“Todo es gracia”

Homilía en la Santa Misa del sábado de la XXII semana del Tiempo Ordinario, el 5 de septiembre de 2020.

Las cartas de San Pablo no son tratados, sino verdaderas cartas en el estilo de las cartas de la antigüedad (que no había whatsapp ni había otras cosas por las que nosotros nos comunicamos de una forma muy breve y, a veces, se extienden mucho) y, naturalmente, normalmente, las escribía un escriba y la persona dictaba la carta. De hecho, San Pablo en alguna de ellas al final les dice: “Ahora la firma va de mi letra, con esto tenéis la seña de que esta carta, siempre que veáis esta firma es mía”, luego “la despedida va de mi letra”. Pone de manifiesto que las escribía por medio de un escribano, como era normal. Pero son cartas llenas de pasión. Son cartas, todas ellas, en unas se nota más en otras menos…, pero en las Cartas a los Corintios, sobre todo en la segunda, es un corazón ardiente el que escribe, y aquí también. Los corintios, lo sabéis, estaban divididos, unos decían “yo sigo a Pedro, yo sigo a Apolo, yo sigo a Pablo”, otros decían “yo sigo a Cristo” y él decía (como nos recordaban estos días) “ni el que siembra ni el que siega son nada, sino el Señor que es el que da el crecimiento”.

El trocito que hemos leído hoy pone de manifiesto que la causa de esas divisiones es siempre el orgullo: “Yo soy mejor que los demás”, “yo soy lo que yo hago”, o “lo que yo vivo y el grupito con el que yo estoy es el mejor de todos”, y los demás son despreciados. El orgullo es la forma suprema del pecado. Aunque la raíz del pecado (como el mismo Señor y San Pablo dijeron también) es la avaricia. La avaricia de poseer más que los demás, la avaricia de ser más que los demás, pero es la avaricia la raíz de todas las pasiones. Incluso, la lujuria es una forma de avaricia y la envidia es una forma de avaricia, en negativo si queréis; pero es la avaricia la que está en la raíz de todo.

De las cosas que dice San Pablo (hay muchas que son aplicables a los apóstoles y yo me las debo aplicar a mí mismo), pero hay una frase de las que dice: “¿Qué tenéis que no hayáis recibido?, y si lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo como si nadie te lo hubiera dado?”. Dios mío, todo lo que somos lo hemos recibido. Y si nos ha dado el Señor cualidades de inteligencia, de simpatía, de facilidad de trato, o una capacidad de trabajar mucho, lo que sea, sean las cualidades que sean, o de belleza, o juventud…, si todo lo que tenemos es don de Dios; entonces, ¿de qué sirve enorgullecernos?, y si lo hemos recibido a través de otras personas, sigue siendo don de Dios. La misma fe la hemos recibido de la Iglesia, del pueblo cristiano, todo, todo lo que somos. Por eso, uno puede decir siempre “todo es gracia”. Y cuando uno vive con la conciencia de que todo es gracia, a pesar de las apariencias, hay una humildad de fondo, hay una sencillez de fondo. Con lo cual uno vive agradecido, uno vive en acción de gracias, en eucaristía, siempre en acción de gracias, porque todo lo que somos lo hemos recibido.

Algo quiero deciros de todas maneras del Evangelio, que es un Evangelio de las espigas que arrancan los discípulos en sábado que nos llama siempre la atención porque parece que no podemos sacar nada de él. Podemos sacar del él. Uniendo los tres evangelios sinópticos (que, en este caso, hay que hacerlo, porque los tres cuentan la misma escena y cada uno la cuenta con pequeños detalles diferentes) es una de las proclamaciones más nítidas de la divinidad de Jesús, de una forma como Él podía hacerlo que no significase que le matasen allí mismo, que no fuera “Yo soy Dios”. Pero se ve que Jesús quiso atravesar un sembrado -repito, uno los tres Evangelios y saco de cada uno lo que hay-, los discípulos empezaron a arrancar espigas. El arrancar espigas en la Ley judía era una forma de siega y eso estaba prohibido, segar estaba prohibido en sábado. ¿Por qué era una forma de siega? Porque el terrero en Palestina era muy ralo, muy pedregoso, y entonces uno no puede meter una guadaña, o una hoz, tiene que ir donde hay una espiga o un grupo de espigas y arrancar aquello, lo deja al lado.

Le acusan. Acusan a los discípulos, porque no acusan a Jesús: “¿Por qué tus discípulos hacen lo que no está permitido hacer en sábado?”. Y la comparación que hace Jesús es con cómo un sacerdote (que eso tampoco lo dice San Lucas, pero el Sumo Sacerdote Abiatar vio venir a David y a los suyos que traían hambre y les dio los panes de la proposición) hizo algo que no estaba permitido. Pero, ¿por qué? Porque era David, era el símbolo del Mesías, el “Ungido” del Señor. Y otro de los evangelistas añade: “También los sacerdotes violan el sábado en el templo y no pecan” (con los sacrificios). Si Jesús compara a sus discípulos (el trabajo que están haciendo, probablemente para abrir un camino y pasar por un sembrado) con los sacerdotes, ¿quién está diciendo Jesús que es Él?. Aquel a quien los sacerdotes sirven sin pecar, aunque sea en sábado. Esta es la lección de este Evangelio.

Señor, damos gracias de poder comprenderlo cuando lo leemos. Esa es la Buena Noticia: que Tú eres el Hijo de Dios. Eso podría ser una presunción por parte de Jesús, el enseñar eso, lo que pasa que esa presunción está sellada con la Pasión, la muerte, la Resurrección y el don del Espíritu Santo, que nos permite experimentar y tocar que somos hijos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo. Y eso ratifica la enseñanza de Jesús.

Como decía C.S. Lewis, el escritor, apologista y novelista estupendo del siglo XX, en una ocasión: “De Jesús no valen medias tintas: o estaba loco o es el Hijo de Dios. No hay término medio. Y como todo pone de manifiesto que no estaba loco, para nada, uno puede creer o no creer, eso sí, pero es el Hijo de Dios y esa fe es nuestra salvación”.

Damos gracias al Señor, porque también eso lo hemos recibido de los apóstoles y de la comunión de la Iglesia.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

5 de septiembre de 2020
S.I Catedral de Granada

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