“Señor, que Te conozcamos, para que podamos ya ‘pregustar’ aquí de la vida eterna”

Homilía en la Misa del martes de la IV semana de Pascua, el 27 de abril de 2021.

En el estribillo del Salmo acabamos de repetir, varias veces, “alabad al Señor todas las naciones”. A nosotros nos parece una frase conocida, tantas veces escuchada, pero es algo que no era tan evidente y fue un problema importante en los primeros años de la Iglesia, en las primeras décadas, durante el siglo I y comienzos del siglo II. Al fin y al cabo, Jesús era un judío y había predicado en el entorno del judaísmo, en Palestina, apenas salió de las fronteras de Palestina, un poco hacía el norte, hacia Tiro y Sidón; y al otro lado del lago de Genesaret, que ya no era Palestina propiamente dicha, donde curó a aquel endemoniado que terminaron los demonios en los cerdos y se tiraron al lago. Pero fuera de eso, Él dijo: “Yo no he sido mas que enviado a las ovejas descarriadas del Pueblo de Israel”. Pero eso constituyó, para algunos de los discípulos de las primeras generaciones de Jesús, como si Jesús hubiera sido una especie de reformador del judaísmo y, sin embargo, los hechos de los apóstoles nos dan testimonio de algo precioso cuando caemos en la cuenta de ello. Y es que el cristianismo no es una doctrina, no es una enseñanza, no es un libro.

Un arabista muy famoso, de los primeros del siglo XXI, en la primera mitad del siglo XX, un inglés, comentaba que la expansión del Islam había extendido la cultura de Arabia Saudita del siglo VII, la había llevado a todas partes. Y en gran medida, eso es verdad, cuando se observa el arte islámico (no lo digo con ningún desprecio para el Islam, lo digo como una característica). Sin embargo, el cristianismo, como lo que anuncia es un Acontecimiento -que Cristo ha resucitado- y ese Acontecimiento afecta a la condición humana, y no sólo la posibilidad, sino que nos ilumina el destino que está más allá de la muerte. Como nuestro destino es Dios, es el Padre, es la vida eterna, ese Acontecimiento es significativo para todos los hombres, de todos los tiempos, de todas las culturas. Y, por lo tanto, puede ser traducido en otras lenguas. Eso se puede expresar, todos vamos a morir, el hombre tiene conciencia desde que empieza a tener uso de razón de que es un ser mortal, es más, esa conciencia marca nuestra experiencia de la vida de alguna manera. El anuncio de que Cristo ha vencido a la muerte no sólo da sentido a sus enseñanzas, a los testimonios de esas enseñanzas que nos transmitieron los apóstoles y los evangelistas, sino que da sentido a nuestra vida y lo podemos expresar desde nuestra propia cultura. Y entonces, el hecho de que el cristianismo, ya en Palestina, en los primeros capítulos de los Hechos se ve que llegó, había griegos, había personas que hablaban griego en los comienzo de la Iglesia en Jerusalén, que era una ciudad un poco como Granada, donde había gente de todas partes (iban judíos, prosélitos, amantes del judaísmo, de todas partes).

Pero luego, en este episodio que nos narran hoy los Hechos de los Apóstoles pone muy de manifiesto que se extendió a Chipre y a Cirene, la región del norte de Palestina, ya limitando con Turquía y en Antioquía que era una gran ciudad, en los límites de lo que hoy es Turquía, y de lo que era Siria, y una gran ciudad. Allí fue donde los llamaron por primera vez a los discípulos “cristianos”. Pero en Antioquía se hablaba arameo, un dialecto distinto del de Palestina; pero se hablaba también griego, la lengua oficial, la lengua probablemente pública, de la vida pública, era el griego.

Yo lo que quiero subrayar es que el cristianismo no son sólo las enseñanzas. La palabra de Jesús es central, pero esa palabra no tendría apenas valor si no pudiéramos anunciar lo que llamamos el “kerigma”, que es el anuncio de que Cristo ha resucitado. Y Su Resurrección ha significado la victoria de Dios, para todos los hombres, sobre el mal y sobre ese signo de la presencia del mal que es la muerte y que tiene a los hombres sometidos durante toda la vida a la esclavitud, a la esclavitud del miedo a la muerte.

Dios mío, damos gracias al Señor porque hemos sido, sin ningún mérito de nuestra parte, por parte de ninguno, dignos de conocer este hecho que cambia la historia humana, la nuestra y la del mundo entero. La nuestra. Y puede cambiar la de todas las naciones sin tener que destruir lo que hay de bueno y de bello en ninguna cultura. Ni siquiera en ninguna tradición religiosa, porque lo que hay de bueno y de bello en ellas de la búsqueda del hombre de Dios puede ser siempre mantenido. Y sólo la luz del Acontecimiento inaudito, y casi inefable, que es la Resurrección del Señor, llena de luz todas esas realidades y todas esas categorías, las potencia y las eleva a una altura que el hombre no podría conseguir por sí mismo.

Que nosotros hayamos sido dignos de escuchar ese mensaje (de ese anuncio, más que mensaje) y de poder vivir según Él es una gracia enorme. Es la gracia de la que hablaba la primera línea del catecismo: “¿Eres cristiano? Sí, soy cristiano por la Gracia de Dios”. Es un privilegio el ser cristiano, un regalo fantástico, un don que nadie hemos merecido. “Mis ovejas -dice Jesús en el Evangelio- escuchan mi voz y yo las conozco. Y ellas me siguen y Yo les doy la vida eterna”.

Señor, nosotros que Te hemos conocido y Tú que nos conoces, haz que escuchemos Tu voz. Y haznos gustar ya la vida eterna, porque la vida eterna no empieza después de la muerte; empieza en cuanto Te conocemos a Ti. Y también eso lo dijiste Tú: “Esta es la vida eterna: que Te conozcan a Ti, Padre, único Dios verdadero, y a quien Tú has enviado, Jesucristo”.

Señor, que Te conozcamos, para que podamos ya “pregustar” aquí de la vida eterna. Y ese “pregusto” nos sostenga en las dificultades y en las fatigas, a veces, tan grandes de esta vida.

Que así sea para todos.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

27 de abril de 2021

Iglesia parroquial Sagrario-Catedral

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