“Sólo Cristo nos hace posible una alegría que brota de lo más íntimo de nuestro ser”

Homilía en la Eucaristía del IV Domingo de Adviento, el 20 de diciembre de 2020.

No tengo un amigo que me recuerda muchas veces una frase de Jesús en el Evangelio: “No cae una hoja de un árbol sin que el Señor lo consienta”. Y a mí me parece que lo que celebramos hoy es muy grande, y por supuesto no sucede si no es porque el Señor hace un tipo de bordados que sólo Él sabe hacer.

 

Os decía antes que la Luz de Belén es un signo precioso que precede a la Navidad y que nos anuncia el sentido de la Navidad. Y os decía que iba a haber más signos. Hay tres signos más, ahora en este momento, enseguida, que son tres bautizos. Y luego, al final de la Eucaristía, al menos una niña va a hacer la Primera Comunión y es justo el día del aniversario de boda de sus padres. Y todo eso os prometo que no es fruto de un cálculo. No fue fruto de un cálculo que nos tropezáramos en la Plaza de Bibrambla hace unas semanas y no ha sido fruto de un cálculos vuestros hijos. Y no ha sido fruto de un cálculo la Comunión de Lidia -al menos de Lidia-, porque estaba previsto que hiciese la Primera Comunión en febrero, cuando murió el sacerdote que se la iba a dar. Luego, por las circunstancias de la pandemia, hemos esperado hasta hoy.

 

Pero como todo eso lo hace el Señor, lo hace siempre con un significado y un significado bueno para nosotros. Es un poco como la Misa Crismal es para el Viernes Santo o el Jueves Santo es para el Viernes Santo. El Viernes Santo recordamos la consumación del Evangelio que acabamos de escuchar, o sea, que el Hijo de Dios se hace hombre para mostrarnos que al amor de Dios no le detiene nada. Y nada es nada. Y no hay amor más grande que dar la vida por aquellos que uno ama y al Señor no le ha detenido el odio, la mentira, los engaños, las envidias, los celos de los hombres, las traiciones, para mostrarnos que nos amaba hasta el extremo. Ese día de Viernes Santo celebramos la consumación de aquello para lo que Jesús había venido, que era para unirse a nosotros con una unión, una Alianza nueva y eterna, que nada, ni el mal, ni el pecado, ni la muerte… Pensad que la Pasión de Cristo es el pecado más grande que ha habido en la Historia. Todos los demás son ridículos. Y al Señor no le ha detenido eso para decirles a aquellos que le estaban crucificando “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Para ponerse, poner su cuerpo, entre la justicia de Dios y la pobreza humana.

 

Y el Jueves Santo se celebra que eso no es una cosa que pasó hace dos mil años y la recordamos con cariño y devoción. No, no. Sino que sigue siendo una cosa presente. Y la historia del Viernes Santo comenzó cuando el Ángel Gabriel le dice a María: “Dios te salve, María, llena eres de gracia”. Había comenzado en realidad dos mil años antes, cuando Abraham… Había comenzado, si queréis, en el momento de la Creación, pero es verdad que los hombres, por el mal uso de nuestra libertad, hemos destrozado muchas veces el designio bueno de Dios. Pero el designio bueno de Dios no se ha rendido y eligió a Abraham, y luego se pasó dos mil años educando un pueblo para que lo que iba a suceder en la Anunciación no fuera fruto de un milagro a lo Hollywood, o si queréis a lo Harry Potter, sino que fuese una conjugación perfecta entre el amor de Dios y la libertad humana. Y eso significaba educar esa libertad. La educaron los profetas, la educó Moisés. Primero Moisés y luego los profetas, hasta que una mujer pudo decir “sí”, sin ningún tipo de fisuras, a ese amor de Dios.

 

Perdonadme si me conmuevo. Lo que celebramos en la Iglesia es tan grande que casi lo que me escandaliza es cuando no me conmuevo. Lo que me escandaliza de mí empezó en la Anunciación. Pero lo que vamos a celebrar dentro de unos días es el Nacimiento del Hijo de Dios, que no es una cosa piadosa, que no es una historia tierna para emocionar y comentar a los niños, y de que los niños se acuerden de que Jesús les quieren. Es lo que da sentido a la Historia; a la Historia del mundo y a todas las circunstancias de la Historia del mundo, incluida la pandemia, incluidos los desastres de las guerras, las luchas de poderes de los grandes del mundo, las miserias de la historia humana y sus consecuencias; pero también los misterios de nuestro corazón y de nuestra vida, más pequeñas, a veces diminutas, pero que nos hacen a veces sufrir tanto: la envidia dentro de una familia, el desamor… El desamor es siempre un pecado, porque siempre es posible amar más, siempre es posible recomenzar de nuevo. Qué fácil es decirlo, ¿verdad? Pero el Señor no es que ignorase de lo que somos capaces los seres humanos, no lo ha ignorado nunca. Nos ha conocido, nos conoce desde toda la eternidad, a cada uno, mejor que nosotros mismos. Como decía san Agustín, “eres más íntimo a mí que yo mismo”.

 

Y conociéndonos no se ha avergonzado nunca de nosotros y ha querido compartir nuestro destino y nuestra vida. Pero –repito-, la historia de la Navidad no es una historia que sucedió hace dos mil años. Benditos belenes, benditas luces que encendemos, bendita fiesta, porque es el único verdadero motivo de fiesta, aunque uno no la pueda celebrar. Cuántas veces se ha celebrado la Navidad en la celda de una cárcel. Cuántas veces no ha podido celebrarse la Misa del Gallo sin poder celebrar la Eucaristía. Sacerdotes, obispos, fieles cristianos… En una trinchera, debajo de un bombardeo… ¿Y es que eso no es celebrar la Navidad? Pues, depende. Si uno sabe lo que está sucediendo y lo que está sucediendo es el amor de Dios que se nos da, y eso es lo que cambia nuestra vida y lo que da esperanza a la Historia del mundo sean las circunstancias que sean, porque ese amor es fiel, ese amor es incondicional, ese amor es eterno…. Y como el Jueves Santo, celebramos los Sacramentos que prolongan en la Historia el Acontecimiento de la Pasión y de la muerte de Jesús, donde se consuma la Alianza eterna. Que no se consuma en la Cena. En la Cena, el Señor lo explica e inicia el Sacramento de la Eucaristía. Se consuma en la cruz, de la que la Eucaristía es memoria y prolongación en la Historia. Pues, así, los bautizos y la comunión de hoy son lo que expresa que el Nacimiento de Jesús es contemporáneo nuestro, porque vuestros hijos van a comenzar a participar de la vida divina. Se une a ellos el Señor con una unión, que ni siquiera la unión del matrimonio más enamorado, más fiel, es capaz de representarse o es capaz de vivir. Porque se hace uno con nosotros.

 

Señalo de pasada que en el relato de la Anunciación que hemos escuchado está el Espíritu Santo. “El Hijo que nacerá de Ti se llamará Hijo de Dios y la gracia del Altísimo te cubrirá con su sombra”. El Espíritu Santo te cubrirá con su sombra. Padre, Hijo y Espíritu. El Hijo se encarna. Pero lo mismo sucedía en la primera Creación: “Y dijo Dios…”. Y Dios habla y crea por su Palabra “y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas”. Entonces, no se hablaba del Dios Trino. Los judíos que escribieron el Génesis no sabían nada, ni siquiera se imaginaba. Sabían que eres un solo Dios, un solo Señor, pero ahí está el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. “Y hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Qué cosa tan misteriosa, cuando si algo tenían claro el pueblo judío es que Dios es uno. Pero, cuando empieza la vida, allí está Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y cuando empieza la nueva Creación, también están allí Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y esa es la vida divina que vuestros hijos reciben hoy.

 

La reciben a una edad en la que no son conscientes del regalo. En cierto sentido, a mí me resulta chocante cuando hablamos del derecho a la vida, porque si a algo no tenemos derecho es a la vida. Siempre me ha resultado chocante ese lenguaje. Digo, “si a mí, la vida, si es el regalo primero que me han hecho. Nadie me ha pedido permiso, ni ha firmado un formulario o así. Cómo voy a tener derecho a la vida”. La vida me la han dado y todo lo que viene con ella. Todo es gracia, todo es don. Quien ha conocido a Jesucristo sabe que todo es gracia. Bueno, pues esa vida es la que se da a vuestros hijos. Uno casi recién nacido y otros con unos cuantos añitos, pero tampoco se dan cuenta, no pueden dársela, de lo que está sucediendo. No importa. Igual que vosotros les queréis y tampoco ellos son conscientes, ni saben un discurso de lo que significa ese cariño vuestro, y no por eso dejáis de dárselo. Pues, no importa. Claro que no se dan cuenta y no saben razonar lo que sucede, pero lo importante es que sucede, y lo que sucede es que el Hijo de Dios se une a ellos de una manera. Los frutos de su muerte y de su Resurrección, por el agua del Bautismo, se les comunica a ellos de una manera que Cristo vivirá en ellos y con ellos para siempre. ¡Para siempre! Porque el Señor no retira nunca sus dones. Sólo si ellos un día lo rechazan, y lo rechazan también para siempre, porque, si no lo rechazan para siempre, ya buscará el Señor una rendija para colarse. Veréis, que el Señor no se rinde. Si es que si algo el Evangelio nos ha enseñado es que Dios no se rinde y que se cuela por cualquier rendija, por muy grande que sea nuestra miseria; si le dejamos una rendija, se nos cuela, y nos abraza, y nos dice “te quiero”. Al menos Lidia va a recibir su Primera Comunión a una edad en la que ella ya sabe perfectamente. El primer día que me dijo que quería hacer la Comunión y que no había podido recibirla como estaba pensado al principio, yo le dije “¿te das cuenta de lo que es comulgar?, ¿y sabes lo que significa?”. Y dijo, “sí, recibir al Señor”. Yo le dije “tienes razón, eso es lo que significa”. Pero se lo dije también de otra manera: “significa también que tú, desde toda la eternidad, eres una princesa del Señor y el Señor te ha querido y te quiere con un amor infinito, y en el Bautismo empezaste a participar de esa vida, y el día que haces la Primera Comunión, pasas de ser princesa, a ser reina. ¿Lo entiendes?”. Dijo, “sí”. “Haces la Primera Comunión cuando quieras”. ¿Y lo entendemos muy bien, verdad?

 

Me parece por eso una gracia especial de Dios poder celebrar simplemente que la Navidad no es un hecho del pasado; que Cristo es nuestro contemporáneo, el tuyo, el mío, el de cada uno de nosotros. Que Cristo nos ama con ese amor infinito y quiere unirse a nosotros, a cada uno Quiere sostenernos en la esperanza y en el amor. Quiere descubrirnos que el mundo, la vida y la Creación son algo bello y amable, y que toda belleza que hay en este mundo y todo amor que hay en este mundo y toda verdad que hay en este mundo es una participación de la Verdad, del Bien –es decir, del Amor– y de la Belleza infinita de Dios. Y eso es la Navidad, lo que nos hace posible afirmarlo. Si no, la belleza es trágica; la verdad es arbitraria y el bien, uno nunca sabe si es un bien interesado. El amor, puede uno siempre sospechar y deja siempre un resquicio también para la sospecha, para el mal, está herido. Sólo Cristo nos hace posible una alegría que brota de lo más íntimo de nuestro ser y por eso, que somos seis, que somos nueve, que somos tres, que tengo que celebrar la Navidad solo… si sé lo que estoy celebrando, que es que estoy hecho para la vida eterna, que estoy hecho para el Cielo, y que el amor de Jesucristo no me falta nunca, ¿qué importa? Ojalá pudiéramos todos bailar (bailar por la calle el día de Navidad, claro que sí, bailar porque Cristo ha nacido). Pero si estoy solo, Cristo ha nacido igual y me es posible acogerlo con fe y con esperanza y con amor, y me es posible perdonar, y me es posible vivir en paz, y morir en paz, aunque esté solo en una UVI y aunque no hayan podido venir a decirme adiós. Los brazos del Señor me aguardan en el momento de la muerte y lo primero que recibo cuando muero es el abrazo de Jesucristo. Y eso, nada más que eso, es lo que celebramos en la Navidad.

 

Vamos a proceder al bautizo de Antonio, de Jesús y de Sergio en primer lugar, y continuamos en la Eucaristía. Conscientes de que la Eucaristía renueva todo el Misterio de Cristo. Renueva la Encarnación. Renueva la Pasión y la muerte. Renueva la Resurrección. Renueva la Comunión del Espíritu Santo. Nos da los frutos del Misterio de Cristo. Cada Eucaristía. En ella se renueva el don que Cristo ha hecho de Sí: “Tomad, comed”. Esas son las palabras más grandes de la Eucaristía: “Tomad y comed”, esto es para vosotros. ¡Dios es para nosotros! Cristo es para nosotros. El Hijo de Dios es nuestro y nosotros somos suyos. Pero es que ser suyos es ser libres y no ser suyos es ser esclavos de algún poder o de la publicidad o de alguna empresa que nos quiere comprar la vida, o vendernos. Para ser libres, nos ha liberado Cristo. Y nos ha liberado haciéndonos hijos de Dios, comunicándonos su Espíritu.

 

Vamos pues a comenzar los Sacramentos del Bautismo y seguimos con la Eucaristía. A los del Grupo ARAL no necesito deciros que también es providencial que estéis aquí, en este día, y que yo doy gracias a Dios por la vida y por la muerte de “Bauti”, y porque está con nosotros. Y Le pido al Señor que los frutos a los que él ha entregado su vida, del cual la primicia sois vosotros, no dejen de fructificar. El amor con que “Bauti” os amaba y os ama, pero el que os ha amado mientras vivía, es un amor que permanece para siempre y eso no pasa. Nada. Ningún gesto de amor verdadero que hacemos en nuestra vida decae con el tiempo. ¡Aunque no nos volvamos a ver nunca más! Todo lo que tiene como contenido, y un amor verdadero es siempre divino, es para la vida eterna, es para siempre. No pasan. Hay tres que no pasan: la fe, la esperanza y el amor, y la más grande es el amor.

 

Palabras finales, antes de la bendición final.

 

Terminamos con la oración final y con la bendición. Sólo un pensamiento que no me resisto a decíroslo, justo por tantos debates que hay alrededor. Cómo no va a haber ideología de género; cómo los matrimonios que se casan, los chicos y chicas que se casan, van a saber lo que significa el matrimonio, más allá del sexo; cómo no vamos a tener una idea totalmente pervertida de la belleza si hace siglos, y ahora sí que digo siglos, que no hablamos de Cristo como Esposo de la Iglesia, si no celebramos la Navidad como una fiesta nupcial, si no hablamos jamás del amor de Cristo a su Esposa, a la humanidad, y no decimos nunca que se ha enamorado de nuestra pobreza. Sí, justo. Conocéis todos el cuento de la Cenicienta. Un pálido y pobrísimo reflejo del Evangelio… Eso significa que la ideología de genero no es culpa de los políticos, es culpa nuestra.

 

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

20 de diciembre de 2020

S.I Catedral de Granada

 

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