“Sostennos, Señor, en la fe”

Homilía en la fiesta litúrgica del patrón de la Archidiócesis y la ciudad de Granada, san Cecilio, el 1 de febrero de 2021.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;

queridos sacerdotes concelebrantes;

hermanos y amigos todos:

Es siempre un día especial celebrar san Cecilio y celebrarlo en este lugar, y dar gracias al Señor por una historia tan larga y tan fecunda de fe. Damos gracias por el origen de esa fe, que tiene siempre en sus raíces la sangre de los mártires. “Hombres -como dice la Carta a los Hebreos, en uno de estos días, en el elogio de los Padres que nos han precedido en la fe- de los que no era digno el mundo”. Hombres para quien la Persona de Jesucristo y la Gracia de Jesucristo era de tal manera lo más querido que ni siquiera la vida se le puede comparar. “Tu Gracia -dice el Salmo- vale más que la vida”. Y cuando uno ha encontrado a Jesucristo, nada en esta vida es comparable ni vale como el don que Jesucristo es para nosotros. San Pablo decía en una de sus Cartas, después de presumir de todas las cosas de que podía presumir humanamente, como fariseo, como discípulo de uno de los grandes fariseos del siglo I, y uno de los grandes doctores de la Ley, y como buen cumplidor de la Ley, decía sin embargo: “Todo eso lo tengo por nada, al lado del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas. Y en nada las tengo con tal de ganarle a Él y el poder de Su Resurrección”.

Damos gracias por la fe, por San Cecilio, quien, independientemente de cual sea toda la elaboración legendaria de su historia en el momento del hallazgo de los libros plúmbeos, una Tradición antigua y venerable sitúa como el primer pastor de la Iglesia en Granada. Damos gracias por una fe que llegó a Granada muy tempranamente, puesto que ya en el Concilio de Elvira se reunieron 80 obispos en la ciudad de Illiberis, en lo que después sería nuestra Granada, para tratar de cuestiones de fe y de disciplina de la Iglesia, lo cual indica que había unas raíces cristianas establecidas, muy a comienzos del siglo IV. Y eso no sucede en 10, ni en 15, ni en 20 años. Y damos gracias por toda aquella cadena de personas a través de la cuales la fe ha llegado hasta nosotros, también las más inmediatas, también las más cercanas: nuestros padres en la fe, los amigos que nos han transmitido la fe, nuestra madre tal vez, en muchos de nuestros casos.

Celebrar y dar gracias por la fe en el mundo en el que estamos tiene un valor y un significado singular. Veréis, somos un pueblo de Tradición católica, de una larga Tradición católica, como acabo de recordar y, sin embargo, somos un pueblo en estos momentos culturalmente ateo. ¿Qué quiero decir con eso? Quiero decir que la fe católica significa tan poco en nuestras vidas que a veces resulta difícil poder decir qué es un cristiano o qué distingue a un cristiano. Y no me refiero tanto a actos de culto, a la participación de los Sacramentos o en la Misa, que es un fenómeno común -si queréis- a cualquier religión. (…) El problema es cuando esos actos de culto no tienen ninguna repercusión en nuestra vida. Es decir, nuestro problema no es que asistamos o no asistamos a la Eucaristía, o que asistamos o no asistamos a las catequesis, o que podamos o no podamos hacer procesiones; nuestro problema es que en la vida ordinaria, cuando compramos y vendemos, cuando nos enamoramos, cuando nos casamos, cuando empleamos nuestro tiempo libre o el tiempo de ocio, cuando trabajamos y comentamos el valor del trabajo con nuestros compañeros, pensamos exactamente igual que los que no tienen fe. Hacemos una valoración prácticamente idéntica a la que hacen las personas que no tienen fe, del dinero, de la salud, de la enfermedad, de la vida y de la muerte, del trabajo y de valor del trabajo.

Eso, por bellos que pudieran parecer o ser nuestros actos de culto, que, además, sólo entendemos nosotros en muchos de sus aspectos, porque tampoco tenemos la paciencia o el cuidado de enseñarlo a nuestros fieles; el lenguaje de la liturgia precioso, maravilloso, pero no es para unos pocos especialistas como un arcano escondido. No, es para comunicar la fe, y para comunicar una fe que es, ante todo, un modo de vida. La fe no son creencias. La fe no nos enseña acerca de unas cosas que, sin ella, no conoceríamos. La fe es una luz que ilumina nuestra vida, nuestro nacer y nuestro morir, nuestro comerciar, nuestro trabajar. Es una luz que ilumina el valor de las cosas, el valor del dinero, de la salud, el valor del trabajo, el valor de la amistad, el valor de un amor esponsal, el valor de educar o el valor de criar unos hijos, de sostener una familia. La fe es la luz que ilumina todo eso y hace que lo podamos vivir de una manera distinta al que no tiene fe.

La fe no nos hace mejores. Al revés, también en estos tiempos vemos a personas que no tienen fe y que son estupendas. Pero no es para eso para lo que creemos en Jesucristo: para ser mejores que nadie. Sin duda, la fe nos hace mejores de lo que seríamos si no conociéramos a Jesucristo, y la fe en Jesucristo y la compañía de Jesucristo nos conduce hacia la perfección de la humanidad, pobre y limitada, pero hacia la perfección de esa humanidad en todos los aspectos. Pero la fe es esa luz que ilumina las cosas de nuestra vida y, en primer lugar, la vida misma, y nos hace posible vivir de otro modo. En un momento en el que todos los días a mí como pastor me toca acompañar a personas o casi todos los días que han perdido a un familiar y que te dice otra vez “lo más doloroso es saber que no le hemos podido hacer un funeral, o que no le hemos podido acompañar en un hospital, o que no hemos podido estar con él en los últimos momentos”. Y es verdad que eso es duro, muy duro, pero también es verdad que eso no se nos ha prometido en ninguna parte. Lo que se nos ha prometido es que nuestra vida desemboca en Jesucristo; que nuestra vida desemboca en el Cielo.

“Alegraos -decía el Señor a los 72 cuando volvía- no porque se os someten los demonios –que es mucho ¿eh?, poder tener dominio sobre el espíritu del mal–; alegraos porque vuestros nombres están inscritos en el libro de la vida”. La fe engendra gratitud y alegría. Si queréis, gusto por la vida. Reconocimiento del don que es todo, del don que es la Creación, del don que son las personas, del regalo infinito que es siempre un ser humano, una persona humana. Un amigo, un afecto bueno. Una alegría de vivir. Yo sé que el miedo no se puede prohibir, pero que quienes nos decimos cristianos vivamos tan dominados por el miedo dice algo, dice mucho, acerca de la calidad de nuestra fe. Como si morirse fuese algo extraordinario, como si no supiéramos qué nos aguarda, Quién nos aguarda del otro lado de la muerte. Es muy triste no poder despedir a una madre, o a un hijo, o a un hermano, pero es mucho más triste, ¡mucho más triste!, no tener ninguna certeza acerca del significado de la vida y de la muerte, y por desgracia, somos un pueblo católico que ha perdido esas certezas, y eso es tremendo, porque es un catolicismo huero, vacío, sin contenido. ¡Y nosotros mismos somos los que pagamos las consecuencias! Cuando el Señor decía en el Evangelio, “ay de ti Corozaín, ay de ti Betsaida, ay de ti Cafarnaún”, nos lo dice a nosotros. Y pone por delante a Sodoma, a Gomorra, a Tiro, a Sidón, ciudades pecadoras, el símbolo mismo del pecado, y ciudades paganas, porque si en ellas se hubieran hecho los signos que se han hecho en vosotras, hace mucho que se habrían convertido, por eso el día del juicio les será más suave a Sodoma, a Gomorra, a Tiro y a Sidón que a esas ciudades que durante siglos habían vivido de la Alianza del Sinaí, y en las que Jesús había predicado y anunciado el Evangelio.

Señor, esa palabra del Evangelio nos provoca. Celebrar san Cecilio en estos momentos de una pandemia, Dios mío, tan larga y ya tan fatigosa, y tan desconocida, porque nadie puede decir lo que va a durar, ¿pero acaso es no nos devuelve a nuestra condición humana, tal y como es, a la verdad de lo que somos?…

Al día siguiente de los terremotos leía un artículo que me pareció más serio, más razonado, más inteligente, de alguien con muchos títulos para poder hablar de los fenómenos sísmicos. ¿Sabéis lo que decía el artículo? Es imposible saber cuándo va a ser el próximo terremoto. Es imposible saber si va a ser fuerte o menos fuerte. Que el hecho de que haya un cierto enjambre o un cierto número de terremotos suaves suele ser considerado como un indicio de que la presión se va, por así decir, descargando poco a poco y que no vendrá un terremoto de esos tremendos; dice: “Es una suposición, porque no podemos estar ciertos de ello”. Dios mío, esa era la conclusión de un artículo de alta divulgación, hecha por un científico. Es decir, ¿qué nos dice la ciencia? Que no somos dueños del tiempo, de la tierra, del espacio en que vivimos, que nuestra misión en esta vida no es dominarlo, dominar el mundo; nuestra misión en esta vida es cuidarlo, cuidarlo como un regalo y como un regalo precioso. Cuidar de la vida, cuidar de nosotros, cuidar de nuestras relaciones, cuidar de las cosas, cuidar del mundo. Ese sentido del cuidado sería otro de los frutos, no quizás el primero, pero sí muy inmediato, del haber encontrado a Jesucristo y de haber encontrado justo el significado de la vida, alegría de vivir, la gratitud por vivir. Y la libertad con respecto al miedo a la muerte.

En la Carta a los Hebreos, que contiene en varios momentos un resumen de lo que es la fe cristiana, dice que el fruto de la Encarnación de Dios es justamente que nos ha liberado de aquel, Satanás, que “por temor a la muerte nos tiene toda la vida sometidos a esclavitud”. El temor a la muerte es un signo de nuestra esclavitud. Que no es lo mismo que el sentirnos criaturas limitadas, porque se puede ser una criatura limitada y estar lleno de alegría y vivir con alegría. La alegría de los propios límites, la alegría del bien que significa la vida en esos límites que se me ha dado, y de cómo es esa vida, dentro de esos límites, un signo y una promesa, y las arras de una vida y de una alegría eternas.

No me parecería honesto celebrar san Cecilio sin hacer referencia a las circunstancias concretas en las que estamos. Y no me parecería honesto no pedirle al Señor, que le dirijamos a Dios, por Jesucristo, la misma oración que aquel centurión: “Yo creo, pero aumenta mi fe”. Que no es una cuestión de voluntarismo; que no es una cuestión de empeñarse. Es una cuestión de reconocer. ¿En qué se reconoce la fe? Pues, en los frutos que produce. Y cuando esa fe no produce frutos, no es exagerado decir “somos un pueblo católico que vivimos como ateos en realidad”. Participamos de la misma cultura que participa todo el mundo y alimentamos nuestra inteligencia, nuestros afectos y nuestro corazón de las mismas imágenes, de los mismos medios de comunicación, de los mismos mensajes que todo el mundo. No vivimos de la esperanza de la vida eterna. No vivimos con la conciencia de que la vida eterna está ya aquí, en medio de este mundo mortal, en medio de los terremotos, en medio de la enfermedad y de la muerte. Claro que sí. “Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Tu Enviado Jesucristo”. Si conocemos a Jesucristo, se hace verdad esa frase que yo estoy repitiendo últimamente en esta semana muchas veces, creo que de santa Clara: “Todo el camino para el Cielo es Cielo”. Todos nuestros días, todas nuestras horas, todos nuestros minutos, en cualquier tipo de circunstancia. Es fácil decir eso cuando todo va bien y cuando todo sale según nuestros cálculos, pero cuando nada sale según nuestros cálculos, es entonces cuando tiene importancia decirlo, porque es entonces cuando uno da testimonio de Jesucristo.

Hace pocos días, poco más de una semana, cuando ha habido la explosión de gas de ese edificio en Madrid, y como la noticia ha sido tan divulgada y tan escandalosa, todos hemos podido ver el testimonio de fe de la familia, de una de las víctimas, de los sacerdotes que estaban con ellos. Justo ahí, uno dice “esa es la importancia de la fe”, claro que sí, que me permite cantarte y darte gracias el día que ha muerto mi padre o que ha muerto mi esposo. Como no es una cuestión de empeño, ni de voluntad, ni de codos, ni de empeñarse de ninguna manera, sino una gracia, pidamos el don de la fe, que es lo que hace que la vida tenga sentido. Me diréis, “pero es más misteriosa la fe”. Me dejáis que os diga que es mucho más misteriosa la vida cuando no se tiene fe, ¡mucho más misteriosa! Yo se lo he oído decir muchas veces a mi madre y cada vez estoy más convencido de la profunda verdad que eso tiene. Qué difícil es. Mucha gente presume de ser ateo, pero qué difícil es ser ateo. De cuántas cosas tiene uno que olvidarse para poder afirmar de una manera inteligente, coherente, razonable, que un día la nada explotó y ha salido este mundo tan bonito. ¡Qué estupidez!

Señor, que no nos sea el día del Juicio más severo a nosotros, que te hemos conocido, que a Sodoma y a Gomorra; que esos pecadores que tantas veces despreciamos y que, sin embargo, Tú mismo dijiste que nos precederán en el Reino de los Cielos. ¿Por qué? Porque ellos sabían que tenían necesidad de Ti, y nosotros nos creemos que Tú nos debes y nos tienes que pagar por lo poquito que hacemos por Ti, o por la nada que hacemos por Ti.

Aumenta, Señor, nuestra fe. Sostennos en ella y permítenos ser testimonio de Tu Resurrección, del valor de esa Gracia que, como los mártires de ayer y de hoy, que los sigue habiendo y los hay todas las semanas, ponen de manifiesto que valen más que la vida. Porque la vida sin Ti y la vida sin esa Gracia, no tendría ningún sentido, y ninguno es ninguno, y qué mal se vive cuando la vida no tiene sentido, sólo para comer. No merece la pena.

Que el Señor nos conceda no sólo vivir esa fe, sino poder comunicarla humildemente, lejos de nuestras torpezas, a quienes están cerca de nosotros, a quienes nos acompañan en el camino de la vida, a quienes caminan con nosotros un trozo en ese camino de la vida.

Que así sea para toda nuestra Iglesia de Granada, para todos nosotros.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

1 de febrero de 2021

Abadía del Sacromonte

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