“Te damos gracias, Señor, porque has venido a nosotros”

Homilía en la Santa Misa del VI Domingo de Pascua, el 17 de mayo de 2020.

Muy querida Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios; queridos hermanos y amigos (los que estáis aquí presentes y los que nos seguís o os unís a esta celebración a través de la televisión):

Qué gozo celebrar la Eucaristía, qué gozo celebrar la Resurrección de Jesucristo cada domingo o cada día, qué gozo tan grande volver a oír la Buena Noticia. La Buena Noticia no es que mañana, en Granada, podemos movernos con un poco más de libertad. Es una buena noticia, sin duda, pero dejadme que sea un pelín radical, que insista. Esa buena noticia no sirve de nada si volvemos sin más a nuestra vida normal y a nuestras ansiedades, angustias, y a nuestras prisas, y sobre todo a nuestra ambición, a nuestro egoísmo, a nuestra avaricia, a esa vida que es una vida insana, sencillamente.

La Buena Noticia es que Cristo ha resucitado y es bello celebrar la Eucaristía, fundamentalmente porque es la celebración de que Cristo ha vencido en Su Pasión y en Su Resurrección al pecado y a la muerte, y nos ha entregado su Espíritu Santo y está con nosotros, está en nosotros. Ésa es la Buena Noticia. Que es buena noticia en tiempos más difíciles y es buena noticia en tiempos más benignos. Es buena noticia cuando nuestra psicología también está alegre, y nos es fácil estar alegres, y como somos seres corporales y materiales, también nos influye el que haga sol o que esté lloviendo, nos influye el que llegue la primavera, o sean esos días grises que hay, a veces, en febrero, también en algunos días de otoño. Nos influyen esas cosas, porque formamos parte del mundo material, aunque nuestro destino sea la vida eterna. Todo eso no vale de gran cosa: el que nos dejen un poquito más de libertad, o el que podamos movernos, el que los niños puedan corretear fuera del piso y desfogar su energía, el que se pueda volver a los lugares de trabajo. Todo eso son alegrías parciales, que sin la alegría fundamental y radical de que Cristo ha resucitado, de que el Señor está con nosotros, de que nuestro destino es la vida eterna, también el destino de nuestros difuntos, también el destino de quienes han sufrido tanto en estos días por no poder despedirse, a lo mejor, de su padre o de su madre, o de su marido o de su mujer, o de su hermano o de sus hijos; todos esos sufrimientos, que son realísimos y que pueden amenazar con destruir la esperanza y el corazón, no la destruyen si nuestras vidas están ancladas en la Resurrección de Jesucristo, que es la fuente del gozo verdadero, que es la fuente de una alegría, es como un amanecer que ilumina toda nuestra vida, también nuestra muerte.

Paso a comentar brevísimamente, o lo más brevísimamente que pueda las Lecturas de hoy. El Libro de los Hechos de los Apóstoles lo que nos muestra es que los apóstoles hacían los mismos signos que hacía Jesús o muy parecidos. Esa es la misión de la Iglesia. La misión de la Iglesia es continuar la vida de Jesús. Y cuando digo Iglesia no quiero referirme a los sacerdotes, o a las religiosas, o a los curas, o a las monjas, en el lenguaje que habla la gente. La Iglesia somos el Pueblo cristiano, el pueblo de bautizados. Y el pueblo cristiano es el signo de que Jesús está vivo y es la prolongación del ministerio de Jesús en el mundo. Claro que los sacerdotes tenemos que prolongar y continuar explícitamente el de predicar, el de perdonar los pecados, que eran las dos cosas más importantes que hacía Jesús, o presidir la Eucaristía y generar la vida de la que la Iglesia misma se alimenta. Pero la Iglesia, que es la Esposa de Cristo redimida por Cristo, en la que habita el Espíritu Santo por la fe y el bautismo, tiene toda ella la misión de Cristo, de hacer presente a Cristo.

Por supuesto que no lo puede hacer sin el Espíritu Santo. En la nueva traducción han recuperado la palabra -que es casi una españolización del término griego- “Paráclito”. “Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito que esté siempre con vosotros”. Y es verdad que “Paráclito” es una palabra difícil de traducir al español porque habría que emplear tres o cuatro palabras españolas para decirlo. Señalo las dos más importantes, los dos significados más importantes. Uno, “consolador”. El Espíritu nos consuela en las fatigas, porque nos mantiene la mirada puesta en Cristo. El Libro del Apocalipsis termina con una frase preciosa, que nos puede parecer un poco misteriosa y, sin embargo, cuando uno cae en la cuenta, la Iglesia es la Esposa de Cristo. Pues, el Libro de Apocalipsis, que estos días se lee en la liturgia de las horas, termina casi al final, una de las últimas frases que tiene: “Y el Espíritu y la Esposa dicen ‘¡Ven Señor Jesús!’”. Ahí está expresado el consuelo del Espíritu. El Espíritu es el que nos mantiene la mirada en Jesús y hace posible la fe y la oración. El Espíritu es el alma de la Iglesia. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y el alma de la Iglesia es el Espíritu de Cristo que Él nos ha dado. Está en nosotros, como dice también el Señor: “Que esté siempre con vosotros”.

“Vosotros, en cambio, lo conocéis -dice Jesús en el Evangelio de hoy- porque mora con vosotros y está en vosotros”. Es el Espíritu el que ora en nosotros. Es el Espíritu quien mantiene vivo el anhelo de que venga el Señor. “El Espíritu y la Esposa dicen ‘¡Ven Señor Jesús, ven no tardes!’”. El que mantiene nuestra mirada en Jesús como referencia plena y absoluta de nuestra vida. Y es eso lo que nos consuela, lo que nos abre un horizonte de vida, que sería inaccesible a nuestra naturaleza humana, dejada a sí misma y, además herida, por si fuera poco, por el pecado original y por los muchos pecados que todos hemos cometido a lo largo de nuestra vida.

La otra función del Espíritu, la otra traducción de la palabra “Paráclito” es “defensor”. Es el Espíritu el que nos defiende. Es curioso que Jesús dijo “cuando os lleven a los tribunales, y a las sinagogas y tengáis que dar testimonio de mí, no busquéis palabras elegantes ni preparéis vuestra defensa, el Espíritu os enseñará lo que tenéis que decir”. Es el Espíritu el que nos defiende. ¿Y cómo nos defiende? ¿Nos defiende como nos defienden las leyes? Nos defiende bastante mejor. Pero, ¿cuál es la modalidad que tiene el Espíritu de Dios de ser nuestro defensor? Porque nos permite, el Espíritu, experimentar la vida nueva que Cristo nos da; una vida que está hecha de fe, de esperanza y de caridad. La fe no son las creencias. La fe es nuestro vínculo de alianza con Jesucristo, lo que le une a Jesucristo a nosotros desde toda la eternidad, pero hecho visible para nosotros desde la Encarnación y hecho consumado en la cruz y que se renueva en cada Eucaristía: “Este es Mi cuerpo, Mi sangre, esta es la Alianza nueva y eterna”. La fe es el vínculo de esa Alianza que Dios ha establecido; que Jesucristo ha establecido con nosotros.

Y la fortaleza de esa Alianza, que es más valiosa que la vida, se pone de manifiesto en los mártires. ¿Cómo defiende el Espíritu a los mártires? Humanamente, los mataron, no es que los haya defendido evitando que los mataran. Los defiende porque pone de manifiesto que “Tu Gracia vale más que la vida”; que la relación que Tú has establecido conmigo vale más que la vida, es el tesoro más grande. Porque la vida no tendría sentido una vez que Te he conocido. Para quien no te ha conocido, posiblemente trata de hacer sentido a la vida de unas maneras u otras, como puede. Pero una vez que Te hemos conocido, si Te hemos conocido de verdad, sabemos que Tu Gracia vale más que la vida, y que la vida sin Ti sería casi como una muerte anticipada.

El otro rasgo es la esperanza. Son las tres virtudes teologales, que significa que existen en nosotros porque Dios nos hace partícipes de Su vida divina; porque el Hijo de Dios nos comunica Su Espíritu de hijos, como Él. Y Él tiene fe en el Padre. Es uno con el Padre. Y Su unidad es como el modelo de esa Alianza a la que yo me estoy refiriendo. Pero, lo mismo la esperanza. En este mundo, la esperanza ojalá se pudiera vender. Pero fijaros, todos los adelantos del supuesto progreso, de los últimos trescientos o cuatrocientos años, ¿ha servido para fabricar un producto que se llame esperanza? Sirve para fabricar optimismo. Los medios de comunicación son expertos en vendernos optimismo. Pero el optimismo y la esperanza son dos cosas muy distintas, muy distintas. Sirven también para fabricarnos falsas alegrías y falsas ilusiones. El mundo en el que vivimos es un mundo lleno de falsas ilusiones. La esperanza, en cambio, no defrauda, como dice también San Pablo. No defrauda, porque el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado.

La esperanza (y me permitís que cite otra vez a Péguy): “Hija mía, la esperanza sólo es posible cuando uno ha sido muy feliz, cuando uno ha sido objeto de una gran gracia”. Si tenemos la experiencia de que el Espíritu está en nosotros, si tenemos la experiencia, la esperanza brota espontáneamente. Y esa esperanza el mundo le desconcierta, no la entiende. Ésa es la defensa. Otro aspecto de la defensa. Que el mundo pueda ser, ser capaces de dar, “dispuestos siempre para dar explicación, razones, a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza”, pero con delicadeza y respeto, no usando la vida que Jesucristo nos ha dado para dar en la cabeza a quien no la tiene. No, todo lo contrario. Con una ternura, con un afecto grande a quien no tiene el don de la fe y no conoce al Señor. Y puede ser, moralmente, mejor que nosotros. Dar razón de nuestra esperanza. Para eso hay que vivir la experiencia del don. Vivir. Que el Espíritu de Cristo sea verdaderamente el que dirige nuestros deseos, nuestros pensamientos, el que enriquece nuestra imaginación, tan importante en la educación y en la vida del ser humano: la imaginación y la potencia, porque nos la abre justamente a ese horizonte de la vida eterna y no se queda en los objetos inmediatos, pequeños.

Y, por último, el amor, la más grande de todas, la más potente de todas. El amor que es capaz de orar por los enemigos; que es capaz de perdonar a quien nos ofende; que es capaz de bendecir a quien nos maldice. El amor que es capaz, como dice el Señor, “perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”. Ese amor es la mejor defensa que el Espíritu hace de nosotros. Y quien tiene los ojos abiertos, quien tiene la mente abierta, quien el Señor le abre el corazón, ahí reconoce la Presencia de Dios, la reconoce en la fe. Pero, mientras la gente piensa que la fe son sólo creencias, van a decir “tú tienes esas, yo tengo otras”, en nuestro mundo eso se va a reconocer menos.

La esperanza ya es un bien más difícil de encontrar que las joyas y que el oro. Y por lo tanto, puede uno ser más sensible y decir “¿y esta persona que acaba de perder un hijo, esta persona que tiene las mismas enfermedades que yo, o que está hecha polvo porque tiene una dificultad física en su vida, cómo vive con esa alegría, cómo tiene esa mirada tan transparente?”, y uno empieza a preguntarse. Pero el amor, según el Amor de Dios, es inequívoco: “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros como Yo os he amado”. ¿Y cómo nos ha amado el Señor? “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a Su Hijo, no para juzgarlo, sino para que el mundo se salve”, por obra de ese mismo amor.

Señor, Te damos gracias. No podemos no dártelas, incluso en este momento tan difícil para tantas familias y para tantas personas. Te damos gracias, porque has venido a nosotros, has vencido al pecado y a la muerte, y nos has hecho partícipes de Tu Espíritu, que está con nosotros, que mora en nosotros.

Que la novedad de ese Espíritu se muestre, Señor, por Tu gracia en todos los momentos de nuestra vida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

17 de mayo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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