Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Misa en la Catedral.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, hasta la muerte;
queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos hermanos y amigos:
El Evangelio de hoy es tumultuoso porque es como una marea de oleaje grande que nos habla de muchas cosas. San Mateo solía reunir palabras de Jesús que tenían más o menos que ver con el mismo tema, y aunque hubiesen sido dichas en distintas ocasiones, las juntaba ordenadamente. Así junta él una parte del Sermón de la Montaña al que pertenece el texto que acabamos de leer en la Eucaristía. Así junta también las parábolas en todo un grupo de parábolas en el capítulo XIII. Así vuelve luego a unir toda una serie de recomendaciones para la comunidad, más adelante en el Evangelio, como si fueran capítulos temáticos. Y el capítulo temático de hoy es la ley de Jesús, la ley nueva, y en gran parte su relación con la ley antigua. En el uso del tiempo de Jesús, ley no se refiere siempre a unos mandatos que hay que cumplir. Cuando Jesús dice: “En verdad os digo, mis palabras no pasarán sin que deje de cumplirse hasta la letra más pequeña o la tilde más pequeña de la Ley”, está hablando más bien de las profecías. La palabra “torá” puede aplicarse en el mundo judío a la ley estrictamente dicha, a la Ley de Moisés, es a los mandatos de la Ley de Moisés; pero se puede referir también a toda la Escritura, que más bien tiene que ver con la raíz “iluminar”, “luz”.
Cuando Jesús dice “no dejará de cumplirse ninguna de las cosas más pequeñas de la Ley”, está hablando también de las promesas que hay en la Escritura que hay en el Antiguo Testamento; está hablando de las profecías del Antiguo Testamento, no solo de los mandatos. Luego sí, luego pasa a hablar de los mandatos y, sobre todo, se centra en la comparación de la Ley de Moisés y la Ley que Jesús trae cuando proclama la llegada del Reino. Y esa Ley se distingue por varias cosas, una de ellas, el que la Ley de Moisés es básicamente negativa; es decir, “no matarás, no robarás, no adulterarás…” son, si queréis, los Mandamientos de la Ley de Dios, que los teólogos muy posteriores dirán que pertenecen a la ley natural. No estoy muy seguro de que eso sea verdad, pero lo que sí que es cierto es que son como caminos muy básicos de sabiduría del hombre que quiere vivir según Dios. Pero Jesús aquí lo que sí que hace es un contraste entre la Ley que Dios había dado en el Sinaí y la Ley que Él mismo está ofreciendo, lo cual es ya muy gordo, muy grave. Es uno de los pasajes del Evangelio donde uno puede decir “bastaría este pasaje para que los judíos hubiesen lapidado allí mismo a Jesús, o para que lo crucificaran”, porque Jesús dice “habéis oído a los antiguos decir ‘no matarás’”, es ese “dijo” una forma pasiva, que no tiene sujeto agente, era una de las formas que tenían los judíos para evitar nombrar a Dios o referirse a Dios, porque siempre les parecía que el nombre de Dios o hasta la palabra “Dios” era demasiado sagrada para usarla con ligereza. Cuando Jesús dice “habéis oído que se dijo a los antiguos”, está diciendo siempre “sabéis, habéis oído siempre en la sinagoga, en las escuelas sinagogales, que Dios dijo a los antiguos, ‘no matarás’, pues bien, yo os digo…”. Ese atreverse a corregir a Dios es una forma de proclamar de Jesús que su autoridad es del mismo nivel que la del Dios del Sinaí, y eso es tremendo. Bastaría esas afirmaciones para haber llevado a Jesús a la lapidación o a la pena de muerte. (…) Eran afirmaciones en las que Jesús se proclamaba a Sí mismo, de manera indirecta, evidentemente, como portador de una autoridad divina, no sólo como portador, sino como detentor de esa autoridad divina, como reclamando para Sí mismo una autoridad idéntica a la de Dios.
¿En qué dirección corrige el Señor la ley del Sinaí, la ley judía? No en el sentido de hacer excepciones o de suavizarla, sino en el sentido de profundizarla y de una manera también que hace posible vivirla. Porque si la ley –eso San Pablo lo subrayará mucho más– se recibe como unos mandatos que tiene que cumplir, qué fácil es cumplir una ley sin haberla interiorizado, qué fácil es cumplir unos mandamientos sin hacerlos uno suyos, qué fácil es hacer ciertas cosas que son como contrarias o hacerlas de una manera, sabiendo que son contrarias a nuestro corazón, incluso deseando en nuestro corazón que eso no fuera un mandamiento, que no hubiera que hacer eso. Y Jesús pone la conexión entre la Voluntad de Dios y nuestro corazón en el centro de todo. “Os quitaré el corazón de piedra y pondré en vosotros un corazón de carne”. Jesús ha venido para arrancar de nosotros el corazón de piedra; que puedo cumplir la Ley, pero, como decimos tantas veces, cumplo y miento, de una manera de cumplir sin que mi corazón esté en lo que estoy cumpliendo, quejándose a lo mejor de que Dios haya pedido, por así decir, eso a los hombres, mostrándoles ese camino. No conscientes de que ese camino es un camino de libertad, de vida, de plenitud, de salvación. Cuando Dios ordena algo, cuando Dios señala un camino, lo señala para nuestro bien. Los padres se lo dicen mucho a los hijos y casi siempre, o muchas veces, es verdad; no siempre. En los padres de este mundo, eso es verdad, que las cosas estén pensadas, ordenadas para su bien. Pero cuando Dios quiere algo, Dios no quiere nada más que nuestra felicidad, nuestra plenitud como personas humanas, el cumplimiento de nuestras vidas y de nuestras personas, la fecundidad de nuestras vidas.
Por eso es tan importante que Jesús pone la Ley en nuestro corazón: “No matarás”. Tienes que pedirLe al Señor un corazón que te haga desear el bien de tu hermano por encima de todo. Por eso se explica que diga “quien llama a su hermano imbécil” (que se puede usar que lo podemos decir de una manera, casi jugando, medio en broma, diciendo “bobo”), pero quien insulta a su hermano por razón de odio está haciendo parecido a matar a su hermano y lo importante es que, al mismo tiempo, uno se mata a sí mismo; es decir, quien insulta a su hermano, quien alimenta en su corazón odio hacia el otro se mata a sí mismo, no vive en el corazón de Dios. Lo mismo en relación con el adulterio. (…)
Pero lo cierto es que el Señor, ¿cómo corrige la Ley antigua? Dice “no cometerás adulterio”. No, no basta con eso, sino “el que mira a una mujer”… o, diríamos hoy, “cuando un hombre y una mujer se miran con deseo de poseerse sin que ese deseo sea un deseo limpio, y sin que ese deseo tenga el marco del matrimonio, pues ya ha adulterado en su corazón. ¿Qué significa eso? Significa que tenemos que educar nuestro corazón, porque la moral cristiana nunca es una moral de poner límites, de recortar. No es una moral puritana, no es una moral estrecha. La estrechez puritana es más bien propia de deterioros, de desarrollos espurios de la fe y de la tradición moral cristiana. Lo que tenemos que hacer es que se eduque nuestro corazón. ¡Dios nos ama a cada uno! Dios ama a cada hombre y a cada mujer y nos ama a cada uno con un amor infinito. ¿A qué nos está invitando? Me detengo en este pasaje que habla del adulterio. ¡Amar como Dios nos ama! El amor de Dios es puro y es amor, y os mira a cada hombre y a cada mujer con un amor infinito, que es verdadero amor, y que no tiene nada que ver con la lujuria, no tiene nada que ver con la avaricia (que la lujuria es una forma de avaricia descaradamente). Un deseo de poseer, de adueñarse, de convertir al otro en un objeto de mi placer. Es de lo que está hablando Jesús.
PedirLe al Señor que eduque nuestro corazón. Para eso tenemos que pedir el Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo nos permite amar a nuestros enemigos. Sólo el Espíritu Santo nos permite no despreciar a quien espontáneamente sentimos el deseo de despreciar. Sólo el Espíritu Santo nos permite mirar a cada hombre y a cada mujer con un afecto semejante a aquel con el que nosotros somos mirados por Dios, y deseamos ser mirados por Dios, y deseamos ser mirados por las personas que nos quieren bien. Sólo eso es la moral de los hijos de Dios. Sólo eso pone de manifiesto en el mundo una novedad. Ser cristiano no es tener unas reglas. Ser cristianos es tener un corazón nuevo, y eso es lo que tenemos que pedirLe al Señor. Señor, danos ese corazón nuevo que permita que nuestra mirada sobre el mundo. Que nuestra relación con los demás, con uno mismo, con las cosas, con el pasado, con nuestro pasado, con nuestras heridas, también con nuestro futuro, pueda ser una mirada que se parece a Tu mirada. Una mirada llena de misericordia, de ternura, de afecto. Un afecto que no está reñido para nada con el respeto, ¡al revés! Que se cuida mediante el respeto. El verdadero afecto se cuida cuidando el respeto, y a veces preservar un afecto requiere una cierta distancia, precisamente porque uno ve que un afecto o una amistad es tan bella que no quiere estropearla.
Mis queridos hermanos, el Señor nos abre todo un horizonte. Es el horizonte de la moral cristiana. Yo quiero que sepáis que ese horizonte no es de preceptos, no es de leyes. No es un precepto que trata de encoger y agobiar nuestro corazón. Es una vida de hijos de Dios. Es la vida de la libertad gloriosa de los hijos de Dios que, porque participan en la vida de Dios, miran todo y tratan todo con el mismo amor con el que Dios nos trata a nosotros, con el que nosotros deseamos ser tratados por Dios. Cuando nosotros miramos el mundo así, todo en nuestra vida cambia. Todos sabéis, muchos sabéis que en estos últimos días se ha estado celebrando en Madrid, se está hoy celebrando en Madrid todavía, un congreso de fieles cristianos laicos de toda la Iglesia en España sobre el lema “Iglesia en salida”. Tenemos que salir a anunciar el Evangelio al mundo. ¿Me dejáis decir muy sintéticamente que el verdadero anuncio del Evangelio es esa mirada nueva que nosotros podemos tener sobre las cosas y que el mundo es incapaz de tener? Que el verdadero anuncio del Evangelio es renunciar a esa avaricia que dice San Pablo que es la fuente de todos los males y que, en diversas formas, es lo que nos hace unas veces odiar, otras veces amar inadecuadamente, otras veces luchar con los demás para apoderarnos de bienes de este mundo, de poder o de situación o de cosas de ese tipo.
PedidLe al Señor que nos dé un corazón más parecido al corazón de Dios. Entonces, toda nuestra vida, ese anuncio del Evangelio, nuestros gestos más pequeños, nuestras relaciones humanas, nuestras peticiones de perdón cuando nos damos cuenta mil veces al día o muchas veces al día que nos hemos equivocado, y no pasa nada por pedir perdón. No pasa nada por equivocarse. No pasa nada por meter la pata si uno es consciente de que la Misericordia de Dios me acoge siempre, nos acoge siempre. Hasta esa petición de perdón es muchas veces un anuncio del Evangelio. Porque para pedir perdón hace falta que nuestro corazón esté moldeado un poco a la medida de Dios.
Vamos a profesar nuestra fe y a pedirLe al Señor que cambie nuestros corazones, para que nuestras obras espontáneamente surjan de nosotros como obras de quienes se saben hijos de Dios, habitados por Dios, llenos de Dios. Quienes nos sabemos que somos criaturas llenas de Dios que en todo lo que son y lo que hacen, desean que se manifieste el amor de Dios al mundo y a los hombres. Ese sería un Pueblo de Dios en salida. Esa sería una vida que mostraría, en un mundo tan confuso, tan oscuro, tan perdido, sencillamente que vivimos a la luz de Dios.
Que así sea en vuestras vidas, en vuestras familias, en vuestros trabajos. Que así sea también en el mío. Que así sea en todos nosotros. Que quien nos vea pueda decir, como dice una vez un pasaje de la Escritura, “esta es la cosecha que ha bendecido el Señor”. Un buen campo resplandeciente, lleno, bien crecido y bien cuajado de tallos y de espigas. “Este es el pueblo que ha bendecido el Señor, ésta es la cosecha que ha bendecido el Señor”. Y lo dirán si reconocen en nosotros el corazón nuevo. No que somos perfectos, y mucho menos que pretendemos serlo o parecerlo a los ojos de los demás, sino, sencillamente, que vivimos humildemente a la luz de Dios, a la luz de Su corazón y de Su amor.
Que así sea para todos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
16 de febrero de 2020
S.I Catedral de Granada