Homilía del Arzobispo de Granada en el XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, en la Eucaristía en la que se rezó por los misioneros en el día del DOMUND 2015, con el lema «Misioneros de la misericordia», y con la que se clausuró el Año Jubilar Teresiano en Granada.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
saludo muy especialmente a los carmelitas y a los religiosos que nos acompañan en este día, también a las religiosas;
también a vosotros (ndr: Schola Pueri Cantores de la Catedral), que ya sabéis que siempre es una alegría que resuene aquí la frescura de vuestras voces, bienvenidos a vuestra casa;
queridos amigos todos:
La verdad es que hoy se agolpan motivos grandes de celebración y de acción de gracias en nuestra vida, en la celebración de este domingo.
Por una parte está la clausura del Año Jubilar Teresiano, que el jueves tuvo lugar en Ávila, en la Conferencia Episcopal, y que hoy hacemos también en nuestra Iglesia de Granada. Por otra parte, está el domingo del DOMUND, que está dedicado, no sólo a hacer una colecta para las misiones, que también, sino a recuperar la conciencia de que la Iglesia sólo es la Iglesia de Jesucristo cuando es toda ella misionera. Y las dos cosas son lo suficientemente importantes como para que dieran para mucho y muy sabroso comentario. Y luego las lecturas de hoy también son de una particular agudeza en su carácter de provocación. Vamos a tratar de juntarlo todo con sencillez, de forma que nos pueda servir para este momento de la Eucaristía y para nuestra vida.
Yo he pensado muchas veces, y más en este año, pero tenía la conciencia de ello hace mucho tiempo, que santa Teresa de Jesús, la santa madre, pertenece como a la fundación de nuestra Iglesia en España. Y si os fijáis, los santos a los que nosotros hacemos referencia espontáneamente cuando pensamos en los orígenes son todo un grupo de santos que llenan el siglo XVI y la primera mitad del XVII, si queréis, y que tienen que ver con un momento en el que nuestras tierras estaban necesitadas de una nueva evangelización porque había cambiado la cultura, aunque la cultura de la que se venía era una cultura cristiana, pero la cultura cristiana de esos siglos estaba gastada, las formas de vida religiosa se habían gastado, se habían corrompido, se habían deteriorado, la Iglesia se había mundanizado en muchísimos aspectos, no es necesario detenerse a señalar, pero que era una realidad, y que tampoco la Iglesia tiene ninguna vergüenza en ocultar. El Renacimiento tuvo un movimiento de retorno al paganismo y de redescubrimiento de la antigüedad pagana, que influyó poderosamente en la vida de la Iglesia en muchos sentidos, desde las prácticas de la vida religiosa hasta las costumbres morales del pueblo cristiano, y hasta la mentalidad y la manera de entenderse el hombre y el mundo.
Es en ese contexto donde surge la reforma que llamamos protestante y donde surge también la reforma católica. Y es donde surgen en nuestro entorno todo un verdadero racimo de grandes santos, que, asumiendo todo lo que era bello y hermoso, en eso que hoy llamamos la modernidad (por ejemplo, en el descubrimiento de la interioridad del hombre, que nos parece a nosotros una cosa tan evidente y tan normal que para nosotros no tienen nada de particular, pero no olvidéis que hasta que no se da un poquito ese descubrimiento, por ejemplo los hombres no sabían rezar sin mover los labios, sin recitar un texto. No se sabía contemplar en el interior del corazón sin que fuese saborear una lectura…); y todo eso en unos tiempos convulsos en los que se abre el horizonte de la geografía humana a las nuevas tierras del Nuevo Mundo por un lado, de Filipinas por otro, de los inmensos continentes del sur de Asia, como la India, por otro; y en ese momento, Dios suscita en medio de su Iglesia y suscita aquí, en nuestras tierras, una serie de figuras. Pensad en Ignacio de Loyola -por señalar sólo las más grandes-; ciertamente santa Teresa de Jesús; san Juan de Ávila, también reconocido hace poco como Doctor de la Iglesia; el mismo fundador, en Granada, del Sacromonte, don Pedro de Castro. En una biografía de un santo del siglo XIX (ahora mismo no me viene el nombre), que fue obispo de Santiago en Cuba, que había tomado notas para su ministerio episcopal, tiene una pequeña vida de don Pedro de Castro diciendo: ‘Es como el resto de los grandes santos del siglo XVI y del siglo XVII en España’.
Dios mío, todos ellos abrieron la Iglesia a unos tiempos nuevos con una fecundidad inmensa. La figura de santa Teresa conmueve de una manera especial por su humanidad que nunca censuró; por su espíritu espontáneo, verdaderamente libre para acoger su forma de ser, lo que Dios hacía en ella con mucha sencillez, para exponerlo con una transparencia que aun hoy nos sorprende, a pesar de la dificultad y de la distancia y de la evolución del lenguaje en estos siglos, sigue resultándonos sorprendente y fresca. Alguien comentaba hace unos días que las obras de santa Teresa sólo se caen de las manos dos veces: una, cuando uno empieza a leerlas, justo por esa distancia del lenguaje; pero si uno resiste la tentación en ese momento, dice ‘ya no se vuelven a caer hasta que uno se muere’. Y es verdad. Tiene tanta sabiduría, y no una sabiduría aplicable de manera especial o exclusiva a la vida religiosa, sino a la vida cristiana: su búsqueda de Dios, su búsqueda de Dios como amor; su amor a la humanidad de Jesucristo como el camino para acercarse al misterio de Dios; su relación verdaderamente, yo diría, de familiaridad con el Señor, con Jesús, y una familiaridad que le hacía tirarse al cuello del Señor y decirLe con mucha frescura y con mucha espontaneidad lo que había en su corazón y de dejarse enseñar por Él; su capacidad, al mismo tiempo, yo pienso en los sufrimientos que acompañaron su vida, la paciencia que tuvo que tener cuando fue a la Encarnación, por ejemplo, como Superiora y no fue aceptada, y esperó años tranquilamente hasta que, tranquilamente, sufriendo, llorando, hasta que el Señor al final pudo abrir sus puertas; su deseo de vivir siempre y de morir como hija de la Iglesia; su celo misionero, que desde antes de su vocación religiosa, desde su infancia, la promovía a ir a llevar el Evangelio a «tierra de infieles», como decía ella. Tantas y tantas cosas…
Digo que son nuestros fundadores porque todo lo que hay antes de ellos para nosotros es un poco como la prehistoria. Es verdad que el cristianismo empezó muy temprano. El primer Concilio de la Iglesia del que se conservan las actas es el Concilio de Elvira, que tuvo lugar en esta ciudad, y en el que hubo ochenta obispos, antes incluso de la paz de Constantino, todavía en un tiempo en que la Iglesia estaba perseguida realmente. Y sin embargo, todo eso pertenece para nosotros a la prehistoria. No nos alimentamos de ello. Lo sabemos, lo sabemos mejor o peor, conocemos. Pero si nosotros queremos volver a los fundamentos de nuestra fe, volvemos a los ejercicios espirituales, volvemos a san Ignacio, volvemos a san Juan de la Cruz, volvemos a santa Teresa.
Este Año de gracia ha puesto muy de manifiesto justamente cómo ella sigue teniendo atractivo, sigue teniendo convocatoria. Es precioso que los orígenes de nuestra Iglesia la primera Doctora de la Iglesia en España sea, precisamente, una mujer, y una mujer que entendió muy profundamente la relación con Jesús como una relación esponsal, que pudo trascender todo lo que había de carcasa en la vida religiosa e institucional de esa Edad Media ya muerta, y de paganismo en ese Renacimiento, que empezaba, para ir al corazón mismo de la fe cristiana. El Señor se lo concedió. Nos lo concedió a nosotros a través de ella. Damos gracias por ella, y le pedimos que siempre estemos en condiciones de aprender de ella: el trato con el Señor, la intimidad con el Señor, el afecto a Jesucristo en quien el Misterio de Dios s
e nos ha hecho cercano, inmediato.
Con respecto al día del DOMUND, yo quisiera recordar sencillamente, más que nunca, en el horizonte de la vida de la Iglesia, en cualquier parte del mundo -ahora mismo es un horizonte global: si la misma vida social, la vida económica, la vida del mundo hoy es la vida de la aldea global… (aunque no somos aldea, no nos engañemos. La palabra aldea sugiere una familiaridad y una confianza mutua y un conocimiento mutuo: somos una sociedad anónima global, más bien, que una aldea global; y muchas veces lo que rige las relaciones en este mundo global es justamente la desconfianza por el desconocimiento).
El mundo en el que vivimos en muy diferente del mundo de santa Teresa, pero qué duda cabe de que el Señor nos llama a responder desde la certeza de que Cristo es el único nombre que se nos ha dado bajo el cielo para poder ser salvos; de que Cristo es el centro del cosmos y de la historia; de que Cristo es el único redentor del hombre. Responder a las nuevas circunstancias, a las nuevas situaciones, yo diría que con dos actitudes: una está reflejada en el texto que hemos leído de la Carta a los hebreos, que es la actitud del Hijo de Dios, que no teme unirse a nosotros. En lenguaje de otro texto de San Pablo: no quiso retener su condición de ser igual a Dios, sino que se vació de Sí mismo, por así decir, para tomar la condición de esclavo, y pasar por uno de tantos, ser como uno de nosotros, ser compañero nuestro de camino en el camino de la vida, compañero de cada hombre y de cada mujer en el drama de nuestra vida, en las circunstancias difíciles o bellas, alegres o dolorosas, de nuestra vida, el Señor está siempre con nosotros.
No sólo a nuestro lado. Por el Bautismo nos ha incorporado a su Cuerpo, vive en nosotros, está en nosotros y hace posible una comunión que en medio de ese mundo de la desconfianza permite reencontrarnos de nuevo como hermanos. Quiera Dios que esa actitud, que por una parte implica un afecto inicial a todo ser humano llamado a ser imagen de Dios -sea de la raza que sea, sea del pueblo que sea, de la nación que sea, de la lengua que sea, estamos llamados a ser hermanos de todos. Nosotros no tenemos enemigos, aunque pueda haber personas que no nos quieran bien y que se consideren enemigos nuestros. Nosotros deseamos amar a todos los hombres, deseamos, como Cristo, acercarnos a todos los hombres, deseamos llegar al corazón de todos-, esa actitud de «Iglesia en salida». Y de Iglesia en salida porque ama al ser humano en cuanto ser humano. Y porque reconoce en el corazón de todo hombre que anhela la verdad, y que anhela el ser feliz, y que anhela ser querido y ser tratado con respeto, una complicidad profunda con el anuncio del Evangelio del que somos testigos y portadores. ¿Por qué?: porque el Señor nos ha permitido experimentar ese amor y esa misericordia en nuestras vidas.
El lema del DOMUND de este año es: Misioneros, testigos, de la misericordia, portadores de la misericordia. Todos estamos llamados a vivir así, objeto de la misericordia del Señor, que le hemos conocido porque ha sido misericordioso con nosotros. No podemos mirar al ser humano sino con un corazón misericordioso, con un deseo de que ese afecto que tiene casi siempre la forma que tiene que tener -casi siempre o siempre-, la forma de la misericordia, pueda llegar a todo aquel que se cruce con nosotros en el camino de la vida, que llame a nuestras puertas, que se acerque a nosotros, que puedan experimentar un reflejo en nuestra mirada del amor con que Dios les mira en Jesucristo, con que Dios nos mira a nosotros, nos ha mirado a nosotros en Jesucristo.
La otra actitud está expresada preciosamente en el Evangelio de hoy y no me detengo en ella. Se trata de ¿quién es más?. Pues es más quien es menos: es el primero el que más sirve, es el más grande el que se hace más pequeño, es el más importante el que se pone al servicio de todos y esclavo de todos. Eso es lo que nos ha enseñado nuestro Maestro. Si somos cristianos, no conocemos otra forma de vida. Él se hizo esclavo yendo a la Encarnación y a la Pasión. Eso es lo que expresa el gesto del Lavatorio de los pies del Jueves Santo, y ésa es la actitud con la que a nosotros nos pide vivir. ¿Queremos ser reconocidos? ¿Queremos que la fe cristiana recobre su dignidad? Hagámonos siervos de nuestros prójimos. Vivamos para su bien. Vivamos deseando su bien, deseando, como decía Juan Bautista, que Él crezca y nosotros disminuyamos. Entreguémonos al servicio de los hombres sin esperar otra cosa que el gozo de ser lo que estamos llamados a ser: imagen del Dios que es amor. Ésa es nuestra recompensa, ésa es nuestra esperanza y eso es lo que hace bella la vida digna de ser vivida.
Señor, Dios, al vivir el ministerio de la Eucaristía donde una vez más nos recuerdas y renuevas tu don y tu ofrecimiento por cada uno de nosotros y por nuestra pobreza, inserta al venir a nosotros, siembra en nuestro corazón, ese deseo de ser como Tú, servidores de todos, amigos de todos, llenos de la misma misericordia para todos que nosotros hemos ya recibido de Ti, y por la cual, y sólo por la cual, somos hijos tuyos. Que así sea para toda la Iglesia.
Nos ponemos de pie y profesamos la fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de octubre de 2015
Santa Iglesia Catedral de Granada
XXIX Domingo del Tiempo Ordinario
DOMUND 2015 y clausura Año Jubilar Teresiano
PALABRAS FINALES ANTES DE LA BENDICIÓN
No os canséis nunca de pedir al Señor por aquellos que han entregado su vida al anuncio del Evangelio donde el Señor todavía no es conocido y de ayudarlos con nuestro apoyo en todas sus formas. Y también que nos conceda el Señor a todos lo que vivimos en países de antigua tradición cristiana renovar nuestra fe, de forma que vivamos nuestra vida con un espíritu misionero. El mundo tiene necesidad del amor de Dios. Nuestras familias mismas, nuestros compañeros de trabajo, nuestros amigos tienen necesidad del amor y de la misericordia de Dios; y no lo encontrarán si no pueden verlo en nosotros.
Por último, antes de daros la bendición: me he acordado del nombre del santo que no me acordaba cuando estaba hablando. Era San Antonio María Claret, el fundador de los claretianos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de octubre de 2015, S.I Catedral