Pentecostés, “día de gozo inmenso para la Iglesia y para la comunión de la Iglesia”

Homilía en la Misa en la Solemnidad de Pentecostés, el 31 de mayo de 2020.

Queridísimos hermanos y amigos;

queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios:

San Gregorio de Nisa al día de Pentecostés, o al don del Espíritu Santo, -porque es la fiesta del nacimiento de la Iglesia, es la fiesta verdaderamente donde la Iglesia nace como pueblo y como comunión- aplicaba a la Iglesia las palabras del Cantar de los Cantares, donde el Esposo llama a la Esposa “mi paloma, mi perfecta”. Y es un día de gozo inmenso para la Iglesia y para la comunión de la Iglesia.

El don del Espíritu Santo, en efecto, es el culmen de la obra redentora de Jesucristo. Jesucristo se encarna. Jesucristo anuncia el Reino. Jesucristo acompaña a los discípulos y a quién quiso acompañarle, y creyó en Él. Jesús se dirige a Su Pasión y entrega Su vida, y muere, para poder unirse a nosotros con una Alianza nueva y eterna. En un matrimonio perfecto, que se consuma justamente cuando deja en nosotros la siembra de Su Vida divina. Cuando no sólo se ha revestido Él de nuestra humanidad; no sólo ha asumido nuestra humanidad en su vida terrena y no sólo ha introducido esa humanidad en el Cielo, sino que derrama en la humanidad, en la tierra, la Vida divina que es Su vida, que es Su Espíritu. Y esa vida crea, como creó al principio del mundo, todas las criaturas en el Libro del Génesis: “El Espíritu de Dios se cernía sobre el abismo”, en la segunda línea. Como aquella Creación primera, hoy crea un pueblo nuevo. Como en la Alianza del Sinaí, hoy hace una nueva Alianza, la hace en ese hecho único. Aunque podamos nosotros contemplarlo desde aspectos diversos -la cruz, la Resurrección, la Ascensión-, pero hoy crea el don de Cristo. De hecho, en las iglesias antiguas, con frecuencia, al Espíritu se le llamaba “el don”, de tal manera que cuando uno decía “hemos recibido el don”, significaba que habían recibido el Espíritu Santo sin más, sin más necesidad de explicación.

Cuando deja en nuestras vidas ese don del espíritu, y lo deja accesible para toda la humanidad y para siempre, ese don se renueva cada vez que celebramos la Eucaristía, sin duda, pero tiene justamente en aquella primera mañana de Pentecostés, que es la memoria que rige la celebración de hoy, llena de gozo. ¿Por qué? Porque lo divino está en nosotros y nosotros estamos en Dios. Y sólo eso hace posible dos cosas, y luego una tercera que es como consecuencia de la segunda: el conocimiento de Dios. Fijaros que el Señor, cuando promete el Espíritu, dice: “Él os guiará hacía la verdad plena”. Y hoy, la Segunda Lectura decía: “Nadie puede decir ni siquiera ‘Jesús es Señor´ sin el Espíritu Santo”. La afirmación “Jesús es Señor” era la afirmación, era el Credo cristiano con el que los cristianos se conocían durante el primer siglo y casi hasta la mitad del segundo. “Jesús es el Señor”. Jesús es el Señor era como un símbolo, es decir, como un modo de reconocerse. Decir “Jesús es el Señor” es decir “yo soy cristiano”. Pues, nadie puede decir “Jesús es el Señor”, decirlo con verdad… decirlo de boquilla lo decimos todos muchas veces y usamos la palabra Señor muchas veces, pero decir con verdad “Jesús es el Señor” sólo puede decirse en el Espíritu Santo. Y es comprensible.

Conocer a Dios no es saber cosas de Dios. Conocer a Dios no es saber muchas cosas de Dios. Conocer a Dios es, de alguna manera, participar en la corriente de Su amor, de Su obediencia; es conocerlo en una cierta intimidad de vida, que sólo es posible cuando Dios mismo nos introduce en esa Vida suya. O introduce en nuestra vida terrena Su vida divina, que es lo que Jesucristo ha hecho. Lo que Jesucristo ha hecho ha sido eso: introducir nuestra carne en la vida de Dios e introducir en nuestra carne la vida de Dios, de forma que, ahora, el principio de nuestra vida (la Tradición de la Iglesia y el Concilio Vaticano II lo repitió con mucha fuerza), el alma de la Iglesia es el Espíritu Santo. Y cuando San Pablo dice “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, ¿cómo vive Cristo en mí?, ¿vive Jesús de Nazaret de algún modo? No es posible. Vive en nosotros, porque nos ha dado Su Espíritu y participamos de ese Espíritu que es la vida misma de Dios, que es el fruto del amor de Dios. De hecho, es el Espíritu que proviene del Padre y del Hijo, del amor del Padre y del Hijo. Personal, pero que nos es dado a nosotros y cuya vida percibimos porque reconocemos Su acción en nosotros. Lo que el Espíritu da, lo primero que da, es ese conocimiento de Dios como amor; ese conocimiento íntimo que nace de la amistad, que nace de la confianza mutua, que nace de “todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. De haber tenido acceso, en Cristo y por Cristo, a la intimidad de Dios. ¿Pero cómo podríamos nosotros conocer la intimidad de Dios, aunque nos la contara? Sólo si la Vida divina de algún modo está en nosotros y hay una cierta connaturalizad entre Dios y nosotros. Nosotros podemos saber muchas cosas de las aves. Y los ornitólogos seguro que saben muchísimas cosas acerca de las aves, pero no pueden ser un ave, ni hablar con ella, ni volar con ella, sencillamente. Y la diferencia entre las aves y nosotros es pequeñísima comparada con la diferencia entre nosotros y Dios. Como decía alguien hablando de la Inmaculada, y hablando del trabajo de San José, el trabajo de San José pudo ser útil a Jesús, al Hijo de Dios encarnado, sólo por una razón: porque Dios le concedió el don de que lo que él hacía en la carpintería, él lo necesitase. Jesús necesitaba el fruto del trabajo de San José para tener alimentos, para comer, para crecer, para vivir; para que viviera la familia, la Sagrada Familia.

Pero, ¿cómo puede el trabajo de un hombre ser útil a Dios? Sólo porque Dios le capacita primero de alguna manera. Igual que la Virgen es Inmaculada para ser madre de Dios, para ser madre del Hijo de Dios, sólo porque el Espíritu Santo la invade y la llena. Y la Iglesia, ¿puede dar gloria a Dios?, ¿puede bendecir a Dios?, ¿podemos conocer a Dios?, porque Dios se ha hecho, como dice una frase de San Agustín, “más íntimo de nosotros que nosotros mismos”, más profundo en mi yo que yo mismo.

Podemos conocer a Dios porque Dios está en nosotros y ha hecho de nuestra humanidad, de nuestro cuerpo un templo de Su Gloria. Y eso define, definirá para siempre, lo que es la humanidad, incluso de aquellos que no creen o que no han conocido al Señor. Porque si hemos conocido al Señor, somos un templo en el que el Señor habita, en el que el Espíritu Santo habita. Pero, si no lo han conocido, son un templo, siguen siendo un templo, que está hecho para que el Señor pueda habitar en ellos; para que el Espíritu Santo pueda llenarnos y su humanidad florezca en toda clase de frutos. Por lo tanto, la primera consecuencia del don del Espíritu es ese conocimiento de Dios. A todas las naciones, de cualquier lengua, la lista de pueblos que se da en la lectura de los Hechos es el mapamundi de lo que se conocía espontáneamente desde Jerusalén, desde Persia, hasta Creta, y hasta lo que sería casi Cartago, y hasta Roma.

Todos los pueblos han sido unidos por un mismo Espíritu: “Ya no hay hombre, ni mujer, ni esclavo, ni libre, ni griego, ni bárbaro, ni judío, ni gentil, porque todos somos uno en Cristo Jesús”. Y este es el segundo don. Desde el primer pecado que rompe la relación del hombre con Dios, la historia humana no ha sido mas que una historia de rupturas, de separaciones. Ese es el oficio del Diablo. Diablo significa en griego “el que separa”, “el que divide”, “el que nos aleja unos de otros”, porque primero nos aleja de Dios. Y el Señor ha venido a reunir a los hijos de Dios dispersos y el don del Espíritu Santo nos hace ser unos con una novedad que el mundo no conoce, con una unidad que el mundo no es capaz de construir. Sabemos que es de Dios porque el mundo no construye eso. Nosotros mismos no somos capaces de construirlo, ni siquiera en nuestras familias, ni siquiera en nuestros matrimonios si no es por la Presencia del Señor, por la Presencia de Su Espíritu que hace posible la unidad. La unidad entre el hombre y la mujer, la unidad en la familia, la unidad en una comunidad de Iglesia, en la parroquia, en la universidad, la unidad entre las naciones. La unidad. Todos tenemos la conciencia alguna vez de haber ido a vivir a un sitio totalmente desconocido y si había cristianos, lo recibieron. Cuando un grupo de españoles fueron a la JMJ de Manila, hace muchos años, tenían ocho horas para pasearse por Bangkok, en el cambio de avión, y alguien vio por la calle que alguien llevaba una cruz e inmediatamente les dijo “¿sois cristianos?”. Los cristianos en Bangkok son algo así como el 0,08%. Dijo: “¿Sois cristianos?”. “Sí, vamos a la JMJ”. Dijo: “¡Veniros todos!”, y llamaron a la comunidad cristiana y celebraron la Eucaristía y les dieron de comer allí todos juntos, sin conocerlos de nada y sin poder casi entenderse, sólo con el inglés “chapurreado” que podían hablar unos con otros. Donde hay una comunidad cristiana es nuestra casa y nosotros deberíamos ser casa, y lo somos muchas veces. Esta Catedral, muchas veces, recibe a personas de otros países que celebran la Eucaristía con nosotros y comulgan del mismo Cuerpo de Cristo, o viven de la misma fe. Incluso, a veces, cristianos que no pueden comulgar o cristianos que no forman parte de la Iglesia Católica.

Decía que hay una tercera cosa que hace el Espíritu y es perdonar. Curiosamente, es lo primero que Jesús le da el mismo día de la Resurrección a los apóstoles. “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados”. Los apóstoles continúan así la misión de Cristo, que fue fundamentalmente perdonar los pecados y abrir a los hombres el horizonte de la esperanza de la vida eterna y de la vida nueva que el Espíritu nos iba a dar, y nos ha dado.

El perdón de los pecados es una condición. No hay unidad sin perdón. Si fuéramos ángeles a lo mejor sí, pero como no lo somos, como somos seres humanos y, además, pecadores, la unidad es siempre un don del Espíritu Santo y pasa por el perdón. “Es que me ha hecho”, “es que fíjate qué defecto tiene”, “es que con este defecto me trata de esta manera”, siempre y casi siempre cuando se dicen esas cosas, casi siempre se tiene razón. Lo que pasa que la razón no es el criterio último en el amor. El amor es el propio criterio del amor. Y se puede tener razón y si la razón se usa para dividirnos, esa razón es diabólica, es decir, es del diablo, no viene de Dios. Es decir, lo que viene de Dios, el Espíritu de Dios, siempre une, pero une a través del perdón.

Que el Señor nos conceda gozar de ese Espíritu y que crezca en nosotros. Con una de las Hermanitas del Cordero venía yo hablando en el momento que entrábamos para esta Eucaristía y me comentaba el gozo que había sido para ella descubrir que la vida eterna no es como llegar, y descansar, y ya hemos terminado, y luego quedarse allí quietos. Sino que la vida eterna seguimos siempre creciendo en el amor de Dios por toda la eternidad, porque nuestro corazón es capaz de ensancharse hasta el infinito, porque tenemos sed de un amor infinito.

“El que tenga sed que venga a Mí y beba”, decía el Evangelio de ayer. Porque, como decía la Escritura: “De Sus entrañas manará una fuente de agua viva que mana hasta la vida eterna”, hasta la vida eterna nos estará el Señor comunicando una vida que será siempre creciente, porque nunca habremos agotado nuestro conocimiento de Dios y el conocimiento de Su Amor. Y el gozo de Su Gloria. El gozo de Su Belleza infinita e inagotable.

Que el Señor multiplique los dones de Su Espíritu sobre Su Iglesia, sobre nosotros, y sobre los que se unen a nosotros a través de la televisión. Y que nosotros acojamos, que nos dé el Señor la gracia de acoger, al Espíritu a la medida de la capacidad del deseo de cada uno.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

31 de mayo de 2020
S.I Catedral de Granada

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