Homilía en el XXXIII Domingo del T.O, en la que Mons. Martínez habla de los atentados en París y del Día de la Iglesia Diocesana, que se celebra con el lema «Una Iglesia y miles de historias gracias a ti».
Queridísima Iglesia de Jesucristo, Pueblo santo de Dios:
Las lecturas de la misa de hoy, nos estamos ya orientando al final del año litúrgico, y hablan de la Historia y describen la Historia a veces como si la Venida del Señor estuviera precedida de catástrofes y de acontecimientos angustiosos y singulares. La verdad es que cuando uno pone juntos todos los pasajes de la Escritura que hablan de ello, uno se da cuenta de que lo que sucede es que la Historia está descrita de una manera catastrófica. Es decir, en la Historia hay siempre catástrofes, hay siempre tiempos de angustia, hay siempre dificultades, hay siempre guerras, hay siempre desigualdades entre los hombres, odios. No es banal ni casualidad que después del primer pecado de los hombres la Escritura ponga el asesinato de Abel por obra de su hermano Caín. Es como algo que está, una herida que acompaña nuestra Historia. Y es verdad que hay en la Historia y momentos en la Historia donde nos acostumbramos de alguna manera a la seguridad y a la bonanza, de tal manera que llegamos a pensar que nuestra felicidad está constituida por los bienes de este mundo que forman parte de esa bonanza. En nuestro mundo concreto, por la inmensidad de bienes de consumo disponibles para nosotros, por ejemplo, en un contexto de paz exterior. Digo de paz exterior porque al mismo tiempo esa paz puede ir acompañada de soledades terribles, de dolores y de angustias terribles en el seno de la vida personal de tantas personas, de una desazón muy grande sobre el sentido de la vida, sobre el valor mismo de la vida humana, el «para qué» de la vida humana.
Hoy, yo creo que para todos en cierto modo, y de una manera muy real, es un día de luto, justo porque de repente el mundo ha sido sacudido por una de estas realidades que ponen de manifiesto la fragilidad de nuestra vida; hasta qué punto estamos los unos en manos de los otros y hasta qué punto el odio, tal vez incluso el odio a sí mismo, puede ser destructivo y algo horroroso, y que además no sabemos dónde puede manifestarse o aparecer, en cualquier momento, en cualquier lugar de la manera más imprevista. Son, por lo tanto, días de dolor, también de reflexión, de súplica. Hay que orar. Claro que hay que orar por las víctimas; hay que orar por los asesinos; hay que orar por las familias de las víctimas; hay que orar por nuestras sociedades. Fijaros que nuestra sociedad es una sociedad justo en virtud de su raíz cristiana basada en la confianza, en la confianza mutua: nos subimos a un autobús y nadie pensamos que el autobús va a explotar, vamos a un bar y pedimos una bebida, y nadie pensamos que nos van a poner veneno en esa bebida. Es decir, si uno piensa en la cantidad de cosas que hacemos movidos por la fe en que todo el mundo hace las cosas lo mejor posible y buscando el bien de todos, realmente si quitáramos eso, no podríamos vivir, nuestras sociedades no se sostendrían. Y de alguna manera ése es el objetivo del odio: sembrar una desconfianza tal que haga imposible la vida tal como la conocemos. Yo no voy a «canonizar» nuestras sociedades. Es más, creo que ese odio y las formas de ese odio –me refiero muy concretamente a ISIS- tiene mucho que ver con el vacío. Es curioso el atractivo que eso provoca en personas que han nacido y han crecido y se han educado en nuestras propias sociedades, por lo tanto no voy a ser un defensor ciego del mundo en el que vivimos. Pero es verdad que hay elementos en ese mundo extraordinariamente valiosos: el respeto a la vida de cada persona humana, algo que se ha hecho mucho más frágil y menos evidente en nuestro mundo, precisamente porque empezamos a recortar ese derecho, por un lado, por el niño no nacido, con el aborto, por otro lado para las personas más mayores, con la eutanasia. Pero es verdad que forma uno de los elementos más característicos, más valiosos de nuestra cultura el que toda persona humana por sí misma merece respeto, merece amor, es amable, es digna de amor; y amor significa no algo sentimental, sino el que deseemos su bien, el bien de esa persona de quien tenemos delante, el bien más grande posible para cada uno. Y sólo eso hace una sociedad humana. Lo mismo que la confianza mutua. Una sociedad basada en la confianza es una sociedad sostenida justamente sobre el amor como el secreto último de la realidad, como la puerta entre este mundo y el Misterio infinito de Dios. Sólo se sostiene sobre la certeza de un Dios que es amor, de que Dios, el Dios verdadero, el Dios único, es amor.
En estos días, yo he oído decir –ayer y esta misma mañana- «la respuesta al odio no puede ser el odio». Evidentemente. Eso sería darles la razón a los que odian. Evidentemente no podemos dejarnos arrastrar a una espiral de odio. La respuesta adecuada es sólo el recurso a lo más rico, lo más bello, lo más auténtico. Lo que podemos presentar sin avergonzarnos ante el mundo es la belleza de una sociedad construida justamente sobre la confianza y sobre el amor. La alegría de vivir en la confianza y en el amor. Lo que no se llega casi nunca a decir (por lo menos yo no lo he oído apenas) es decir que esos valores no existen así en el vacío y en el aire, sino que poder vivir así es posible cuando uno se sabe amado con un amor incondicional. Uno puede dedicar la vida al amor, incluso a los fracasos de un amor que no encuentra correspondencia, y no me refiero sólo al amor de los novios o de los que se enamoran, sino a veces al amor de los padres y los hijos, o al amor de los hermanos, o a la amistad. Uno puede sufrir las derrotas del amor sin destruirse, los malos pagos al amor: que uno ama y puede encontrarse con el odio, con la envidia, o con el egoísmo como respuesta; uno puede vivir eso sólo cuando está sostenido por un amor infinito, cuando tiene la experiencia de ser amado con un amor infinito que ni siquiera la muerte tiene el poder de destruir, porque aunque nos destruyera la muerte nuestro hogar está encendido y nuestro Padre nos aguarda en él con los brazos abiertos. Sólo eso es un fundamento sólido para eso que llamamos «los valores espirituales» de nuestra cultura, lo mejor de nuestra cultura, lo que la hace atractiva, lo que cualquiera puede percibir como extraordinariamente bello, en lugar de dejarnos arrastrar a un juego venenoso de respuesta al odio con más odio, o de hacer pagar el odio dejando crecer el odio, la semilla del odio en nuestro corazón. Eso sería darles la victoria a los terroristas.
Mis queridos hermanos, oramos. Un día como hoy oramos. Oramos por el mundo. Oramos por la paz. El Papa ha dicho –no lo ha dicho sólo ayer, lo ha dicho en estos dos últimos años en muchas ocasiones-: estamos viviendo una tercera guerra mundial, sólo que es una guerra que es por trocitos y fragmentada, no con unos frentes claros y delimitados, en absoluto.
Pedimos por nuestro mundo, pedimos por la paz. Le pedimos a Dios, al Dios que es amor que abra nuestros corazones al don de su gracia y que nos permita tener un juicio claro, más nítido, más iluminado, más verdadero sobre la situación. No os dejéis llevar a la trampa de que ISIS representa una forma de fanatismo religioso. ISIS no es religioso. Yo me atrevería a decir que ISIS es el enemigo más grande que tiene el Islam, en lo que el Islam tiene de forma, de tradición religiosa y de tradición de vida. Porque eso no puede hacerse en nombre de Dios. Nunca. Y nosotros los cristianos lo sabemos bien, porque también a lo largo de nuestra Historia ha habido tantos momentos en que hemos usado la fe como si fuera una especie de mercancía en función de bienes de este mundo: de bienes políticos, de bienestar, de obtener puestos, de conquistas humanas, incluso de conquistas culturales. En cuanto la usamos así la estamos profanando. Estamos profanando la fe. Y los cristianos hemos profanado la fe cri
stiana muchas veces. Tenemos experiencia de ello, por lo tanto somos conscientes de lo que significa profanar la fe. Y os aseguro que ISIS no es un hecho religioso, no es un dato religioso. Al contrario, es un hecho que no puede conducir mas que a un odio profundo a todo lo que pueda significar religión, incluso la religión islámica en lo que tiene de tradición verdaderamente religiosa, que es mucho, que ha sido mucho también en la Historia.
Oramos. Una de las víctimas había nacido en Granada. Sus familiares viven aquí. Vamos a pedir por Juan Alberto, y vamos a pedir por su familia. Vamos a pedir, repito, por nuestras sociedades, por nuestras familias. Ocasiones como éstas son un reto a hacer resplandecer la belleza de nuestra fe, hacer resplandecer la santidad de Dios en nuestras vidas, en nuestra carne, en nuestra pobreza, en nuestra pequeñez. Es la única respuesta adecuada, y es la que el mundo espera de nosotros. También la lectura de hoy hacía referencia a ello cuando decía «Cristo se ha ofrecido por nosotros, de una vez por todas; ha ofrecido su vida divina, se ha hecho uno de nosotros y se ha dado a la muerte para que nosotros vivamos». ¿En qué nos apoyamos?: ¿en nuestras cualidades, en nuestra capacidad de esfuerzo, en nuestra capacidad de amar, tan frágil, tan pequeña? No. Nos apoyamos en el amor infinito de Dios, manifestado y entregado a nosotros, y ofrecido a nosotros en Cristo Jesús, Señor Nuestro.
Y por último, hoy celebramos el Día de la Iglesia Diocesana. El lema es bonito y complicado: «Una Iglesia, miles de historias gracias a ti». La Iglesia es «una» porque es el lugar de la Presencia de Cristo. «Miles de historias» porque cada uno vivimos esa Presencia y esa gracia de una manera diferente, con una historia diferente, en el lugar donde hemos nacido, con las circunstancias en las que hemos crecido y en las que vivimos ahora mismo.
El don del amor de Jesucristo nos permite vivir las circunstancias de hoy en paz, con un corazón sereno, con nuestra esperanza puesta en Dios y en su amor y en su misericordia infinitas.
Que el Señor nos dé a todos esa gracia. Que nos podamos sentir Iglesia gozosamente, justamente porque es el lugar donde el Señor está en nosotros. Yo sé que en esta Catedral, no todos, casi la mitad o más de los que celebráis la Eucaristía cada domingo no somos de la misma Diócesis. No importa. Somos de la misma Iglesia. Formamos parte del único cuerpo de Cristo. Somos miembros de la misma familia, hermanos unos de otros, miembros los unos de los otros, parte del mismo cuerpo. Que la Presencia del Señor haga fructificar en nosotros la santidad, esto es, el amor que se sitúa por encima y más allá de todo odio, de toda división, de toda envidia, del amor con el que nosotros somos amados por Dios.
Vamos a proclamar nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
15 de noviembre de 2015
S.I Catedral
XXXIII Domingo del T.O