Nuestra dignidad sagrada es ser hijos de Dios

Homilía en la Eucaristía del V Domingo de Pascua y Jubileo Infantil de la Archidiócesis, presidida por la Sagrada Imagen del Dulce Nombre de Jesús, cuya cofradía en su rama infantil (Facundillos) participó en el Jubileo de niños y niñas de Granada.
Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa amadísima de Jesucristo;
muy queridos sacerdotes;
hermanos y amigos todos;
saludo especialmente a los niños que habéis venido hoy, que habéis venido trayendo la Imagen de Jesús Niño Resucitado (vinisteis también el día de los Facundillos, el Domingo de Pascua);
saludo también de manera especial a los Pueri Cantores, que también estabais aquí el Domingo de Pascua:

¿Os acordáis qué os preguntaba yo esa mañana?. Decía, ¿qué celebramos hoy?: que Cristo ha resucitado. ¿Eso qué significa? Significa que Dios nos ha abierto las puertas del Cielo y significa también en la tierra ha quedado sembrado la vida de Dios, la vida de hijos de Dios. Esa ciudad nueva que bajaba del Cielo, preciosa, arreglada como una novia para su esposo; esa ciudad nueva ya existe en medio de nosotros, porque está Jesús en medio de nosotros, porque está el esposo, porque está el Cordero que ha entregado su vida para que nosotros vivamos en la vida de hijos de Dios. Es un precioso intercambio, como se intercambian cosas entre los amigos, como se intercambia la vida en la unión de los esposos; así, Dios ha intercambiado su vida con nosotros y a nosotros nos ha abierto el cielo, y ha dejado el Cielo sembrado en nuestra tierra, sembrado en nuestra vida. Es precioso. Por eso, yo no podía dejar de sonreír a la hora de echaros el agua, y no porque me diera risa la cara que poníais, sobre todo los niños, cuando os mojabais, sino de la alegría de decir “Señor, está tu amor en medio de nosotros”. Ser cristiano es vivir de ese gozo de tu amor EN MEDIO de nosotros, CON nosotros, EN nosotros.

Y eso es lo que dicen las lecturas del tiempo pascual de alguna manera. Las de hoy nos dicen una cosa: la primera de todas decía que Dios es una puerta abierta. Desde que Cristo ha resucitado -igual que está abierta la puerta grande de esta Catedral en los momentos de celebración este año, y quiera Dios que para siempre, siempre que haya una celebración-, Dios es, no un misterio cerrado donde no podemos entrar, donde no sabemos nada, donde todo son preguntas y ninguna respuesta; no, Dios es, ante todo, una puerta abierta, y una puerta abierta de un amor sin límites. Un amor más fuerte que la muerte. Eso es lo que Jesucristo, el Hijo de Dios, nos ha mostrado en la Semana Santa; que aunque lo odiaran, que aunque lo persiguieran, que aunque lo azotaran, que aunque se burlaran de Él, que aunque le dieran bofetadas, Él nunca dejó de querer a aquellos mismos que le estaban dando las bofetadas. Nunca dejó de querernos a nosotros. Nunca dejó de pedir por nosotros, hasta por aquellos mismos que le estaban matando: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

La puerta abierta de Dios, para nosotros, para todos, es la puerta de un amor que no existe casi en este mundo; sólo existe donde la vida de Dios está en nosotros también. Pero sólo por la gracia de Dios. Una madre puede llegar a dar la vida por su hijo. ¿Pero dar la vida por aquellos que te odian? ¿Dar la vida por aquellos que no se interesan por ti, que pasan de ti, que les tienes tú sin cuidado? Eso (ndr. dar la vida por todos) sólo Dios lo hace. Por eso, Dios es la puerta abierta a un amor infinito, porque Dios es amor. Y al abrirnos la puerta de su vida ha abierto para todos los hombres –“para los gentiles”, decía la Lectura de los Hechos de los Apóstoles-, ha abierto a los gentiles la puerta de la fe, la puerta del conocimiento de Dios.

¿Y cómo se vive en esa ciudad, que ha nacido del costado abierto de Cristo, que ha nacido de la Pascua? ¿Cómo se vive en esa ciudad que es un poco el Cielo en la tierra porque está Cristo con nosotros, aunque sigue habiendo miseria y pecado, y sigue habiendo dolores de huesos, y enfermedades, y niños que se ponen malitos y que hay que ir al hospital, y la abuela que se pone también malita y que hay que llevarla al hospital, o la abuela que se nos va Cielo y ya no nos cuenta cosas ni juega con nosotros? ¿Cómo se vive en esa vida? Se vive queriendo. Se vive amando. Y eso es lo otro que decía el Evangelio. En eso van a conocer que me conocéis a mi, que sois discípulos míos, que me seguís a mi. Igual que habéis seguido hoy a Jesús y a la Imagen de Jesús, en eso van a conocer que me queréis y que estáis conmigo y que yo estoy con vosotros; en que vosotros también os queréis. Y quererse aquí significa siempre un poco perdonarse, hasta los mas pequeños tenéis experiencia de eso.

Decir que la señal de los discípulos de Jesús es el amor es decir que la señal de los discípulos de Jesús es el perdón y la misericordia, la misma que Dios tiene con nosotros. La misma que sabemos que tiene y que le pedimos que no deje nunca de tener.

Señor, como Tú eres una puerta abierta, y una puerta abierta que derrama misericordia sobre nosotros mucho más que el agua que yo he derramado al principio de la misa, permite que nosotros, unos con otros, vivamos en el perdón. ¿Y me dejáis proponeros una cosa, para esta semana, y luego si os acordáis para otra semana, y si os parece que es bonito para otra semana?: perdonar a alguien porque queréis. Un gesto de perdón que no espere nada; que no espere una palabra bonita de respuesta, a lo mejor te van a responder mal. También nosotros le hemos respondido al Señor muchas veces mal. El Señor nos está diciendo siempre “Yo te quiero”. Y a veces le decimos: “Y a mí qué me importa”. Si el Señor fuera como nosotros, se habría cansado de decirnos “te quiero”. Pero no se cansa. Le hemos dicho cien veces “y a mí qué me importa”. Y vuelve a susurrarte al oído “Yo te quiero. Y no te quiero porque Yo te necesite. Te quiero porque tú me necesitas”. “Te quiero porque tú quieres estar contento, y cuando Yo estoy contigo estás contento, estás contenta”.

Es precioso acoger el don de Dios. Es precioso lo que el Señor ha hecho por nosotros. Es precioso asomarnos a vivir en esa vida divina que el Señor nos ha dado. Somos hijos de Dios. Esa es nuestra dignidad sagrada, de todos, sin excepción.

Vamos a darle gracias al Señor. (…)

Qué diferente sería un mundo regido (sería esa Jerusalén del Cielo) por el amor, y no regido por el egoísmo, por el interés, un mundo de soledad en el fondo.

Vamos a darLe gracias al Señor por su amor y que ese amor florezca en la vida de todos nosotros.

Rezamos el Credo.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

26 de abril de 2016
S.A.I Catedral
V Domingo de Pascua

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