Homilía de Mons. Javier Martínez, Arzobispo de Granada, en la celebración de la Pasión del Señor, el 3 de abril de 2015, en la S.I Catedral.
No es la tarde del Viernes Santo tarde de muchas palabras. Es tarde de adoración, de silencio. La misma liturgia de la Iglesia es extraordinariamente sobria. ¿Por qué? Porque de lo que se trata es de adorar el acontecimiento de la cruz, de lo que se trata es de adorar al Dios que no se echó para atrás ante la Encarnación y ante el Nacimiento y ante nuestra humanidad, y que nos ha amado hasta el extremo. Y de lo que se trata es de sumergirse en esa montaña de amor y de misericordia que todos necesitamos como medicina para curar las heridas de nuestro corazón, como apertura de una esperanza nueva y viva, de plenitud y de gozo y de alegría para nuestra vida.
En nuestra experiencia humana nada nos alegra tanto el rostro y la vida como el saber que somos queridos. La Pasión de Cristo no produce en la Iglesia una especie de sentimiento de pena y de compasión; produce en el sentimiento esa misma alegría de saberse objeto de un amor no merecido (ninguno de los hombres lo hemos merecido), y sin embargo, de un amor sin límites, de un amor que no hay palabras para expresar adecuadamente y sobre el que se puede fundar como sobre una roca una vida bella, una vida verdaderamente humana, que tiene como trama, como contenido y como fundamento el amor que recibimos del Señor. Repito, es tarde de dejar que en nuestro corazón y en nuestra vida cale la realidad de ese amor, que tuvo lugar una vez por todas, pero puesto que quien se entregaba a la cruz era el Hijo de Dios allí estabas tú, seas quien seas, allí estábamos absolutamente todos los hombres, allí estaba yo.
De hecho, son nuestros pecados, nuestras miserias y nuestras pobrezas las que han llevado al Hijo de Dios a la cruz. Pero ni siquiera en eso quiere la Iglesia que nos detengamos. Sería tal vez demasiada concesión a nuestro orgullo. Lo que la Iglesia quiere es sencillamente que nos dejemos penetrar, calar, que nos dejemos traspasar por ese amor, para que ese amor, para que esa muerte produzca su espiga de vida y su espiga de alegría y de gozo y de esperanza y de plenitud en nuestras vidas.
No hay Eucaristía el Viernes Santo, como no la hay el Sábado Santo. Quienes venís con frecuencia a la Catedral me habéis oído decir muchas veces que cada Misa es una celebración nupcial, es una boda. Y esta tarde, sabiendo que Cristo ha vencido a la muerte y sabiendo que si un enfermo lo necesitase, si hubiese necesidad por cualquier motivo, tenemos al Señor reservado en el Sacramento, pero no se celebra la Eucaristía. No se celebra la Eucaristía porque no está el Esposo con mayúsculas.
Y a mí me viene todo el día -ya lo he dicho antes en el Campo del Príncipe- esa palabra de Jesús (también es un día de ayuno en el sentido de los pocos que quedan en la Iglesia latina, de prescindir de alguna manera del alimento) en el Evangelio un día que le criticaban porque mientras que los discípulos de Juan el Bautista y los discípulos de los fariseos estaban ayunando, los discípulos de Jesús no ayunaban, y Jesús respondió con una de esas frases que son importantes porque nos dice Jesús quién es, confiesa, anuncia su divinidad. Dice ‘¿cómo van a ayunar los amigos del novio mientras que el novio está con ellos?’, hablando de su presencia en el mundo como de una boda. Y, efectivamente, en las bodas no se ayuna. Dice: ‘Ya les quitarán al novio y aquél día que les quiten al novio, también ellos ayunarán’. Ese día es hoy, mis queridos hermanos.
El Señor está vivo, pero el Señor se ha entregado a la muerte por nosotros, por cada uno de nosotros. Y se trata simplemente de acoger ese amor en nuestra Tierra. Y también hay otra palabra de Jesús que ilumina este día: ‘Si el grano de trigo no muere, queda estéril, queda infecundo; pero si muere, si es enterrado en la tierra y muere, da mucho fruto’. El Señor se ha enterrado en nuestra humanidad, en la de cada uno de nosotros, para fructificar en nosotros con una vida nueva, con una vida divina, con una vida que nosotros no habríamos podido jamás ni imaginar ni soñar, esa vida de hijos de Dios.
Vamos a adorar la cruz, vamos a recibir a Cristo, como recibimos en cada Eucaristía, y vamos a pedirLe ‘Señor, que seamos tierra buena’, de la que produce fruto al 30, al 60, al ciento por uno, a la medida de tu Gracia en cada uno de nosotros, pero que sea una buena cosecha, de esa que cuando, como dice también el Antiguo Testamento hablando de una buena cosecha, comparándola también con la hierba del tejado (la hierba del tejado nadie la bendice), cuando la gente pasa al lado de ella dice ‘que el Señor te bendiga’. Pues que la gente pueda pasar al lado de la Iglesia y ver esa buena cosecha de la vida divina en nosotros, del amor de Dios en nosotros, y pueda decirnos ‘que el Señor te bendiga’. Éste es el pueblo que se escogió el Señor, éste es el pueblo que vive de la vida del Señor y cuya belleza resplandece en medio de la noche del mundo.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
3 de abril de 2015
Viernes Santo
S.I. Catedral de Granada