin hablarse. Estaba muriéndose el padre y una no entraba en la habitación mientras estuviera la otra dentro, se esperaba en el pasillo. Y yo me dije: «Aquí me la juego todo, pero si soy cura es para esto»: suplicaba a una y suplicaba a la otra, y me decía que «no»; y a la que estaba en el pasillo me planté de rodillas delante de ella y le dije «por el amor de Dios, entra», y al final cedió. Lo pienso y me conmuevo yo. No hay mas que pasar página. Eso puede ser muy costoso y uno dice «¿qué voy a perdonar yo a éste con lo que me ha hecho?». Es pasar la página. Si uno deja de dar vueltas a esas razones, pasa la pagina y se da un abrazo. Se dieron el abrazo. Veinte años se pueden borrar en un momento. Que el Señor nos concediera a cada uno a alguien de esas personas que tenemos relativamente cerca, intentar… Si la mujer me hubiera dicho que no, tendría que haber agachado las orejas y diría «tengo que rezar por esta mujer». Pero lo concedió el Señor. Intentadlo. Pensad en alguien. ¿A quién le puedo yo intentar dar un abrazo que me cuesta mucho dárselo? El abrazo es una metáfora: llamar por teléfono, preguntar cómo estáis… El amor sabe encontrar la forma para cada situación. Ser sembradores de un gesto de misericordia grande, de un gesto de reconciliación a alguien que pueda tener necesidad de ello. Nosotros lo hemos hecho, lo hemos intentado.
Concédenos, Señor, el perdón; concédenos, Señor, en medio de este mundo tan distinto, tan lleno de envidias, de luchas de poder, de egoísmos, de avaricias, de lujurias, de todas las pasiones, que podamos mostrar que hay otra cosa, que hay una vida nueva; el que está en Cristo es una criatura nueva. Somos criaturas nuevas porque hemos sido perdonados, no porque somos mejor que nadie. Todos tenemos necesidad del perdón de Dios. Nosotros lo hemos experimentado.
Que seamos portadores de ese perdón, también para nuestros hermanos. Que el Señor nos lo conceda serlo, no en este momento solo, no en este Año del Jubileo de la Misericordia, sino como un modo de vida, de afecto hacia las personas, de deseo del bien hacia las personas, de perdón a aquellos que lo necesitan como lo necesitamos todos. Ser amados con un amor que es capaz de perdonarlo todo. Eso es lo que hemos conocido en Jesucristo y eso es de lo que somos portadores y anunciadores en el mundo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
5 de marzo de 2016
Iglesia de San José
Palabras finales en la Eucaristía de clausura de los cultos de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Misericordia.
Ha habido dos cosas que se me han quedado sin decir en la homilía y que no quiero dejar de decir. Una, toda la enseñanza del hijo pródigo está resumida en la Imagen del Santísimo Cristo de la Misericordia. No es sólo que el padre sale al encuentro de su hijo; es que ha entregado a su Hijo para que derramara su Sangre por nuestros pecados. Y Él ha pagado ya los de todos. Los de todos es los de todos, los de todo el mundo.
La otra es que este mundo tan diferente, tan lejano a veces a las cosas que celebramos nosotros dentro de la Iglesia de nada tiene necesitad tanto como de la misericordia. Un mundo sin misericordia a la larga es un mundo terriblemente inhumano. Porque la otra dialéctica, que no es la del perdón, es la de la venganza, aunque sea ojo por ojo y diente por diente, para restablecer el equilibrio. Así llevamos casi un siglo en el Medio Oriente y vemos los frutos. Un mundo sin misericordia es un mundo que se destruye a sí mismo. Pero sólo podemos proclamar la misericordia como un milagro de Dios, una gracia de Dios, no como una cosa que somos capaces de hacer nosotros solos, por nosotros mismos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
5 de marzo de 2016
Iglesia de San José