“Padre nuestro, padre de todos”

Homilía en la Santa Misa del XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, el 13 de septiembre de 2020.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;

queridos hermanos y amigos:

Todos hemos rezado mil veces el Padrenuestro, y yo también. Y en el Padrenuestro, hay una petición que yo siempre corrijo, de algún modo, o comento, porque se puede entender al menos de dos maneras diferentes.

Cuando Le pido al Señor que perdone mis ofensas como yo perdono a quienes me ofenden, siempre Le digo “pero, Señor, no me perdones tú a mí como yo perdono, porque, entonces, estoy perdido”. ¿Por qué? Porque yo perdono muy mal, porque yo perdono muy poco, porque me cuesta mucho perdonar; porque si es mi perdón la medida del perdón que Te pido a Ti, estoy perdido. No. No puede significar eso. Mi caso no es un caso particularmente especial. A todos nos cuesta perdonar.

Es como la única condición que el Señor pone. Cuando uno analiza el Padrenuestro, la palabra más importante del Padrenuestro es “Padre” y “Padre nuestro”, no “Padre mío”, no “Padre mío y de mis amigos” o “Padre mío y de mi familia”. Es “Padre nuestro”, padre de todos. Esa es la más importante de toda la oración. Porque es esa relación con Dios Padre, percibiéndolo como un verdadero padre, no con la medida de los padres de este mundo, muchas veces ausentes, muchas veces desentendidos de su condición de padres, sino como un Padre infinitamente padre, infinitamente bueno, de quien brota todo lo que hay de bueno en la paternidad y en la maternidad humana. Llamar a Dios “padre” significa saberme “hijo”. De aquí a unos poco minutos, yo diré “con la alegría de que nos sabemos hijos de Dios”, por tanto, “partícipes de Su naturaleza divina y destinados a la herencia de Su Reino”. Todo lo demás que decimos en el Padrenuestro es “Señor, sálvanos”. Cuando Le pedimos “venga a tu Reino”, “santificado sea tu Nombre”, “líbranos del mal”… “Señor, sálvanos”. Sólo hay una petición como que rompe el ritmo de esa súplica hecha de varias maneras, pero siempre “Señor, sálvanos”. Perdónanos es sálvanos, porque sin Tu perdón, ¿quién podría acceder a tu Reino?, ¿quién podría acceder a Ti?, ¿quién podría vivir de acuerdo con Tu vida?, ¿quién podría ser o tener la alegría de ser hijo tuyo? “Perdónanos”.

Todos somos el hijo pródigo, todos somos la mujer adúltera, todos somos los pecadores a los que el Señor se dirigía y con los que comía y a los que les anunciaba el Reino y el perdón de los pecados. Pero no nos perdones a la medida de nuestro perdón. Perdónanos de manera que nosotros podamos perdonar a los que nos ofenden. Perdona nuestras ofensas. Esa súplica es profundamente humana. Esa súplica que podemos decir es la más divina, puesto que la oración de Jesús nos enseña, para decirLe al Padre todo lo que tenemos que decirle, no tenemos que decirLe más que eso, porque, como comentaban los Padres de la Iglesia, para decir eso desde el fondo de nuestro corazón hace falta que la vida entera esté abierta a Dios, hace falta que la vida entera esté tocada por el Señor. Tocada y abierta. Abierto el corazón a la Gracia de Dios.

Perdónanos de manera que podamos nosotros perdonar. Lo que digo que es una experiencia profundamente humana es la siguiente: el niño o el joven, el adulto que también ha sido niño y ha sido joven, que no ha tenido una experiencia de un amor gratuito, qué difícil es que pueda vivir la donación de su propia vida, qué difícil es que pueda experimentar el gozo de darse. Como decía san Pablo, “hay más gozo en dar que en recibir”. Es la experiencia de la gratuidad, del amor incondicional la que hace nacer en nosotros también el deseo de vivir en ese amor incondicional, que cuesta, pero que, paradójicamente, salva nuestra vida. “Quien ama -nos lo recordaba la Lectura de la semana pasada- ha cumplido toda la Ley. No os debáis unos a otros mas que amor”. Y el Mandamiento que resume al final del ministerio de Jesús todo, “amaos unos a otros como Yo os he amado”.

Señor, permítenos experimentar Tu amor. Permítenos experimentar Tu perdón. Haz que sintamos la necesidad misma de ese perdón, para que Te supliquemos que nos salves y para que la experiencia de ese perdón cure las heridas de nuestro corazón y nos permita querer a los demás un poquito, a la medida de nuestra pobreza, a la medida de nuestra pequeñez, pero un poquito, como Tú nos quieres, un poquito como Tú nos amas; un poquito con la misericordia, el afecto, la ternura con que Tú nos miras.

Mis queridos amigos, mis queridos hermanos, pedidLe al Señor experimentar Su misericordia. Es la oración más sencilla de todas, aquella con la que iniciamos al comienzo, luego se articula más en el Padrenuestro: “Señor, ten piedad”. Hay cosas especialmente en nuestra cultura que nos hacen difíciles el pedir ese “Señor, ten piedad”, dichos desde el fondo del corazón. Somos narcisistas. Somos personas centradas en nosotros mismos, no porque seamos egoístas, no es eso. ¿Por qué? Porque nos cuesta mucho amarnos a nosotros mismos y, entonces, buscamos fachadas, buscamos vidas falsas, exteriores. Nos cuesta mirar a nuestro propio interior. Nos cuesta mirar nuestras heridas. Nos cuesta ver la sangre de nuestro propio corazón y, entonces, siempre buscamos justificaciones. “No, es verdad que yo tengo una dificultad en mi familia, es verdad que yo tengo una dificultad en el trabajo, pero la culpa es del jefe, la culpa es de las circunstancias o la culpa es de cómo he sido educado…”, y nosotros vamos por la vida de señores cuando, en el fondo, no somos capaces de amarnos ni siquiera a nosotros mismos. Eso es lo que significa ser narcisistas. No es ser egoístas. Pero eso hace muy difícil esa sencillez de reconocer lo que uno es, de reconocer que uno tiene heridas, de reconocer que uno es una pobre criatura herida por el pecado, que tiene necesidad.

“Señor -decía el publicano al final del templo- ten piedad de mí que soy un pobre pecador”. “Ten piedad de mí, que soy un pobre pecador”. Lo curioso es que ese recibió el abrazo del Señor. Y el que iba a presentarse al Señor diciendo “mira lo bueno que soy, que pago el diezmo del comino, de la menta…”, hasta la obligaciones más pequeñas que los fariseos tenían detalladas; “todo eso lo hago”, como diciéndole al Señor, “ya está, tengo derecho a que me trates bien”. Ese no agradó al Señor. Y aquel que ni siquiera se dignaba a levantar su cabeza y Le decía “ten piedad de mí que soy un pecador”, ése recibió el abrazo del Señor.

Es paradójica nuestra vida. Si somos amados, somos capaces de amar. Si experimentamos el amor, somos capaces de comunicar amor. Y ese comunicar amor y ese darnos, no nos empobrece, sino que nos hace grandes, y cuando queremos protegernos a nosotros mismos, cuando queremos escondernos o cerrarnos en nosotros mismos, nuestras vidas empequeñecen.

Que en esta Eucaristía de hoy volvamos a poner delante de nuestros ojos esto que es el corazón del Acontecimiento de Cristo, de la Salvación de Cristo. Esa salvación que anhelamos, que buscamos. Esa vida nueva, esa libertad nueva para la que estamos hechos. Dios, para el que hemos sido creados: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón no descansará hasta que descanse en Ti”.

Señor, ven, permítenos experimentar Tu misericordia y Tu amor, para que podamos también nosotros perdonar siete veces, setenta veces siete, toda la vida. ¿Toda la vida perdonando? Pues sí, toda la vida perdonando. Y uno puede presentarse delante del Señor de una manera verdadera, humilde, también gozosa. No porque soy perfecto y me puedo presentar ante Ti con unas credenciales, sino porque soy pobre y, entonces, vivo en la verdad de saber que tengo necesidad de Ti para vivir, y entonces experimento el abrazo del Señor. Que lo podamos experimentar todos y que eso sea fuente de amor. El perdón no es más que la forma más exquisita, también la más humana, también la más cotidiana, del amor.

Que el Señor nos conceda vivir en ese amor todos los días de nuestra vida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de septiembre de 2020

S.I Catedral de Granada

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