Homilía del Arzobispo de Granada en la celebración de la Coronación Canónica de María Santísima de la Amargura.
Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa amada de Nuestro Señor Jesucristo,
muy queridos concelebrantes,
queridos Hermano Mayor, Junta de Gobierno de la Hermandad,
miembros de la Orden de las Comendadoras de Santiago, Caballeros también de la Orden militar de Santiago,
muy querido Sr. Alcalde, excelentísimo Ayuntamiento de Granada, excelentísimas Autoridades,
queridos hermanos y amigos, también aquellos que nos visitáis hoy por pura curiosidad de lo que acontece aquí en miedo de nosotros:
Hoy es un día de alegría, de alegría especial, sencilla, desbordante para el pueblo cristiano, para esta comunidad cristiana que camina y que peregrina aquí en Granada como la llama del cirio pascual: frágil, pequeñita a veces, siempre a punto como de apagarse o de desaparecer y sin embargo, siempre renaciendo en las arenas y en los vericuetos de la historia de sí misma y afirmando la fe en Cristo, Redentor del hombre, Señor y centro de la Creación y de la Historia, y en su Madre, Espejo de la humanidad redimida, modelo nuestro y que participa ya de la victoria de Cristo, para la cual hemos sido todos creados y que todos esperamos recibir por su gracia, por su misericordia infinita.
Es un día de un gozo inmenso, precisamente por eso. Coronamos a la Imagen querida, como tantas otras advocaciones de la Virgen en nuestra querida Granada, y ha sido un camino hasta llegar a este momento. Aprovecho la oportunidad para dar las gracias a todos los que han hecho posible el llegar a este momento: a los miembros de la Hermandad y su Junta Directiva, que os habéis dejado las energías, la piel, en la preparación de este momento; a las autoridades sin las cuales tampoco esta realidad habría tenido el esplendor y la libertad de expresión que hoy tenemos; y a todos, porque he visto a muchachos en estos días de muchas otras hermandades todos colaborando a una, para que el momento de la Coronación fuese lo más bello, lo más gozoso, una expresión simple y hermosa y libre de este pueblo misterioso, pero bellísimo que es la Iglesia de Dios.
Un pueblo hecho de todos los pueblos, que trasciende las fronteras geográficas y también las fronteras del tiempo, trasciende los regímenes, transciende los reinos, los imperios. Y repito, siempre amenazada en un cierto sentido, en una u otra parte del mundo, siempre la Iglesia está en peligro, no tenemos más que pensar en el Medio Oriente o en ciertos pueblos del este africano, y nuestros hermanos están dando la vida por la fe con gozo, conscientes de que les espera un premio mucho mayor, de que en realidad no hemos nacido para las cosas que hacemos en esta vida si no hemos nacido para el Cielo. Y el Cielo, que nos lo obtiene nuestro Señor Jesucristo, y nos lo obtiene la intercesión de nuestra Madre, no nos será arrancado. Nos puede ser arrancada esta vida, nos puede ser arrancada la fama, nos puede ser arrancadas muchas cosas, muchos bienes de este mundo, y sin embargo, el amor con el que Dios nos ama, fuente de la única esperanza verdadera, la fidelidad de Dios, la misericordia infinita de Dios no nos puede ser arrancada, porque no hay nada que pueda hacerle a Dios dejar de querernos.
Y eso es de lo que nos gloriamos como cristianos. Hemos conocido al Dios verdadero, que es el Dios amor, que es el Dios que es amor; no simplemente que siente amor o compasión por sus criaturas, sino que es amor. Y eso significa que todo lo que hay de amor y de bello y de humano, en nuestra historia humana son muchas las cosas, también fuera de los límites de la historia, que expresan la grandeza, la trascendencia casi infinita de nuestra humanidad, por ejemplo sobre las especies animales. Todo aquello que es verdaderamente humano es una participación en el Dios vivo, en el Dios que es amor, y ese Dios se ha hecho compañero nuestro de camino en Jesucristo. ¿Por qué? Porque esos anhelos de infinito, si el Hijo de Dios no se hubiese encarnado, no tiene más que dos salidas, humanamente hablando: olvidarse de nuestros deseos de infinito, de nuestros deseos de belleza, resignarnos a vivir como los animales, en luchas de intereses, en luchas de poder, en una permanente guerra en la que el pez grande se come al chico, como en el mundo animal, o la tragedia. Si uno no se resigna a esos mecanismos del interés o del poder y quiere hacer florecer la humanidad, en los momentos donde el ser humano ha llegado más a lo profundo del misterio humano lo que aparece es la tragedia, como horizonte, como un deseo destinado al vacío, destinado a la nada, como una capacidad de amar y de gozar de la belleza, de la amistad, y del amor y de la vida, destinadas simplemente a ser sumergida en el mal, en el olvido, en la miseria, en el océano casi inmenso de la miseria humana, ¿no?
Dios mío, el pueblo que estaba en tinieblas ha visto una gran luz. Quienes vivían en tinieblas y en sombras de muerte, quiero decir, en el centro de nuestro drama, y de nuestra, si queréis, de ese horizonte de la tragedia, como horizonte de quien busca explorar el misterio humano, aparece la luz: un niño nos ha nacido, un niño se nos ha dado, es la luz de la Navidad, es la luz del Hijo de Dios que se ha hecho hombre, es la luz del Dios amor que se entrega a nosotros y se une a nosotros en su Hijo, y se hace compañero nuestro de camino en las fatigas, y en los dolores, y en las dificultades de la vida.
Y no nos hace desaparecer ninguna de esas fatigas, ni ninguno de esos dolores, no nos transporta a un mundo virtual, idílico, bucólico, donde no hay drama. No, nuestra humanidad, nuestras pasiones, todas nuestras luchas y nuestras fatigas en esta vida, en este valle de lágrimas, en la tierra donde uno se gana el pan con sudor, en la tierra de las espinas y de los abrojos, todos esos dolores permanecen con nosotros pero son transfigurados, y son transfigurados porque se pone de manifiesto la verdad más grande, la verdad de Dios que ilumina nuestra propia verdad. Y esa verdad se cumple de una manera plena en una mujer: comienzo, anticipo, pionera de esa humanidad nueva, que es la Iglesia, y esa mujer es María, la Madre de Jesús, nuestra Madre, que nos fue entregada por el Hijo de Dios en el momento de la Pasión, desde la cruz justamente para que Ella intercediese por nosotros y nos acompañase por los caminos de la historia a la Iglesia.
Mis queridos hermanos, la advocación con la que coronamos hoy a la Virgen es nuestra Señora de la Amargura, María Santísima de la Amargura. ¿Cuántas, cuántas, cuántas amarguras podemos enumerar a lo largo de cualquiera de nuestras experiencias humanas? Amarguras que nacen de nuestra propia miseria o de nuestra propia debilidad, de la debilidad de nuestro propio corazón; amarguras que nacen del modo como nos tratamos unos a otros; amarguras que nacen de desilusiones porque hemos puesto nuestra esperanza y nuestra felicidad en realidades que no son capaces de darla y entonces sentimos una frustración y cuanto más nos sentimos con derecho, por ejemplo, a la vida o a ser felices, más se acentúa el dramatismo de esa frustración; cuántas amarguras en el seno de la familia, en el seno de los matrimonios mismos, cuántos reproches que envenenan las alegrías puras para las que está hecho nuestro corazón y el afecto limpio y bueno para el que estamos hechos y la misericordia que debería cubrir todos nuestros actos, llenar todos nuestros actos, y sin embargo, no es la experiencia de la vida humana así.
Por tanto, hablar de María Santísima de la Amargura es hablar de una mujer que comprende nuestra condición humana y que comprende las fatigas y los dolores de nuestra condición humana, que los comprende como nadie. Yo creo que no hay mayor dolor para un ser humano que el de una madre que ve condenar a muerte a su hijo absolutamente inocente, el único inocente totalmente de la Historia. Y la única mujer que ha vivido esa rea
lidad de la condena de su Hijo infamado, burlado, destruido físicamente hasta ser condenado a muerte, con un corazón tan puro que no somos capaces ni siquiera quienes no tenemos ese corazón de imaginarnos la agudeza de ese dolor de madre, que sabía quién era su Hijo y que sabía qué es lo que estaban haciendo con Él los hombres.
Y sin embargo, nosotros te vestimos de reina, Virgen María. Te vestimos con túnicas doradas. Vamos a poner una corona en tu cabeza. ¿Es que consagramos, es que amamos ese dolor o esa amargura? No, no es por eso. Los cristianos no nos resignamos, la resignación es más bien un fruto del paganismo y del desconocimiento del Dios amor. No. Lo que sabemos es que viviendo como Tú la Encarnación, la Pasión y la muerte de tu Hijo, ni la pasión, ni la muerte, ni el mal, ni la mentira tienen la última palabra sobre nuestras vidas.
La última palabra sobre nuestras vidas la tiene sólo ese amor que Dios nos ha revelado en tu Hijo Jesucristo y que cuando lo acogemos en nuestra vida es capaz de transformar, no eliminándolas, no transportándonos a un mundo, repito, irreal, fantástico y sin toda la trama de pasiones que tiene nuestra vida humana, sino acogiendo la Pasión con la misma actitud y con la misma mirada de tu Hijo Jesucristo: «Padre, perdónalos, no saben lo que hacen». Es decir, con un amor que es infinitamente más grande que todo el mal, y ese amor triunfa, ese amor triunfa. Es lo que celebramos. Cuando la bulla acompaña la Imagen de Nuestra Señora por las calles, cuando las procesionamos en Semana Santa y se cantan himnos o las acompaña música, qué paradoja, que a un dolor tan grande o a unas imágenes tan expresivas del dolor humano, de la muerte del Hijo de Dios, y del sufrimiento de su Madre, sin embargo les acompañe música, y una música que no es sólo dolorida, que es festiva, ¿por qué?, porque el amor de Dios ha vencido al mal.
Que Cristo haya resucitado no es simplemente un acontecimiento milagroso, único en toda la Historia, que proclamamos porque somos ingenuos, porque somos crédulos, porque no estamos suficientemente ilustrados. No, estamos proclamando la victoria del amor de Dios sobre las miserias humanas; estamos proclamando la victoria del amor y de la misericordia sobre el mal; estamos proclamando que quien tiene la última palabra en la historia humana no es la muerte, ni la violencia, ni el odio, ni la envidia, ni las demás pasiones, es el amor de Dios, y cuando acogemos ese amor en nuestra vida nos hacemos capaces de construir un mundo, en cualquier circunstancia, de contribuir a este mundo poniendo nuestra pequeña aportación, la que cada uno somos capaces de poner, de amor, de misericordia, de bien, de bondad.
Madre, te vamos a coronar, y al coronarte, proclamamos el triunfo de tu Hijo sobre la muerte, estamos proclamando la Resurrección de tu Hijo, y proclamamos que en Ti reconocemos esa humanidad herida por el pecado, herida por el daño que el pecado genera incluso en tu corazón purísimo, y sin embargo, como al acoger, al decir también en la Pasión lo mismo que dijiste al ángel: «He aquí la sierva del Señor, que se haga en mí según tu palabra», sencillamente, el amor de Dios toma las riendas de la Historia, de tu historia, y hace verdad la promesa «dichosa te proclamarán todas las generaciones», y hace verdad esa misma promesa en nosotros «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».
No abandona el Señor a su pueblo. No abandona el Señor a los suyos. No abandona el Señor a aquellos que le abren el corazón. Y nos permite vivir en la alegría y genera entre nosotros un pueblo nuevo. Es el Cuerpo de Cristo que sigue viviendo la Pasión, pero que sigue viviendo en medio de la historia el gozo y el triunfo de Cristo Resucitado.
Vamos a depositar la corona. Vamos a pedirle al Señor que esos sentimientos de la Virgen a la hora de acoger a su Hijo, que esa actitud de la Virgen marque nuestra historia como pueblo cristiano, y que nosotros podamos ser testigos, en cualquier circunstancia de la vida y en cualquier circunstancia de la historia, de ese triunfo del amor de Dios sobre nuestro mal, de ese triunfo de la misericordia de Dios sobre nuestros pecados.
Que así sea para todos nosotros; que así sea para nuestra sociedad entera; que así sea para nuestro mundo, valle de lágrimas para tantas personas, tan dolorido muchas veces y que necesita el consuelo y el bálsamo del amor infinito de Dios y que necesita como camino poder mirarte a Ti y saber que siguiéndote a Ti, siguiendo tus huellas, acogiendo a Dios, y el designio de Dios como Tú lo acogiste, lo que nos aguarda es el triunfo, la corona de la victoria, la gloria infinita, la belleza infinita del esplendor del amor de tu Hijo. Que así sea para todos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
30 de mayo de 2015
Coronación Canónica María Santísima de la Amargura
Santa Iglesia Catedral de Granada