Homilía en la Santa Misa el 31 de marzo de 2020, el martes de la V semana de Cuaresma.
A los que estáis aquí… Saludos también a todos aquellos que estamos unidos a través de las imágenes de la televisión, tanto de la televisión diocesana como de la televisión municipal TG7.
Un año que yo hice el camino del Rocío, recuerdo que había una mujer que hizo todo el camino, los cinco o seis días que duró aquella peregrinación, todo el rato a pie pegada al simpecado. Y yo le preguntaba en algunas ocasiones, “¿cuál es tu promesa? ¿por qué haces todo el camino andando y no te sientas nada más que por la noche para descansar?”. Y ella me decía, “porque llevo un saco muy grande, el saco de mis pecados, pero luego muchas personas que me han encargado que pida por ellas a la Virgen”. A mí me parecía, me pareció en aquel entonces y me ha parecido muchas veces después, que ese es un oficio sacerdotal que aquella mujer cumplía religiosamente en aquel camino, con polvo y con mucho cansancio, como podéis imaginar, desde por la mañana hasta por la noche.
Soy consciente de que celebrar la Eucaristía en estos días es un privilegio, un regalo inmenso que el Señor me hace a mí y que nos hace a las personas que nos podemos unir a ella, de una u otra forma. A ésta o a cualquier otra Eucaristía, porque no hay más que una Eucaristía en el mundo, no hay más que un sacrificio de Cristo en el mundo: es el sacrificio de la Cruz, que se renueva constantemente en todos los altares del mundo; es el mismo Cristo que se ofrece al Padre y que carga con nuestro saco y Él nos representa ante el Padre. Yo me siento como partícipe de esa tarea del Señor al celebrar la Eucaristía. Lo siento como un regalo especial en este tiempo y, al mismo tiempo, lo siento como un peso precioso e inmenso que es el de vuestros dolores.
Hoy, hay aquí una persona que ha perdido hoy a su padre y que ha querido unirse a esta Eucaristía, y nosotros ofrecemos la Eucaristía de una manera especial por él, José Antonio. Pero tenemos nosotros muchas personas cerca que han perdido a un ser querido, que han perdido a un amigo. Tenemos todos a muchas personas cerca que están aislados verdaderamente, porque están con el virus y están encerrados en una habitación, a veces ya algunas semanas, otros en la UCI. Todos ellos son nuestros hermanos y -yo diría- más que nuestros hermanos: son parte de nuestro cuerpo, porque no hay más que un Cuerpo de Cristo. Son parte de nosotros. Y nosotros, al ofrecer el pan y el vino, Señor, Te ofrecemos toda esta humanidad doliente. Todos nos hemos alejado muchas veces de Ti, pero Tu amor, fiel, no quiere abandonar jamás, y Te rogamos y Te suplicamos que no nos abandones jamás.
A medida que pasan los días, estoy seguro de que asoma más en nuestras vidas, en las de muchos de nosotros, en las de muchos hombres y mujeres de nuestro entorno, la tentación de la tristeza. No nos dejemos llevar por la tristeza. La tristeza no es nunca de Dios. El dolor sí, y el dolor puede ser muy grande, puede ser insoportable incluso, pero una cosa es el dolor y otra cosa es la tristeza. La tristeza nace de la desesperanza. Y nosotros no tenemos desesperanza. Nosotros hemos conocido que todo el que ama ha nacido de Dios. Y estamos viendo a nuestro lado tantos gestos preciosos de amor; tantos gestos de personas que a veces ni siquiera ellos pensarían que había tanto amor en su corazón como para darlo y como para ofrecérselo a otros hermanos.
Pedimos. Pedimos por los difuntos. Pedimos por el personal sanitario, todo él. Pedimos por los farmacéuticos. También por las personas que están en los supermercados, en las cajas de los supermercados, atendiendo a las personas que acuden a comprar y que están allí todo el día, las horas que tienen que estar, y que nos hacen posible a muchos otros el seguir viviendo. Pedimos por todos, que no nos dejemos a nadie. Y si hay alguien que no tenga esperanza para pedir, o si hay alguien que no tenga a nadie que pida por ellos, que pueda encontrarse con que nosotros, en nuestro saco, ponemos también su saco, ponemos también sus necesidades en las nuestras, porque son las mismas. Como decía el Santo Padre la semana pasada: todos estamos en la misma barca, y no sólo todos los cristianos y ni siquiera todos los que vivimos en un país o tenemos una misma tradición cultura. No. Toda la humanidad estamos hoy en la misma barca.
Que todos sintamos que estamos unidos en esa barca y que remamos en la dirección de la misericordia del Señor que no nos va a abandonar. Ni va a abandonar a los difuntos, ni va a abandonar a la humanidad. Por eso, con todo el dolor del mundo, con el peso de una carga tan grande, Señor, Te ofrecemos nuestras vidas, Te ofrecemos nuestro pan y nuestro vino, este don tan pequeño, pero sabemos que te recibimos a Ti a cambio. Sabemos que Tú estás con nosotros, que Tú estás con todos, que no dejas a nadie abandonado en ningún momento de la vida y, menos que nunca, en el momento de la muerte.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
31 de marzo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)