Nuestra libertad “es fruto de la Redención de Cristo”

Homilía en la Santa Misa del XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, el 6 de septiembre de 2020.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, muy amada, Pueblo Santo de Dios;

queridos hermanos y amigos:

En cada Eucaristía, en cada Misa a la que asistimos, se renueva sacramentalmente, ¾si queréis, misteriosamente¾, en un lenguaje simbólico, pero no por ello menos real, profundamente real, en la realidad más profunda se renueva para cada uno de nosotros todo el Misterio de la Redención, todo el Acontecimiento de Cristo, que se nos da, se nos comunica y “eleva”, por así decir, nuestra naturaleza humana a la vida divina.

Eso sucede en cada Eucaristía y las Lecturas de hoy nos lo ponen de manifiesto de una forma especial, porque todas tienen como tema fundamental de fondo, lo que hemos pedido en la oración de la Misa. Hemos pedido “la libertad verdadera y la herencia eterna”. La libertad verdadera, Dios mío. No hay palabra que el hombre moderno ame más que la palabra “libertad”. Pero, cuando en la misma Carta de los Derechos Humanos o en el lenguaje de la política moderna se habla de libertad, se habla de una libertad puramente negativa, es decir, de una libertad sin obstáculos ¾que es parte de la libertad, sin duda ninguna¾, pero no de un objetivo para la libertad. Como decía un filósofo del siglo XIX, “la libertad moderna -y estaba él pensando en la Revolución Francesa- sabe destruir un régimen -supongamos que opresor, el Antiguo Régimen, aristocrático, monárquico, etc- pero no sabe poner nada en su lugar, porque no tiene una meta. La meta es la misma libertad”. La libertad para el hombre moderno se convierte en una especie de Dios, que no tiene fondo, que no necesita justificación ni explicación; que no es algo en lo que se pueda educar a las personas, sólo existe o no existe. La única forma que en el mundo actual tenemos para –diríamos- articular adecuadamente o tratar de articular la libertad es reprimirla o suprimirla. Entonces, eso pone de manifiesto que la libertad es algo, tal como lo usamos hoy, es un concepto verdaderamente superficial, sin hondura, sin hondura humana, porque esa libertad negativa nos puede conducir a ser, por ejemplo, esclavos de nuestros instintos. Dicho en el lenguaje que se usa tantas veces, “hacer lo que me da la gana”. Hacer lo que me da la gana suele ser hacer lo que me dice la última serie de televisión que he visto o lo que me invita a hacer la publicidad, o seguir mis propios instintos. Y eso no genera hombres libres. No genera hombres capaces de darse a sí mismos, capaces de arriesgar su vida por algo más grande que la propia vida. Genera más bien cobardes, personas que actúan sin transparencia y sin nobleza, sin “grandeza de ánimo”. Esa “grandeza de ánimo” que Aristóteles decía que es el rasgo humano más noble y característico de la persona humana.

Y es que esa libertad que Dios da a algunos -si queréis héroes y personas capaces del don de la vida- las ha habido siempre en todas las culturas, porque Dios es muy libre para actuar. Pero esa libertad es fruto de la Redención de Cristo. “Para ser libres -dice San Pablo en un lugar- nos ha liberado Cristo”. Esa libertad verdadera es condición de nuestra vocación al amor. No se puede amar si no se ama desde la libertad. Pero esa libertad, que genera y hace posible el amor, es la libertad que tiene una meta: amar. Y eso requiere disponer de la propia vida, requiere ser libre.

Las otras Lecturas van en al misma dirección. Una por un lado y otras por otro: corregir a un hermano supone mucha libertad, supone esa libertad. Hace falta mucho amor para corregir a alguien. Normalmente, hablamos mal de nuestros hermanos, nos damos cuenta de sus defectos, pero hablamos mal a otros. Pero hablar a un hermano, ¾no me refiero a un hermano de la carne, me refiero a un cristiano que trabaja contigo, que vive cerca de ti, o a un familiar¾, corregir a una persona requiere muchísimo amor y es, probablemente, lo más difícil. Requiere mucha libertad. Veréis, también hay un peligro en esa corrección y es que, cuando hay ansiedad, no basta con decirle a una persona “mira, yo creo que esto que haces está mal por esto, por esto y por esto”, y dar las razones de por qué esto está mal, no simplemente “porque está prohibido y está mandado así” o “porque lo manda quien sea”, sino en la Ley de Dios y en las Leyes de la Iglesia el uso de la razón se da por supuesto, se implica siempre. Puede haber obligaciones muy graves, por ejemplo “no matarás”, que si uno lo hace pensando que aquello que ves delante del arma que tienes es un animal o una cosa así, no se mide el hecho, se mide la intención. Y en la intención está siempre el uso de la razón.

Ser libres. “Para ser libres nos ha liberado Cristo”. La libertad verdadera. La libertad verdadera es fruto de la Redención, es una conquista de la vida entera, pero una conquista que no hacemos nosotros a fuerza de voluntad, sino que Le pedimos al Señor que nos haga libres. Se lo hemos pedido en la Misa de hoy. Corregir a un hermano es una tarea de libertad. No depender de los juicios de los demás, del afecto o de las apreciaciones de los demás. Qué difícil es eso. Qué difícil es no actuar movido para que piensen bien de mí, o no actuar movido para que me aprecien, o para que me quieran. Qué difícil es eso. Eso es ser libre.

Hay una anécdota de los monjes del desierto del siglo IV, que no tiene que ver con lo que nosotros llamamos monjes. Muchas veces en esos monasterios que había en el desierto iban gente que no era cristiana y que empezaban a ser cristianos ahí. El caso es que un joven le preguntó a un anciano cómo hacer para ser un buen monje. Es decir, en aquel contexto, un buen cristiano. Y dijo: “Mira, vete al cementerio esta noche ¾pensad en Egipto, lo que eran los cementerios, los muertos, los sepulcros y todo eso¾ y pásate la noche diciéndoles insultos a los muertos”. Al otro le extrañó mucho que le diera ese consejo, pero obedeció y se fue, y al día siguiente vino. Dijo el monje, “¿qué ha pasado?”. Y el otro responde: “Me he pasado toda la noche insultándoles y no ha pasado nada, ninguno ha reaccionado ni ha dicho nada”. Y le dice, “bueno, pues esta noche vuelves y vas a pasarte toda la noche diciéndoles cosas bonitas a las tumbas y a los sepulcros y a los difuntos”. Vuelve al día siguiente. Le pregunta, “¿qué ha pasado?”. Y dice, “pues, tampoco ha pasado nada”. Dice el monje: “Bueno, pues el día que en ti pese lo que en esos difuntos pesaban tus insultos o tus piropos, ese día serás libre, serás un buen cristiano”. Qué difícil es para nosotros que no obremos en función de algún interés, a veces muy sutil, a veces muy escondido, porque nos han hecho sentirnos culpables. Alguien nos ha querido hacer culpables de algo y nos sentimos culpables y, entonces, tratamos de hacer algo bueno para quitarnos ese peso de la culpabilidad. Todas esas cosas envenenan los pequeños gestos de nuestra vida diaria y de nuestra vida familiar muchas veces. En esa vida, Señor, ser libres se traduce en lo que decía San Pablo: “No le debáis nada a nadie mas que amor”.

No tenemos otra tarea, ni otra deuda, ni otra misión. Uno se ha portado mal con alguien y siempre puede pedir perdón, siempre puedes querer más. Has querido mal y te das cuenta que por no haber sabido querer bien, se ha enrarecido el oxígeno, se ha enrarecido la relación… ¿Cómo se cura eso? Poniendo más amor. No teniendo más deuda con los demás que el quererlos más, que el quererlos mejor, y el pedir al Señor ser libres para poder querer más y querer mejor, y ser libres para tener la libertad de pedir perdón. Igual que tener la libertad de corregir cuando hay que corregir y sin obsesionarse con el hecho de corregir, sino decirlo, y una vez dicho, ya está.

Pero esa libertad se la tenemos que pedir al Señor. Porque esa libertad ya es una cierta experiencia del Cielo, de nuestra vocación divina. Quien es libre de esa manera vive aquí, en este mundo, en este mundo de pecado, de pasiones, de pequeñeces, sobre todo de mezquindades y de mediocridad; vive en medio de este mundo como participando ya de algo infinitamente más bello, infinitamente más grande, más aireado, vive “en la libertad gloriosa -como la decía también San Pablo- de los hijos de Dios”.

Señor, concédenos la libertad verdadera, que nos haga gustar ya aquí el comienzo de la herencia eterna, de la libertad con que esperamos participar de tu amor de una manera incondicional y sin límites, para siempre.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

6 de septiembre de 2020
S.I Catedral de Granada

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