“Redescubrir la belleza y la grandeza de destino de nuestra humanidad”

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Misa del XIV Domingo del Tiempo Ordinario, el 5 de julio de 2020.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo (hasta el punto del don de Su cuerpo y de Su sangre por amor a nosotros), Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes (también nuestros hermanos de Alemania);
queridos amigos y hermanos:

El Evangelio de hoy es una pequeña joyita. Algunos estudiosos del Nuevo Testamento lo llaman “el meteorito joánico”, porque en el estilo de los Evangelios sinópticos (de San Mateo, de San Marcos y de San Lucas) parece ahí que es como una frase de San Juan: “Nadie conoce al Padre más que el Hijo, y nadie conoce al Hijo más que el Padre”. “Y nadie conoce al Padre más que el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Bueno, nosotros somos de esos a los que el Hijo ha querido revelar. ¿El qué? Revelar el Misterio del que San Pablo decía “misterio escondido desde los siglos” y que ahora se ha hecho patente para nosotros. El Misterio del amor abismal de Dios por Su criatura, por nuestra humanidad. Y al mismo tiempo, en la revelación de ese abismo de amor, la revelación de quiénes somos. Sabiendo quiénes somos para Dios, sabemos quiénes somos, cuál es nuestro destino, cuál es nuestro horizonte, cuál es el significado de nuestra vida.

Recuerdo un hombre, en un pueblecito del País Vasco (me lo contaba un cardenal de Madrid, ya fallecido, que era natural de ese pueblo, de Zaldivia), que cuando él era niño tenía un profesor que le decía “¿qué es cultura?: cultura es saber de donde venimos y a dónde vamos”. Por eso el encuentro con Jesucristo es la fuente de una cultura, realmente. De una cultura que es obra de los hombres, claro que sí, pero no es sólo obra de los hombres. Es la obra de Dios presente en medio de nosotros. Es nuestra obra cuando el Emmanuel está con nosotros, cuando Dios está con nosotros. Y Dios está con nosotros desde la Encarnación del Hijo de Dios, todos los días, hasta el fin del mundo. Esa es la sabiduría que Dios ha querido que los pequeños conozcan, y que se la ha ocultado a los sabios y grandes del mundo.

¿A quiénes se refiere Jesús cuando habla de los pequeños? Se refiere a los pecadores y publicanos con los que Él comía y que Le seguían, y que entendían, como aquella pecadora que entró en la casa del fariseo y se echó a los pies de Jesús, y los lavó con sus lágrimas, y los secaba con sus cabellos. Como Zaqueo, aquel hombre pequeño que se subió para poder ver a Jesús porque pasaba por Jericó, y Jesús quiso hospedarse en su casa. Esos son los pequeños de los que habla el Evangelio. Eran pecadores o eran considerados como pecadores en aquel mundo. Y Jesús les anunciaba el perdón de Dios, la Nueva, hermosísima, del Evangelio, la Buena Noticia del amor sin límites de Dios, del perdón de los pecados. Y aquellos hombres entendían a Jesús, mientras que los fariseos no entendieron. Entonces, los sabios y entendidos eran los escribas, los fariseos, los entendidos en la Ley -a esos se refiere-, los Sumos Sacerdotes del templo. Y los pequeños eran… “quien escandalice a uno de estos pequeños, ay de él”, decía Jesús. Esos pequeños eran los que habían entendido que Jesús venía. Eran los pobres. “Dichosos los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Pobres, porque tenían conciencia de ser pobres, como aquel publicano que entraba en el Templo y no se atrevía ni a levantar la mirada a Dios y Le decía “Señor, ten piedad de mí que soy un pecador”. Esos son los pequeños, que entienden el anuncio de Jesús; que entienden el cristianismo.

En el Evangelio de San Lucas se conserva este mismo texto, sólo que tiene un versículo antes que lo sitúa. Dice: “Y Jesús, un día, lleno de gozo en el Espíritu Santo exclamó: ‘¡Yo te alabo, Te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños, a la gente sencilla!’”. Y algún estudioso muy fino del Nuevo Testamento, de los Evangelios, dice que esa exclamación de Jesús tiene lugar como a mitad de su vida pública en un momento en el que Jesús se da cuenta que las autoridades religiosas judías le van a condenar a muerte y no le van a escuchar. Y se da cuenta también de que los únicos que le siguen son justamente eso, los pequeños, los pecadores, los que el pueblo judío despreciaba como inútiles, como incapaces incluso de convertirse, eran apóstatas que no podían nunca volver a participar del culto de la sinagoga o del culto del Templo, siempre tenían que quedarse fuera. Esos son aquellos en los que Jesús entra en su casa, come con ellos. Y eso fue probablemente la causa más inmediata de la muerte de Jesús, de la condena a muerte de Jesús. Eso, el hecho de hacer eso, y el hecho de que justificaba eso diciendo “eso es la Voluntad de Dios.”. Y los otros decían “no, la Voluntad de Dios está en la Ley y la Ley no incluye esto”, pero Él decía “Yo hago lo que he visto hacer a Mi Padre”. Y eso era una blasfemia y esa blasfemia le llevó a Jesús a la cruz, de la que Jesús no se echó para atrás.

Perdonad un poco en este sentido, porque le saquéis gusto y le pongáis carne a esa palabra de Jesús, que tiene una parte preciosa que nos sirve para todos: “Venid a Mi todos los que estáis cansados y agobiados”. Eso va dirigido a los pequeños también. Es decir, va dirigido a todo hombre, porque si vivimos en la verdad, si nos colocamos en la verdad, somos pequeños, somos pobres, somos pecadores; tenemos necesidad de Tu misericordia, de Tu perdón y de Tu Espíritu Santo.

Que el Señor nos conceda este Espíritu Santo, que necesitamos. Estamos saliendo de un tiempo muy especial para el que nada en la historia reciente nos preparaba a nadie. La historia de la pandemia, la historia del confinamiento, las heridas que deja de dolor, de pérdida de seres queridos, pero también de angustia, de ansiedad, todo eso nos afecta en el corazón, también nos hace conscientes de nuestra pobreza. Pero es un momento privilegiado. Son de estos momentos de gracia. Yo temo mucho cuando se habla de la “nueva normalidad”, temo mucho que todos podamos entender que la “nueva normalidad” consiste en que vamos a vivir igual que antes sólo que con mascarillas. Pues, no. Eso no es una normalidad. Porque ya antes no vivíamos con normalidad. Vivíamos para acumular, vivíamos en una ansiedad excesiva, vivíamos llenos de heridas en el seno del matrimonio, en el seno de la familia, en el modo de afrontar la vida, en el modo de afrontar el tiempo, la vejez, la enfermedad, la muerte. Vivimos como si no tuviéramos fe. Y ese modo de vivir es un modo malo de vivir. Entonces, claro que esto nos tiene que haber enseñado. Nos da la posibilidad de aprender ciertas cosas. Nos da la posibilidad de empezar de nuevo. De empezar de nuevo nuestra vida personal, nuestras vida familiar. De empezar de nuevo… a ser un pueblo nuevo en medio de las naciones.

Esa sabiduría que Jesús revela a los pequeños, Le pedimos al Señor que nos la revele a nosotros. Que nos ayude a ser el comienzo de ese pueblo nuevo. ¿En qué consiste ese pueblo nuevo? Si lo tuviera que decir en una sola frase, en redescubrir la belleza y la grandeza de destino de nuestra humanidad. En redescubrir nuestra humanidad. Y no, no va a ser fácil con las caras medio tapadas, pero, veréis, también se nos da la posibilidad de descubrirla, a lo mejor hablamos más con los ojos, o menos mentirosamente con los ojos que con las palabras. Y con los ojos podemos decir necesito compasión, necesito misericordia, necesito un poco de afecto, necesito una mano tendida, aunque no me la puedas dar. Tenemos necesidad todos de todos, unos de otros, todos de todos, y todos de Dios, del Espíritu de Dios, para que no nos dé…, claro que nos protegemos, claro que cumplimos exactamente con sencillez, sin llenarnos de ansiedad, y a lo mejor ahí hay que oír un poquito menos un poquito menos ciertos medios de comunicación que no hacen más que llenar nuestro corazón de ansiedades que no nos ayudan a vivir… Pero, cumpliendo lo que hay que cumplir, protegiéndonos lo que hay que protegernos, saber que ni siquiera la muerte para nosotros es lo último y que, por lo tanto, no tenemos motivo para temerla. Sólo podríamos temer, temer de verdad, perder el amor de Dios; que Dios dejara de querernos. Eso sí que tendría que dar miedo. Porque eso sí que es oscuro, eso sí que es negro. Eso sí que es un realidad sin futuro, una nada, sin futuro de ninguna clase, sin esperanza de ninguna clase.

No, nosotros no. Nosotros hemos conocido el amor infinito de Dios. Nosotros vivimos en la esperanza de la vida eterna. Nosotros sabemos que el secreto de una humanidad buena es una humanidad de hermanos que se ayuda, que se tiende la mano, que se quiere.

Mis queridos hermanos, vamos a darLe gracias al Señor, porque nosotros somos de esos pequeños que, sin merecerlo, hemos conocido eso. Porque nosotros podemos siempre, sea la situación que sea, igual que siempre podemos hacerle a Jesús aquello que le dijo Pedro “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que yo te quiero”, haya pasado lo que haya pasado diez minutos antes. “Señor, Tú sabes que te quiero”.

Pues, igual podemos decirle “Tú has prometido ‘Venid a Mi los cansados que Yo os aliviaré’, alívianos Señor”. Fijaros que Jesús habla de un yugo y los yugos son cosas que se llevan entre dos, no son cosas que lleva uno. La vida es a veces muy terrible, pero es más terrible cuando pensamos que yo tengo que cargar con ella solo. Cuando carga el Señor con ella a mi lado, conmigo, cuando Él toma Su parte de mi carga (y Su parte son mis pecados), la vida no es pesada. Su yugo es llevadero, Su carga ligera. Él nos aligera de nuestra carga. Él hace que la vida pueda ser aún, aunque haya pecado en ella, nos permite recomponernos, nos permite empezar de nuevo. Ten piedad de mi Señor que soy un pobre pecador. Esa oración la escucha siempre el Señor.

Vamos a acercarnos al Señor, humildemente, en ese tiempo, pidiéndoLe con toda sencillez “Señor, somos pobres, somos pequeños, somos tus preferidos”, por eso, porque somos pobres y porque somos pequeños, y Te pedimos que nazca en nosotros ese corazón nuevo, que, en estas circunstancias, en este lugar, en este mundo en el que estamos, con un amor tan grande como el que Tú tienes al mundo y a los hombres, seamos un poquito una llama de luz, una llama de ese amor y seamos capaces de empezar un mundo a la medida del corazón del hombre. Es decir, a la medida del designio de Dios, que, en lo más hondo, coincidimos. Nuestros deseos más profundos son deseos de amor de verdad, son deseos de un amor infinito, son deseos de Dios. En todo lo que deseamos, deseamos a Dios. Y Dios sabe eso. Esa es nuestra complicidad con el Designio y con la Voluntad de Dios.

Señor, permítenos comenzar esa tarea, que responde a nuestro corazón y que responder a Tu Voluntad de que vivamos en Tu amor.

Que así sea para todos vosotros, para vuestras familias. Que así sea para mí, para todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

5 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada

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