Homilía en la Santa Misa del lunes de la semana de Pentecostés, el 1 de junio de 2020.
Muy queridos hermanos y hermanas, también aquellos que se unen a esta Eucaristía a través de la televisión diocesana:
Qué bella es la Primera Lectura de la segunda Carta de San Pedro que acabamos de leer. Y eso que hoy celebramos muchas cosas a la vez. Hoy nos correspondería celebrar la fiesta de San Justino, que es un santo precioso del siglo II, mártir. Un hombre que nació en Samaría y era pagano, y recorrió el Mediterráneo entero en busca de escuelas de sabiduría donde poder crecer y conocer, y tener clave para las preguntas que el hombre de su tiempo se hacía, y terminó encontrando a Jesucristo y en Roma puso una escuela de filosofía para enseñar a Jesucristo. Eso le enfadó a un vecino que tenía una escuela de filosofía, que era de la escuela que llaman “cínica”, es decir, que no se tomaban muy en serio la verdad o las verdades que supuestamente enseñaban, y le desafió a un reto público. Tuvieron ese reto. El filósofo cínico quedó más bien derrotado y, entonces, le denunció por cristiano y fue mártir, San Justino. Mártir de la sabiduría que comunica Jesucristo.
Y la segunda Carta del apóstol San Pedro, el trocito que hemos leído, simplemente nos dice una cosa preciosa, que resume todo lo que hemos celebrado en todo el tiempo pascual, en realidad en todo el año litúrgico. Que tenemos que dar gracias a Dios, porque hemos recibido tantos dones de Él y el don más grande es que participamos de la naturaleza divina. Es decir, con el don del Espíritu Santo, que celebrábamos ayer, el Señor nos ha introducido en la vida divina de una manera inimaginable para nosotros. Somos hijos de Dios. Llevamos la vida, la semilla de Dios en nosotros. Llevamos la señal de Jesucristo en nosotros, por medio de Su cruz, de ahí viene la señal de la cruz que nos distingue; por medio de su cruz nos ha sido dado el Espíritu de Dios, el Espíritu del Hijo de Dios, que nos hace hijos en el Hijo. Por lo tanto, podemos vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Podemos vivir en el gozo grande de que Dios está siempre con nosotros: “Yo estoy todos los días con vosotros hasta el fin del mundo”; de que Dios vive en nosotros: somos templos, somos templo Suyo.
Luego San Pedro nos exhorta a la virtud. La virtud no es…, a diferencia de los valores, que es una palabra que nos gusta más a los modernos, pero es mejor usar la virtud y referirse a las virtudes que a los valores. Pero los valores no tienen meta. Los valores son como cualidades que uno se pega a sí mismo, aparte que eso nos alimenta un poco el ego más de lo debido, pero son humo, porque no se dice para qué sirven, no se dice cuál es la finalidad de ellos; mientras que la virtud es siempre un camino para una meta. ¿Y cuál es la meta? El fin de la vida humana. ¿Y cuál es el fin de la vida humana? Participar de la naturaleza divina. Santo Tomás decía que el hombre, por el hecho de ser hombre, por haber sido creado como hombre, tiene un deseo natural de la visión beatífica; tiene un deseo natural de Infinito, de Dios, de participar de la vida de Dios. Estamos hechos para el Infinito.
Ninguna belleza de este mundo nos sacia, ningún bien de este mundo nos sacia, ninguna verdad nos es suficiente. Nuestro anhelo no acaba jamás y no se saciará mas que en la vida eterna. San Agustín lo decía en una frase que todos recordáis, que es preciosa, y que resume toda la visión cristiana del hombre: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Si tenemos claro ese fin, podemos ejercitarnos, y eso es lo que dice la virtud: ejercitarnos en el camino para ese fin.
Hay que pedírselo a Dios, porque nosotros no llegaríamos a Dios nunca por nuestras fuerzas. Por eso, la participación en la naturaleza divina que se nos da en este mundo, que es la fe, la esperanza y el amor, son dones de Dios. Dones de Dios que, como la amistad, si uno tiene el regalo de la amistad o un buen amigo, sientes la necesidad de cuidarlo, no por obligación, sino porque no quieres perderte eso. Pues, si la participación en la naturaleza divina implica la fe, la esperanza y el amor, que son las virtudes que llamamos teologales (porque tienen por objeto a Dios y tienen por fuente también a Dios), podemos cuidar ese don que el Señor nos ha hecho. Cuidarlo para que no nos pase como a los viñadores de la viña, que les había hecho el Señor un regalo muy grande al llamarles a trabajar en su viña −porque además la viña es Él, no lo olvidéis, lo oíamos hace unos días: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos”−, les había llamado a estar cerca de Él, y no sólo no quisieron dar fruto sino que llegaron incluso a tratar de matar o a matar a los enviados que el Señor les mandaba para recoger los frutos. Que no nos pase a nosotros eso.
Que sepamos vivir con los dones de Dios y vivir en su Presencia, suplicándole que Él nos ayude a que esos dones crezcan, florezcan y den fruto en nuestra vida como “una buena cosecha”, que dice un pasaje del Antiguo Testamento. ¿Qué es una buena cosecha? Que los que pasan al lado de ella digan “que el Señor te bendiga”. Pues eso, que quienes pasan cerca de nosotros puedan decir “que el Señor te bendiga”, porque esta humanidad es muy bonita, porque este fruto es muy bonito, porque esta vida en la Iglesia es preciosa.
Que seamos agradecidos y demos gracias al Señor por ello. Y como celebramos la memoria de la Virgen Madre de la Iglesia, que nos encomendemos a nuestra Madre para que sea ella nuestra compañera en ese camino de la virtud hasta la vida eterna, donde Ella ya participa plenamente del triunfo de su Hijo Jesucristo y donde esperamos, con Ella y con los santos, participar también nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)
1 de junio de 2020