Homilía en la Misa corpore in sepulto del sacerdote diocesano D. Miguel Peinado Muñoz, celebrada en la Catedral el pasado 22 de Julio
Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo;
muy querido hermano D. Ginés, Obispo de Guadix;
sacerdotes concelebrantes;
hermanos y amigos todos:
El Señor ha creído oportuno llevarse a don Miguel de en medio de nosotros de manera bastante repentina y sin haber culminado –diríamos- una vida pastoral que estaba en plena floración como muchos de vosotros sois signos de ello, de la parroquia de El Chaparral y amigos de tantas partes.
Queridos hermanos, hermanas, familiares de don Miguel, ha sido en estos últimos días de dolor para mí también un testimonio el veros a vosotros sufriendo en paz y, al mismo tiempo, abandonados en las manos del Señor. Yo puedo dar este testimonio sencillo, y lo doy con mucho gusto: en los últimos ratos antes de que fuese entubado y sedado yo pude todavía hablar con él, rezar juntos un Padrenuestro, darle la absolución, decirle que ofreciera sus sufrimientos y su vida, aunque le pedíamos al Señor su salud, pero que ofreciera toda su vida en las manos del Señor, que el altar que en esos momentos tenía era la propia cama del hospital y que allí estaba ofreciendo la Eucaristía, esa que de una manera sacramental, misteriosa, ha ofrecido él y todos nosotros tantas veces en el altar de la Iglesia, y sin embargo, en algún momento, ese altar lleva nuestro cuerpo y es nuestro cuerpo lo que ofrecemos, no pan ni vino. Él asentía con la cabeza en la invitación a esa ofrenda de la vida por el bien de la Iglesia, por la salvación de todos.
Y yo creo que en ese gesto se recoge la historia de una vida sacerdotal preciosa. Él ha estado en muchos sitios y no los voy a mencionar todos, pero pienso en su ministerio en la parroquia de san Pío X; pienso en estos últimos años en El Chaparral, pero pienso en su período de rector del Seminario; en su período de vicario general, administrador diocesano, entre el ministerio de don Antonio Cañizares y el mío; en tantos trabajos sencillos y humildes que ha hecho acogiendo a personas, sencillamente administrándoles los sacramentos; pienso en sus campamentos en los que él ha gozado tanto haciendo catequesis en mitad de los juegos a los niños y a los adolescentes. Ahí tuve yo la primera experiencia del ministerio pastoral de Miguel.
Pero hay todavía un testimonio que puedo dar con más verdad y que también lo doy con mucho gusto: Miguel tenía una comunión irrompible con su pastor. Y sabía (porque nunca ha sido un hombre con poco inteligencia, ni muchísimo menos, sino todo lo contrario) que su pastor tenía límites y tenía defectos, seguro. Y sin embargo, su fidelidad y su obediencia, incluso a mí mismo me parecían a veces extremosas para consigo mismo, es decir, porque no medía las consecuencias o las dificultades que le podría crear hasta después de sufrirlas, pero sencillamente para él esa comunión era algo esencial a su ministerio sacerdotal, a su ministerio pastoral. Y eso no es un don frecuente, pero es un don que hace la vida extraordinariamente fecunda. Lo digo también por experiencia personal, no de poder presumir de una comunión así, pero sí de haberla buscado, de haberla deseado y de haberla querido vivir siempre, como puedo decir que Miguel la ha vivido, demostrando consecuencias a veces de cosas bien duras y bien desagradables.
Mis queridos hermanos, cuando nos reunimos para despedir a un amigo nuestro (y digo la palabra “amigo” con toda la carga con la que el Señor la decía en la Última Cena, cuando hablaba de “No os llamo siervos, sino os llamo amigos”), siempre que despedimos los restos de un amigo nuestro, nosotros damos gracias al Señor. Damos gracias al Señor por la Redención de Cristo. Porque es la Redención de Cristo. Todo lo que acabo de decir no valdría nada ni sería nada si Cristo no hubiera vencido sobre la muerte y si no se hubiese entregado a Sí mismo a la muerte por nuestra vida. Esa, la Redención de Cristo, es por Jesucristo Nuestro Señor por lo que es justo y necesario darte gracias siempre y en todo lugar, en el pasillo de espera de una Unidad de Cuidados Intensivos, o cualquier mañana con gripe, o en las puertas de un quirófano, o en lo alto de un monte en el que resplandece la gloria de Dios en el cielo y en las estrellas, o en un amanecer.
Siempre y en todo lugar es justo y necesario darte gracias. ¿Por qué te las damos? Porque Jesucristo Nuestro Señor hace que desde esas bellezas de la naturaleza hasta las bellezas más íntimas y más grandes de nuestra historia, y de nuestro ser, y de nuestras relaciones humanas sean salvadas, rescatadas por el amor infinito de Dios revelado en Cristo. Entonces, las vidas, las de todos nosotros, las de todos los hombres, incluso las de aquellos que no conocen a Dios, tienen sentido bañadas por ese amor, bañadas, recogidas en esa misericordia. La oración de Jesús (que se llama oración sacerdotal, no fundamentalmente porque en ella pida por los sacerdotes o por los apóstoles, que también, sino porque en ella intercede por el mundo como sacerdote supremo) dice: “Padre, yo quiero que donde yo estoy estén también ellos”. Esa oración no puede ser vana, no será en vana. Es la oración del Hijo de Dios. Es la intercesión del Hijo de Dios. El sacrificio que se renueva todos los días en la Eucaristía, esa ofrenda de Cristo es nuestra esperanza, no nuestras cualidades, no nuestras virtudes, que pueden ser muchas o pocas, pero la misericordia de Dios es infinita para todos. Las diferencias entre nosotros son siempre cien denarios. ¿Os acordáis de la parábola de los dos deudores, no? Siempre cien denarios. Entre el mejor de nosotros y el más pobre de nosotros, el más miserable de nosotros, no hay más que cien denarios de diferencia; entre nosotros y tu amor hay diez mil talentos. Y esa distancia infinita de los diez mil talentos, Tú, tu amor, la ha salvado por nosotros. Por eso te damos gracias. Claro que te damos gracias. Por el amor de tu Hijo, que ha roto el recibo de la deuda de diez mil talentos y nos ha abierto el acceso a Ti, a tu vida divina, a tu vida inmortal, a la vida eterna.
Te damos gracias por un ministerio sacerdotal lleno de frutos y de fecundidad. Algunos me lo habéis oído decir ya más de una vez quizás, pero hay momentos de alguna confesión, de alguna celebración de algún sacramento, pero sobre todo el de la confesión, donde uno da gracias a Dios: Señor, sólo por este momento, por ver renacer la esperanza en un corazón que aparentemente no tenía motivos humanos de ninguna clase para esperar, vale la pena haber nacido. El precio de uno de esos gestos tan desproporcionados a nuestras fuerzas y a nuestras cualidades que son los sacramentos a los que servimos, el don del cuerpo de Cristo que entregamos a su Esposa, con la que alimentamos a la Iglesia de Cristo, Dios mío, ese don del que no somos dignos de llevar en nuestras manos y que, sin embargo, Tú pones en nuestras manos para alimento de tu pueblo. La vida de un sacerdote no tiene precio. Y me dejáis, puesto que somos tantos hoy aquí, os pido que pidáis por las vocaciones. En lo que va de año llevamos despedidos ocho sace
rdotes. Señor, ten piedad de tu pueblo, ten piedad de nosotros. Ayúdanos. Danos las vocaciones que necesitamos. No abandones a tu pueblo, dándonos pastores santos, amantes del pueblo cristiano, amantes de la vida de ese pueblo cristiano, dispuestos a sacrificarla amorosamente por él, como Tú la ofreciste un día en el Gólgota y la ofreces todos los días a todas las horas, desde donde sale al sol hasta el ocaso en cada Eucaristía. Danos esos sacerdotes, por amor a tu pueblo, no porque los merezcamos nosotros, pero por amor a tu pueblo. Nosotros sabemos que esa oración es escuchada. Y sostennos a todos nosotros en la fe, en la esperanza y en el amor, en la comunión mutua que Miguel trató siempre de enseñarnos a vivir.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada