“Que el Señor nos ayude a vivir según el tesoro de vida que Él nos ha comunicado”

Homilía en la Santa Misa de la toma de posesión del nuevo deán de la Catedral, D. Eduardo García, el 31 de octubre de 2020, en la iglesia parroquial del Sagrario-Catedral.

Muy queridos hermanos (pequeñísima representación de la familia de Dios aquí en Granada, en este sábado en mitad del casi confinamiento en el que estamos);

muy queridos hermanos sacerdotes;

querido D. Juan;

querido Eduardo y queridos amigos:

 

El Evangelio de hoy vale para todos, porque todos en el mundo y en la vida muy fácilmente buscamos el poder, buscamos el ser el centro, buscamos el que nos quieran más que a Dios si es posible, de muchas maneras. Pero es un Evangelio providencial también en este momento. Providencial para nosotros, para los pastores. Que no es una enseñanza singular del Señor. La contrapone a los criterios del mundo, cuando dice: “Los poderosos de este mundo oprimen y esclavizan a los suyos. Que no sea así entre vosotros. El que quiera ser el primero que se haga vuestro servidor y el que quiera ser el más grande de todos que se haga el más pequeño”.

El Señor ha invertido en muchas cosas las categorías espontáneas de la vida. Yo creo que entre nosotros habría que pedirLe mucho al Señor que seamos así, es decir, que no busquemos –diríamos- signos mundanos de nuestra posición en la Iglesia -por así decir-, sino los signos que el Señor ve y los signos que el mundo puede reconocer como que Dios está presente entre nosotros.

El mundo no voy a decir que se aleja de la Iglesia; está ya alejado y lleva alejado mucho tiempo. Y cuando el Concilio señalaba las causas del ateísmo contemporáneo, que es la cultura en la vivimos, yo creo que tenemos que situarnos que estamos en un mundo, culturalmente hablando (no digo que las personas no tengan fe, o algo de fe, que algo tiene que haber, por si acaso, cosas de ese tipo…); la cultura en la que vivimos es una cultura atea, el aire que respiramos es un aire profundamente contaminado por el ateísmo. Y no lo digo porque el ateísmo sea un pecado, sino porque, como decía Juan Pablo II y decía también De Lubac (y yo creo que Juan Pablo II lo había tomado de ahí), “el hombre puede hacer un mundo de espaldas a Dios o contra Dios. Pero un mundo de espaldas a Dios, inevitablemente, se vuelve un mundo contra el hombre”. Y las víctimas de ese mundo contra Dios somos los seres humanos, somos nosotros mismos.

Decía que cuando el Concilio señala las causas del ateísmo dice que son muy complejas. Y cuando uno se pone a estudiarlas y a comprenderlas, tiene que estudiar toda una evolución desde el siglo XIV en adelante y, ciertamente, los siglos que han sido para España lo que llamamos el Siglo de Oro. Y un Siglo que ha resplandecido de muchísimos santos no ha frenado la lenta, sutil y casi irremediable cultura cristiana en el mundo. Y por lo tanto, en último término la irrelevancia de esa cultura cristiana. Si en el siglo XIX el “leitmotiv” podía ser aquella frase de Hollerbach que “no es Dios el que ha hecho al hombre, sino el hombre el que ha hecho a Dios”, eso no es verdad, pero él lo decía del modo como poníamos de manifiesto los cristianos, unos cristianos muy mundanizados y un Dios que estaba a nuestra medida.

En el siglo XX, podría servir de símbolo la frase de Gramsci, el que fue ideólogo del eurocomunismo en Italia: “Dios, si existe, no importa”. Porque no tiene nada que decir ni nada que enseñarnos. Los Papas después del Concilio no han cesado en llamarnos a una nueva evangelización, es decir, a descubrir el centro de la experiencia cristiana; a ponernos en el corazón de esa experiencia, para poder ofrecerle al mundo eso. Eso significa despojarnos un poquito de ciertas imágenes o de ciertas vinculaciones de nuestro ser Iglesia y, sobre todo, de nuestro ser sacerdotes, a unas imágenes muy mundanas de lo que significa el poder, que tiene algo que ver con el Evangelio de hoy y que tiene algo que ver a ese otro pasaje del Evangelio al que yo hacía referencia.

Y pedirLe al Señor que en lo que luchemos por competir unos con otros, por emularnos unos a otros sea precisamente en la santidad. Que no es una colección de cualidades individuales. La santidad no es eso. La santidad es la experiencia de que Cristo es lo más querido en mi corazón y en mi vida. Y si eso es así de manera verdadera y de manera real, yo soy cristiano; y si no lo es, no lo soy. Por muchas cualidades que tenga, por muchas cosas que sepa hacer, por muchas cosas que haya aprendido, por muchos detalles que pueda dar de la historia de la Iglesia, o de cualquier otra cosa…

Y la Presencia de Dios en mi corazón, es decir, que Cristo sea verdaderamente lo más querido en mi corazón y en mi vida, se traduce en una moral al mundo y a la fe, y al descubrimiento de Dios, de los hombres con los que me tropiezo en la vida por encima de todo. “Porque nadie ama a Dios a quien no ve si no ama a su prójimo a quien ve”. Y eso lleva siempre consigo la comunión de tal manera, tanto es así que el Señor puso la comunión entre nosotros como el signo de la fe del mundo. Comunión entre nosotros a todos los niveles, porque la comunión es siempre un signo de Dios. Y empiezo por el matrimonio. Que haya comunión en el matrimonio es un signo de Dios. Y también de eso tenemos las pruebas cada día, es decir, se pierde la conciencia de que es el Señor la referencia y su amor a la humanidad, la referencia del ser esposo y del ser esposa, y los matrimonios se rompen uno detrás de otro. Se rompen o se toleran: “A mi edad, ¿dónde voy a ir?”, “tenemos que sacar los niños adelante”. Pero, en el fondo, deja de haber comunión. La comunión hasta en algo en lo que el Señor ha puesto tantos signos para preservar y cuidar esa comunión en la Creación. Ha puesto la atracción del hombre a la mujer como una señal -por así decir- para facilitar la comunión. La comunión es siempre un milagro. Y si eso es verdad en el matrimonio, cuánto más en cualquier otra reunión de personas, entre compañeros de trabajo, en una institución cualquiera. Pero, en la misma Iglesia. Lo que el mundo espera poder reconocer en nosotros es la comunión de unos con otros; que los demás son igual de importantes para mí que mi propia vida. Y que eso lo puedan ver los hombres. Y eso es lo único que importa. Ni vuestros uniformes de canónigos, ni los míos, ni mis señales del ministerio episcopal, nada de nada, puedo ser todo eso…

La Tradición cristiana puso a un patriarca de Alejandría -desde Gonzalo de Berceo le había llegado esa Tradición- “el milagro de Teófilo”. Y Teófilo era un obispo de Alejandría que hizo bastante daño a la Iglesia en muchos sentidos. Y lo hizo como lo puso la Iglesia. El pueblo cristiano, en su sensibilidad (que el pueblo cristiano nunca ha sido clerical), lo puso como signo “del hombre que vendió su alma al diablo”. Entonces, los signos del ministerio, y en las catedrales medievales cuando se pinta el “Pantocrator” en el medio y el cielo y el infierno, normalmente se pone al obispo en el infierno. Veréis, y eran gente que sabía mucho de cristianismo y mucho de teología, y todo eso refleja el sentido evangélico de que “el que quiera ser el primero entre vosotros que se haga el más pequeño de todos y el más pobre”. Yo recuerdo con escándalo, cuando yo fui a Córdoba, y uno ve la Catedral de Córdoba desde el río, desde lo que es el seminario, hay como unos semicírculos ahí que parecen como nichos, nichos grandes de un cementerio con unos escudos pintados, y yo al poco tiempo curioso de qué era aquello preguntaba qué significaban aquellos nichos y me dijeron que era donde los canónigos se sentaban después de rezar laudes para desayunar chocolate viendo pasar a la gente. Yo decía, “Dios mío, es un milagro que el pueblo haya conservado la fe, porque hemos hecho todo lo posible para que no la conserve”.

Y es un signo de que Dios está presente en medio de su pueblo. No soy iconoclasta, os lo prometo, no soy de los que las formas llevan un contenido. Lo que nuestras formas tienen que expresar es que nuestro contenido es ese: que Cristo es lo más querido, lo único que verdaderamente importa. Y que eso se traduce en una cosa y es en el deseo de comunión por encima de cualquier otra virtud. “Padre, que todos sean uno como Tú y Yo somos uno”. En la Oración sacerdotal de Jesús, no es una oración por los sacerdotes, sino que Cristo hace por el mundo entero y también por los sacerdotes como Sacerdote único: “Que ellos sean unon para que crean que Tú me has enviado”. La fe del mundo está condicionada a nuestra comunión.

Lo que quería decir es que la Eucaristía no es un rito, sino un diálogo de amor entre el Esposo y la Esposa, que culmina siempre en la consumación de la Alianza. Todo eso hecho en un lenguaje que es un lenguaje simbólico que los cristianos desgraciadamente hemos olvidado y hay que recuperar. Es necesario recuperarlo. La Eucaristía no es importante porque sea una obligación, una costumbre, una ocasión que me da de pedir la salud al Señor, sino que en ella acontece lo más grande y es que Cristo quiere ser uno conmigo, como fue uno con el cuerpo de la Virgen. Uno conmigo. Y el Cuerpo de Cristo viene a mi carne para hacerse uno conmigo. Y luego, durante el día, “no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. Y uno entiende entonces por qué Cristo, no sólo para quien lo conoce, es lo más querido en esta vida y la prenda de la vida futura.

Que el Señor nos ayude a vivir según el tesoro de vida que Él nos ha comunicado. Y vuelvo a recoger las palabras del Concilio: “No velemos el rostro de Cristo, sino que lo desvelemos a un mundo que se muere de hambre y de sed”. Y no me refiero al hambre y sed física, sino al hambre y sed de sentido, de qué hacemos aquí, para qué estamos aquí. Si somos hormigas más sofisticadas…, Dios mío, las hormigas no sufren como sufre el ser humano. Si Tú nos has puesto aquí, nos has dado la capacidad de amar, la capacidad de sufrir cuando nos falta el amor, entonces, Señor, Tú que has querido colmar esa sed y ese hambre haz que podamos descubrirTe y comunicarte; comunicarTe a los demás, pobremente, porque todos somos muy pobres, todos, empezando por mí. Pero que sepamos comunicarTe a los demás lo mejor que sepamos cada uno.

Que así siga siendo en la vida de D. Juan y en los que participáis de una forma u otro en mi ministerio episcopal. Además de ser canónigos, sois vicarios, uno Vicario General y otro Vicario de la ciudad.

Que así sea para Eduardo y para todos vosotros. Y pedid que también sea lo más querido para mí; que no busque otra cosa más que Él viva en plenitud en la vida del pueblo cristiano.


+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

31 de octubre de 2020

Iglesia parroquial del Sagrario Catedral

Escuchar homilía

Palabras finales, antes de la bendición final.

He cometido un error en la homilía, grande, en el que es muy fácil caer: y es criticar a la gente de otra época. Y he criticado a los canónigos del siglo XVIII cuando a lo mejor algunos de ellos eran virtuosísimos, pero las costumbres del siglo XVIII no eran las costumbres del mundo en el que vivimos, ni la cultura de aquel tiempo. Ellos podrían ser unas personas excelentes y seguro que estarán todos en el Cielo (espero que estén todos en el Cielo y muy por delante de mí), pero la cultura del siglo XVIII trajo aquellos lodos del siglo XIX, que desembocaron en esa herida de la que todavía no nos hemos curado y es la terrible herida de la Guerra Civil Española.

Sólo quería decir que, probablemente, mi vida es igual o más escandalosa que la de ellos en muchos aspectos, y uno no es consciente de ello. Y necesito yo de su intercesión porque nos acomodamos a la cultura en la que estamos.

Pedimos. Pedid unos por otros. Pedid también por mí y por el presbiterio. Que sepamos ser testigos lo más transparente posible del amor y de la misericordia de Dios revelada en Jesucristo. Y eso es lo que pido para ti, querido hijo. Aunque yo no te he ordenado (ya estabas ordenado cuando yo llegué a la diócesis), pero sí que eras uno de los sacerdotes más jóvenes de la diócesis y tampoco entendiste que te tuviera casi 10 años en la Alpujarra. Luego, el Señor te ha llevado por otros caminos y yo le doy gracias a Dios, como doy gracias a Dios por la vida de cada uno de vosotros.

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