Homilía en la Misa del jueves de la XXXII semana del Tiempo Ordinario, el 12 de noviembre de 2020.
Mis queridos hermanos:
Que el Evangelio éste nos ponga en guardia contra los deseos de aparatosas manifestaciones del Señor no es siempre saludable, nos hace sobrios. No se manifiesta el Señor como si fuera una súper producción de Hollywood, sino que se manifiesta siempre mediante cambios de la vida fundamentales y decisivos que cambian la historia del mundo, como lo ha cambiado el sí de la Virgen, pero que no tienen la aparatosidad con que nosotros buscamos, como los fariseos del tiempo de Jesús, los milagros.
Un testimonio de cómo sucede ese cambio es la preciosa Carta a Filemón. Es la carta más corta de todo el Nuevo Testamento (tiene un página y un poquito más), y es una carta de recomendación. Pero es una carta de recomendación para un esclavo que ha huido de su amo y que, por lo tanto, sería condenado posiblemente incluso a muerte si su amor lo encuentra. Y es posible que se haya ido con su amo, pues habiéndole robado cosas, se encuentra después con San Pablo en la cárcel y se convierte. Y San Pablo se lo devuelve a su amo diciéndole: “Trátale ahora como a un hermano. Recíbelo como a un hermano. Si algo te debe, me lo pones a mí en mi cuenta, pero, no sólo eso, sino que no te olvides de que tú me debes a mí tu misma vida”, porque Filemón, por lo que dice la carta, era también un convertido del propio San Pablo.
Los cristianos de las primeras generaciones no hicieron manifiestos contra la esclavitud, no hicieron escritos defendiendo los derechos humanos ni cosas de ese tipo, pero su vida cambiaba. Esto es un escrito que constituye un escándalo para el mundo romano, pero un escándalo que pone de manifiesto la novedad y la belleza de quien acoge a Cristo y cómo cambian las relaciones humanas. Y es un cambio revolucionario, sin duda, pero no como entendemos los hombres modernos las revoluciones, que siempre es cortando cabezas, sino, sencillamente, porque la vida adquiere su significado, su gusto y un modo nuevo que llena de alegría y de sentido la vida.
Ayer comenzábamos con los gestos de la Misa. Yo me dejé uno. Está la esposa que aguarda la venida del esposo y eso es una imagen de la Iglesia, porque es nuestra tarea mientras llega la Venida gloriosa del Señor. Pues, aguardar. En ese sentido, es bueno, cuando se puede, orar un poco antes de la Misa, cómo prepararse, qué es lo que va a pasar. Pues, que va a venir el Señor. El mundo en el que vivimos es muy complejo. Si puede uno prepararse antes, de tal manera que simplemente prepararse es desear la Venida del Señor, entra el ministro (ministro, no olvidéis, viene “del que sirve”, “el que es menos”. Es verdad que hoy la palabra “ministro” significa otra cosa, pero muchas veces los ministros son los dirigentes, el Primer Ministro por ejemplo en Inglaterra es la cabeza del gobierno de Inglaterra. Pero “ministro” significa “el que es menos”) que representa a Cristo e inmediatamente cambia, besa el altar -como yo os decía ayer- besando en nombre de la esposa el lugar donde el esposo va a dar la vida por ella, y le desea la paz. El saludo de la paz es el saludo con el que Cristo Resucitado saludaba a los suyos. Y ese es el saludo con el que la Iglesia siempre… vuelve el sacerdote a representar a Cristo y saluda en nombre de Cristo a la Iglesia: “¡La paz esté con vosotros!”. E inmediatamente, lo que hace la Iglesia es sentirse inadecuada para lo que va a suceder, y ese es el acto penitencial. Es decir, la Iglesia que sabe a lo que ha venido y que sabe que viene a vivir de nuevo la Alianza nueva y eterna que nos es dada en la Eucaristía, que nos es entregada; viene a recibir a Cristo que se entrega por ella. Y sin embargo, uno se siente avergonzado de no ser digno de ello. Eso luego veremos cómo a medida que avanza la Eucaristía –digamos- son como fases en una aproximación que culmina en la Comunión. Pero el primer gesto de la esposa es el de decir “no soy digno”, que lo volveremos a decir justo antes de la comunión: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa”. Reconocemos nuestros pecados y ahí de nuevo el sacerdote se incorpora al sentir de la esposa, porque representa también a la esposa y todos pedimos perdón por nuestros pecados.
La diferencia de esta petición de perdón con sentimientos de remordimiento que a veces tiene el mundo me parece que es muy importante subrayarla. Nosotros pedimos perdón sabiendo que hay perdón. Nosotros pedimos perdón sabiendo que el amor del Señor está siempre dispuesto a concedernos el perdón. Y siempre, eso lo sabemos desde el primero momento, eso es muy diferente. Hay una película de hace quince años que se llamaba “Las horas”, una historia llena de desesperanza, la historia de tres mujeres. Y en un momento, una de las tres protagonistas, con unas historias familiares extraordinariamente trágicas realmente, dice “a mi edad, ¿de qué sirve arrepentirse, cuando es lo único que uno puede hacer, de haber vivido mal? Pero, si además, hubiera alguien que nos perdonara…, pero como no lo hay…”. A mí me parece que es una de las frases más terribles que he escuchado en mi vida. A mi me parece que todo ser humano lleva consigo la carga de cosas en las que se ha equivocado, de errores que ha cometido en relación con otras personas, de cegueras donde uno se ha dejado llevar de alguna de las pasiones humanas, pero nosotros partimos de que conocemos, nos acaba de dar el Esposo la paz, sabemos que hay perdón. Qué diferente es pedir perdón sabiendo que tenemos el perdón, siempre es gratuito, no es un derecho que reclamamos, lo pedimos con toda humildad sabiendo que no lo merecemos. Pero también sabiendo que el Señor nos lo da. Y por eso, el acto penitencial de cada Eucaristía (siempre el modelo de las Eucaristías es el del domingo) culmina en el Gloria, es decir, ese primer momento en el que la Esposa pide perdón, se sabe indigna del don que va a recibir y pide perdón, culmina en el “Gloria a Dios en el Cielo”, que es el canto de la Navidad.
Cristo viene. Cristo viene y como viene, nosotros cantamos, porque estamos viviendo; estamos viviendo la Encarnación del Hijo de Dios y todo su Misterio de Redención para con nosotros. Después del “Gloria”, viene la colecta y la liturgia de la Palabra.
Que el Señor nos conceda sentir siempre el gozo de la esperanza de que Cristo viene, con la certeza de que Cristo viene y el gozo de poder pedir perdón, sabiendo, que antes de que lo pronuncien nuestros labios, los brazos del Señor están dispuestos a abrazarnos y a concedernos el perdón que ya pide nuestro corazón antes de que lo expresemos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
12 de noviembre de 2020
Iglesia parroquial del Sagrario Catedral (Granada)