Homilía en la Eucaristía de la Solemnidad de Pentecostés, celebrada en la S.A.I Catedral el 19 de mayo de 2024.
Queridos sacerdotes concelebrantes;
querido Hermano Mayor y Junta de Gobierno de la Hermandad del Santo Sepulcro y de la Soledad, que celebráis vuestro Centenario;
queridos confirmandos del Colegio Sagrada Familia y de la comunidad cristiana de Fe y Vida;
queridas Hermanas de la Pureza de María, que regentáis el Colegio;
queridos padres y padrinos, catequistas, profesores, amigos:
Os habéis dado cita en esta Catedral, que simboliza la Iglesia particular de Granada. En este bello templo, que ya tiene a sus espaldas 500 años, y que es el testigo de la fe y de la religiosidad de nuestra Iglesia de Granada.
Y es maravilloso veros aquí, lleno este templo, representando cada uno vuestras realidades eclesiales, que, como nos ha dicho el apóstol en la Segunda Lectura, “hay un único Señor, un único Espíritu”. Cada uno en la diversidad de carismas, en la diversidad de funciones, formamos el cuerpo de la Iglesia. No cada uno por su lado. No somos unos contra otros, sino esa riqueza maravillosa que el Espíritu Santo ha hecho crecer a la Iglesia, se hace presente esta mañana no sólo en el ministerio de los sacerdotes, el carisma de la congregación religiosa y, al mismo tiempo, de las iniciativas cristianas, queridos jóvenes que os acogen; sino también en la religiosidad popular, en la piedad popular, que mantiene la fe en nuestro pueblo y representado en estas Imágenes preciosas. En esta Soledad, ante la que rezó Juan Pablo II. Esta bella Soledad de José de Mora, que preside este paso procesional con Cristo en su regazo, está sobre la urna. Es esa representación de Granada también que mira a la Virgen como algo suyo, pero, al mismo tiempo, siempre con ella miramos a Cristo. Y ese Cristo sufriente es el que representa, al mismo tiempo, una humanidad dolorida, una humanidad sufriente, y nos hace mirar inseparablemente de ese amor a Cristo, el amor al prójimo. Esta es la fe de Granada. Esta fe que se hace Eucaristía. Esta fe que se expresa en la adoración de Jesús real y verdaderamente en la Eucaristía que saldrá a nuestras calles dentro de pocos días.
Y esta fe de nuestro pueblo, heredada de nuestros mayores, transmitida por vuestros padres, por vuestras abuelas y abuelos, por vuestros profesores, por vuestras religiosas y religiosos, por vuestras hermandades y cofradías. Y ahora, en concreto, esta Hermandad que celebra su centenario, se hace hoy presencia y vida en vosotros, queridos jóvenes, que vais a recibir el Sacramento de la Confirmación, el Sacramento del Espíritu Santo, en esta fiesta en que le rendimos realmente culto, porque Él es Dios. “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida”, decimos. Porque Él es el que da la vida a la Iglesia, es el que nos ha transmitido Jesucristo, que en el texto del Evangelio que hemos escuchado nos lo presenta el evangelista San Juan precisamente en el día de la Resurrección, soplando sobre sus discípulos el Espíritu Santo y cambiando aquellos apóstoles de cobarde que se encierran por miedo a los judíos en testigos intrépidos de Jesucristo.
Lo hemos escuchado también en la Primera Lectura, en que Jesús después de ascendido a los cielos, envía su Espíritu, reunidos con María, la Madre de Jesús. Y en forma de lenguas de fuego, cambia a aquellos apóstoles en auténticos anunciadores del Evangelio. Porque, queridos hermanos y hermanas, el Espíritu Santo es el que nos cambia, el que nos hace ser buenos, el que nos hace ser santos, el que nos hace parecernos a Jesucristo. No podemos decir ni tan siquiera “Jesús es el Señor -nos dice la Escritura santa- si no es por el Espíritu”. “No podemos invocar a Dios si no es porque el Espíritu Santo con gemidos inefables clama dentro de nosotros”. Ese Espíritu que nos hace hijos e hijas de Dios y que, como nos dice el Apóstol, en nosotros hace que hagamos esa invocación que es la propia de los cristianos: “Abba, Padre”. Dirigirnos a Dios como Padre.
Queridos hermanos y hermanas, el Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad, es Dios como el Padre y el Hijo en una unidad de naturaleza y trinidad de personas. Y no es un jeroglífico, no es un problema matemático; es una cuestión de fe. Como decía san Juan de Ávila, cuya fiesta hemos celebrado este año, Dios, que es Amor -el Padre-, envía amor, predica amor, mejor dicho, Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne. Y envía amor: el Espíritu Santo. Como nos dice San Pablo, “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Es decir, lo que hace grande al hombre, lo que hace agradable ante Dios, el amor, lo que nos hace felices, ha sido puesto en nuestros corazones por el Espíritu Santo. El amor del Padre y el Hijo. Luego, el Espíritu Santo no es algo etéreo, no es una idea. Como no es Cristo una idea. Como no es Cristo un muerto ilustre. Como no es Cristo un personaje que se nos pierde en la noche de los tiempos, sino alguien que está vivo, que ha resucitado y nos da su Espíritu y se hace presente en nosotros.
Ahora, queridos hermanos, nosotros no podemos estar encerrados. La Iglesia no puede estar encerrada. No podemos tener en una vida cristiana que se reduzca al interior de los templos, o tan privada, tan privada, que no nos atrevemos ni imponérnosla a nosotros mismos, o sólo una temporada al año o sólo una época en la vida, o sólo cuando nos van las cosas mal y “nos acordamos -como dice el refrán- de santa Bárbara cuando truena”; sino que tenemos que ser coherentes con nuestra fe. Tenemos que vivir de acuerdo con lo que creemos. Por eso, Jesús une el envío del Espíritu Santo a la misión, al anuncio.
Y no podemos anunciar a Jesucristo sólo de palabras. No podemos quedarnos con un cristianismo privativo, para mí. Sino que lo tengo que manifestar en mis obras, en respeto exquisito a lo que piensan los demás. Y vosotros, queridos jóvenes, que os vais a confirmar, vais a recibir de manera especial el Espíritu Santo, lo mismo que ocurrió en Pentecostés, que ahora, de otra forma, sin ser nada llamativo, sino en vuestro corazón, en vuestra alma, vais a recibir el Espíritu Santo a través de este pobre obispo, sucesor de aquellos que estaban allí, y que se nos ha transmitido por vía ininterrumpida hasta llegar a vuestro obispo, o ante cualquier Obispo ordenado en la Iglesia Católica.
Queridos hermanos, tenemos que dar testimonio de Jesús. Y testimonio con nuestra vida. Dicen que las palabras mueven y los ejemplos arrastran. Que el mejor predicador es Fray Ejemplo. Pues, eso es lo que se espera de los cristianos. Eso es lo que se va a esperar de vosotros con los dones que os va a dar el Espíritu Santo. Ese don de ciencia, sabiduría, consejo, fortaleza, piedad, temor de Dios, de entendimiento para ser cristianos coherentes, ser cristianos cabales. Ahora, en medio del estudio, en medio del trabajo, en medio de la diversión, en medio de vuestros afanes, con coherencia de vida, como cristianos adultos que habéis hecho un proceso de formación seria, que no basta con lo que uno recibió en la Primera Comunión. No basta, queridos hermanos, con el “Jesusito de mi vida” para los problemas de la vida, sino que hay que tener presente qué me pide Jesús. Y para eso hay que conocer el mensaje de Jesús, el Evangelio. Que no puede estar en la estantería.
Queridos hermanos, tenemos que recuperar un cristianismo más vivo. Queridos hermanos de la Hermandad del Santo Sepulcro y de la Soledad. Por eso quiero, por eso queremos los obispos de Andalucía que en las Hermandades y Cofradías se pueda tener una formación a la Confirmación con la iniciación cristiana. Para ser cristianos coherentes, no basta con poner la medalla, no basta con apuntarse a la Hermandad. Y esto es para todos. No es que os lo diga a vosotros solo, queridos amigos. Estoy muy contento de que estéis aquí celebrando este centenario, para que las hermandades, que nacen de esa religiosidad de nuestros mayores que habéis conservado vosotros en esta centuria, sea transmitida a tantos jóvenes. Y no sólo para salir el paso y llevarlo como costalero, sino para testimoniarlo después, para decir con orgullo ‘soy de tal hermandad, soy del Santo Sepulcro’. Pero, mostrarlo después en las obras, en la vida y sea realmente una fraternidad, una hermandad, una ‘cofratis’, una unión de hermanos. Y hagamos así una mejor Granada, una mejor sociedad.
Queridos hermanos, a eso estamos llamados y esta es la revolución que produjo el Espíritu Santo. Y por eso, salieron a la calle. Y por eso, todos los que lo escuchaban se quedaron admirados y eran partos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Ponto. Es decir, la universalidad de la Iglesia. Por eso, todo el mundo tiene cabida en nuestras filas.
Queridos hermanos y hermanas, vamos a dar este paso, vamos a vivir, como decíamos al principio, en la oración colecta, que se produzca en nosotros los prodigios renovados que se produjeron a los inicios de la predicación evangélica. Vamos a hacer que nuestra Iglesia de Granada tenga un nuevo Pentecostés. Con esta conjunción de educación, caridad, piedad popular. Para que se note realmente este sentido de una Iglesia que sale a la calle; que sale a la calle unida en la Magna, que no es sólo una procesión, sino que es la conjunción de una Iglesia viva, de una Iglesia que hace creíble el mensaje de Jesucristo.
Que el Espíritu Santo nos llene con sus dones, porque estamos necesitados ciertamente. Porque sin Él nada podemos. Que la Virgen Santísima de la Soledad, ante la que rezó el Papa Santo, Karol Wojtyla, Juan Pablo II, aquí, ante esa gran manifestación de fe en el campo de la Feria (me parece que fue); que de allí venga también para nosotros esa mirada de la Virgen que nos mire y en nosotros contemple Jesús, que queremos ser luz y vida para Granada.
Así sea.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada
19 de mayo de 2024
S.A.I Catedral de Granada