Homilía en la Santa Misa en la Solemnidad de San Pedro y San Pedro, con la que se celebraron los aniversarios de oro y plata de Ordenación Sacerdotal de un grupo de presbíteros diocesanos, en la iglesia parroquial del Sagrario-Catedral.
Cuando era habitual celebrar las bodas de plata y oro de vuestro sacerdocio, estábamos todos encerrados en nuestras casas o en las parroquias, tal vez menos Fran que, como capellán de hospital, tenía que estar en primera línea. No era ocasión de celebrar juntos una Eucaristía. Hoy la celebramos. Le damos gracias a Dios.
Es una Eucaristía familiar y su sentido es muy sencillo. Le damos gracias al Señor por la vida de cada uno de vosotros. Como solía decir Juan Pablo II, “el hombre es la única criatura que Dios ha amado por sí misma”. Cada uno de nosotros hemos sido amados por nosotros mismos, de una manera irrepetible. Ni antes ni después en la Historia se repite nuestra vocación y nuestra misión. Y esa historia es una historia de Gracia, independientemente de las limitaciones, de las pobrezas, de las torpezas incluso que hayamos podido cometer en nuestra vida. El Señor no retira sus dones y el Señor nos ha llamado, en primer lugar, a ser miembros de la Iglesia y eso es ya un don que escapa a todas las capacidades del ser humano, y luego a servir a esa Iglesia como presbíteros, como sacerdotes. Servir al Pueblo Santo de Dios y ayudarlo a crecer en su vida cristiana, en su relación con Jesucristo, en su conocimiento de Jesucristo y en su amor a Jesucristo. Y también ayudar a ese pueblo pueda ser una bandera discutida entre las naciones, es decir, a que pueda ser un signo de que hay otra alternativa, de que hay otro modo de vivir, de que hay otro mundo y otra realidad que no es la realidad del mundo, que nace justamente de la mañana de Pascua y del conocimiento y de la Presencia viva de Cristo. Damos gracias. Yo se las doy al Señor en nombre de la Iglesia de Granada. Cada uno de vosotros conocéis los vericuetos, los meandros que tiene nuestra historia, pero Dios es fiel y Su Gracia permanece en medio de nosotros y permanece en nuestro sacerdocio, y damos gracias a Dios por ello.
La celebración en este día, de los apóstoles Pedro y Pablo, nos remite a que esa acción de gracias va mucho más allá de nuestras historias personales o de nuestras historias particulares. Es una gratitud por una historia de la Iglesia, de la que no nos avergonzamos en ningún momento. Y hay en ella momentos de esplendor, de santidad; hay en ella momentos de paganismo o de cesión o de concesión al paganismo. Hay en ella momentos de esplendor y momentos de decadencia, que se ven hasta en el arte o en las formas de vida o institucionales que desarrolla la vida de la Iglesia. Y a nosotros ahora nos toca vivir lo que el Papa ha llamado tantas veces un cambio de época, pero que es un cambio de época que no es ninguna genialidad el decirlo, en el sentido de que venía siendo proclamado desde muchas instancias desde hace décadas, y quizás desde comienzos del siglo XX. Ya con la primera guerra europea, algo muy profundo había cambiado en el mundo, y seguimos viviendo todavía en ese cambio, quizá en alguno de los últimos momentos de ese cambio, aunque quizás no se vea hacia dónde conduce el cambio. Pero, ciertamente, un cambio cultural, justo porque ese momento, el momento que vivimos, es un momento de una inestabilidad enorme, tanto desde el punto de vista cultural, social, político…, pero, sobre todo, cultura, porque todo lo demás son cuestiones derivadas. Más importante es que nuestras raíces estén firmes en aspectos que son esenciales de la experiencia cristiana y uno de esos aspectos es sencillamente la fundación apostólica de la vida de la Iglesia.
Nosotros no inventamos nada, no tenemos que inventar nada. No tenemos mas que hacer llegar una vida que ha llegado hasta nosotros, y ha llegado en unos cauces determinados que tal vez no sean ya adecuados para nuestro tiempo, pero cuyo contenido tiene la misma frescura hoy… O sea, cuando nosotros comulguemos hoy, recibimos a Cristo con la misma verdad que lo recibieron los apóstoles en la Última Cena. Cuando nosotros bautizamos, un niño o un adulto entra a formar parte del Cuerpo de Cristo con la misma verdad con que Cristo recibía a los pecadores. Cuando nosotros perdonamos los pecados a alguien, es exactamente igual que cuando Cristo perdonaba los pecados en su ministerio. Porque el contenido de la Tradición cristiana es Cristo y justo en los momentos de más inestabilidad del mundo, es cuando es más necesario ser conscientes de que, aunque las formas son siempre difíciles de separar del contenido, pero uno percibe mucho más la fragilidad, la contingencia, la temporalidad de las formas…, pero, para nosotros, eso no es problema, porque el contenido, Cristo, es el mismo ayer, hoy y siempre. Y nosotros somos instrumentos que hemos recibido la experiencia de Cristo de una Iglesia, de un pueblo de santos (está lleno de santos la Iglesia de Dios), la mayor parte de ellos, la inmensa mayoría de ellos esa multitud innombrable que nadie podía contar “de toda raza, pueblo, lengua y nación”, y nosotros somos pobres servidores de ese pueblo y de la vida de ese pueblo, y se trata de que nosotros podamos decirle a la próxima generación: “Este es el Señor, nuestro Dios, Él nos librará por siempre jamás”.
La consistencia de la fe apostólica, no olvidéis, la Jerusalén del Cielo que bajaba ataviada con toda su belleza, como una novia ataviada para su esposo, está edificada sobre los doce apóstoles. Y por lo tanto, esa edificación apostólica es un cauce… No es una forma temporal. Es temporal, porque los apóstoles tenían su estilo. Cada uno incluso (no es lo mismo el estilo de Pedro que el estilo de Pablo). Y sin embargo, nunca podremos saltarnos ese testimonio para llegar a Cristo, porque no hay otro camino. Por eso, el testimonio apostólico tiene un carácter vinculante. Es Palabra de Dios. Ha sido reconocido por la Iglesia como Palabra de Dios. Lo mismo de otro modo, si queréis con un rango inferior, los Padres de la Iglesia nos transmiten la primera configuración de la experiencia cristiana y no podemos prescindir de ello. Tampoco prescindimos ni de los Papas del Renacimiento siquiera, porque nos advierten de qué fácilmente la Iglesia, si se deja llevar por las corrientes culturales de su tiempo, se convierte en una institución mundana y adopta los criterios del mundo. Por lo tanto, ni siquiera de esa historia renunciamos o renegamos. Es parte de nuestra historia; es parte de la historia de la misericordia de Dios con nosotros.
Le damos gracias al Señor, con toda sencillez. Compartimos la Eucaristía, que es lo más grande que podemos compartir entre nosotros. Le pedimos al Señor que nos ayude a todos a, en este momento de la Historia, ser ministros servidores del Pueblo de Dios como Él quiere, como la Iglesia nos indica, según el designio del corazón de Dios.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
29 de junio de 2020
Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral (Granada)