Homilía en la Eucaristía de la Natividad del Señor, el 25 de diciembre de 2020.
¡Feliz Navidad!
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo. Esto lo digo todos los domingos, pero hoy, día de Navidad, tiene más sentido que nunca, porque la Iglesia, desde los primeros siglos, entendió que la fiesta de la Epifanía o la fiesta de Navidad
–en Oriente se celebraba el 6 de enero y en Occidente el 25 de diciembre-, las dos fiestas, el sol que nace de lo Alto, el esposo que sale orgulloso de su alcoba, como dice el Salmo, dispuesto al triunfo; el desposorio de Cristo con la Iglesia, las bodas de Cristo con Su Iglesia.
Celebramos el comienzo de nuestra salvación. Celebramos el comienzo de la obra de Cristo, que se irá desplegando a lo largo del año en la Pasión, en las enseñanzas de su vida pública, en la muerte donde Él se une para siempre, con un amor definitivo, a nuestra humanidad. Y luego, la mañana de Pascua, y la obra se consuma en el día de Pentecostés, cuando el Espíritu del Hijo de Dios queda -por así decir- libre para extenderse por el mundo entero. Es, por lo tanto, un día de gloria y de acción de gracias. Y lo digo con toda conciencia, no porque se me vayan de la mente los dolores de la madre que ha perdido un hijo, de los hijos que han perdido una madre, un padre o un hermano, o una esposa, o la esposa que ha perdido a su esposo; y todos los dolores, las fatigas que conocemos. Todas están presentes y, sin embargo, hay un motivo por el que, justo en estas circunstancias, se hace más necesario, más evidente que el significado de la Navidad es inmenso y, por lo tanto, puede nacer en nosotros una alegría que nada ni nadie tiene el poder de destruir. Una alegría tan profunda que hecha sus raíces en Dios y en lo más hondo de los deseos de nuestro corazón y que, por lo tanto, es posible desde el mismo momento en que se le caen las lágrimas delante del cadáver, si es que ha tenido la ocasión de estar cerca del cadáver de un ser querido. ¡Claro que sí! ¡Celebramos la Navidad!
Celebramos el Acontecimiento de Cristo y el comienzo de ese Acontecimiento en el Nacimiento de Jesús en Belén. Nosotros sabemos que a Cristo le tenemos desde que el Espíritu Santo ha quedado entregado a Su Iglesia. Él está con nosotros. Eso lo celebramos en cada Eucaristía. A Cristo lo tenemos. Pero es el Acontecimiento de Belén, es la Encarnación del Hijo de Dios lo que ha dividido la Historia en dos partes, y para siempre. Los hombres podemos, por desgracia, manipularlo, reducirlo, vestido de verde, de amarillo, de lo que queráis, pero si Cristo no hubiera nacido; si Cristo no se hubiera entregado por nosotros: si Cristo no fuera el Hijo de Dios –como decía C.S. Lewis: “Y no cabe término medio”–, la vida no merecería la pena. ¿Para qué va uno a enamorarse si luego todo se lo devora el tiempo? Si envejecemos, si las fotos de ahora no son las fotos de hace cuarenta años, cuando eras joven y guapa. Y si las fatigas, que cuesta sacar adelante a unos hijos se las lleva también el tiempo y la muerte, y al final todo lo devora el olvido, ¿por qué lloramos? Porque, cuando lloramos, hacemos algo más que desahogar nuestro corazón (ningún animal llora). Por qué lloramos, si no porque pensamos que hay algo injusto en el hecho mismo de que la vida no sea eterna. ¿Por qué reímos? Si las bellezas de este mundo, cuanto más bellas sean, cuánto más las amemos, más trágico es saber que las perderemos, que se acabarán, mucho más trágico, salvo que uno elija la otra salida que es la evasión, la diversión, perderse en el consumo, emborracharse de lo que queráis… se puede uno emborrachar de alcohol, se puede uno emborrachar de otras sustancias o se puede uno emborrachar de compras.
Esta mañana oía yo una expresión de alguien, casi seguro que era un sacerdote, que decía: “En esta fiesta de la Navidad, que es tan importante y tan entrañable para nosotros los cristianos”. Y a mí se me cayó de golpe el alma a los pies. Cristo no ha nacido para que los cristianos celebremos la Navidad. Cristo no ha nacido para fundar una especie de secta en medio del mundo que tiene su ideología y sus creencias, y sus ritos. Cristo ha nacido para cambiar la vida del mundo, para cambiar la vida de los hombres. Por lo tanto, la Navidad no es importante sólo para nosotros porque somos cristianos. Yo sé que a muchas personas les da lo mismo y no tiene la misma importancia, pero el significado, si nosotros mismos cedemos a esa lógica, el sacerdote que estaba diciendo eso, no se daba cuenta, lo decía con la mejor intención del mundo, soy consciente de ello, pero estaba compartiendo la visión del mundo de quienes no tienen fe: “Sí, bueno, los cristianos tenéis esas cosas, qué consuelo os da la fe en el momento de la muerte…”. Cristo no ha nacido, no ha derramado Su sangre, no ha triunfado del pecado y de la muerte, y no nos ha dejado su Espíritu para crear una secta, añadir una secta más a la multiplicidad de sectas que hay en el mundo. Cristo ha nacido para iluminar la vida humana en tanto que vida humana. Y yo pienso que, a veces, personas que pertenecen a otras culturas muy diferentes de la nuestra…
Ayer mismo, unos chicos que vienen de otra parte del mundo y con los que pude hablar un momento antes del comienzo, dicen: “van a hacer un rito”. Y me dijo: “Para mí, es un rito muy importante el que hacen esta noche y me gusta mucho y le voy a pedir un favor. Nuestra casera ha muerto por el Covid, ¿puede usted rezar a Dios por ella?”. “Dios mío -le dije- te lo juro, te lo prometo delante de Dios que lo hago”. La cultura japonesa no es una cultura cristiana y uno de los momentos claves del año en Japón, aparte del florecimiento de los cerezos, es el encendido de las luces de la Navidad en Tokio. Quiero decir que, si queréis, los destellos, los flujos el brillo de la Navidad va mucho más allá de aquellos que somos cristianos o que estamos bautizados, ¡mucho más allá! Gracias a Dios. Lo que no tiene que llegar es deteriorado, (…) y es ahí donde nosotros tenemos una pequeñita responsabilidad y perdonarme que un día como hoy hable de algo así, porque también nosotros decimos muchas veces “felices fiestas”, a lo sumo decimos “feliz Navidad”, “es la fiesta de la familia”…, hablamos siempre de las consecuencias. Es la fiesta del Nacimiento de Jesucristo y porque ha nacido Jesucristo y ahí ha cambiado la Historia humana, porque ese niño que nace, Dios mora en Él en toda su plenitud. Por eso es bella la familia, a pesar de todas las dificultades que pueda tener, por el hecho de que los seres humanos somos egoístas, o somos soberbios, o impacientes, o envidiosos. Y vivimos en una cultura que lleva por lo menos tres siglos luchando por destruir a la familia. Soy muy consciente de lo que digo: tres siglos, por lo menos.
Pero es lo que da sentido también al juntarse. Da sentido a la amistad, da sentido a vuestro canto. ¡Que son obras humanas!, yo lo sé, y pequeñas porque son humanas, pero todas respiran algo de eternidad. La belleza, toda la belleza… Los que sois puericantores (…) benditos vosotros, gracias por venir este día. Gracias a los que os habéis querido unir y ojalá esto se convierta en una tradición. (…) La belleza de la música o de la pintura, o de la poesía. ¡Qué sentido tiene, si todo es la muerte, la vida es chata! No estamos aquí más que para producir, tener unos pequeños placeres, consumir y morirnos. ¡Qué tristeza, Dios mío!
Nosotros no somos hijos de esa tristeza. Nosotros tenemos algo que proclamar. Allá por el año 30, cuando se estaba desarrollando en Europa el nacionalsocialismo, el nazismo, Romano Guardini escribía que el proyecto de la modernidad consistía sobre todo en querer mantener todo lo bueno que había mantenido el cristianismo, pero sin Jesucristo. Y no funciona. Porque lo otro, cuando decimos “qué alegría, la fiesta de la familia, el juntarnos, qué bien” (Dios mío, ¡que es una cosa preciosa!), pero si le falta la razón última para la esperanza, tiene dentro de sí la mueca de una mentira, la mueca de una falsedad que no nos terminamos de creer. Pensamos lo que pensaba Feuerbach y Marx de las religiones, que, en el fondo, lo decimos para consolarlos, pero que nos consuela un poquito, un ratito, nada más, como una copa de licor. ¡No! ¡Nosotros sabemos de dónde nace eso! De un amor infinito, del amor de Dios que se derrama en nuestra tierra y que hace que el Hijo de Dios comparta nuestra condición humana y que se quede con nosotros para siempre, de tal manera que la vida, que sigue siendo igual de dramática, como son las guerras, como son las catástrofes de todo tipo, nadie lo tenga que vivir solo. Porque Él está con nosotros y con nosotros es con todos, todos los días hasta el fin del mundo. Con el pecador también, sí. Si creemos al Evangelio, ¡con el pecador, más! Él no lo sabrá, él pensará que no es digno de Dios, pero Dios está a su lado más a lo mejor de quienes creemos que no lo necesitamos tanto, o que nos vale para un ratito el domingo o cosas así.
Mis queridos hermanos, lo único que quiero es que vuestra alegría sea de oro de veinticuatro quilates, y que no haya que la desgaste; que no haya nada que la eche abajo y que se lo podáis decir mirándole a los ojos a quien no tiene fe: “Te deseo una feliz Navidad”. Desearte una feliz Navidad es desearte una feliz vida, desearte que te vaya bien en el trabajo y en la vida, y ofrecerte mi mano, si es que puedo ayudarte en algo. ¡Eso es decir “feliz Navidad”! ¿Cómo no lo vamos a decir, Dios mío! Y cuanto más grande sea el dolor, no digo que más fuerte hay que decirlo; hay que decirlo con unas entrañas de ternura, de afecto, de verdadera compañía. Más grandes, más potentes, más capaces de abrazar, aunque no podamos abrazarnos. No dejéis que se rebaje el sentido, porque no es una broma. No dejéis que desaparezcan los belenes, porque no es una broma. Detrás de esas cosillas, al final, cuando desaparecen los belenes, ¿qué quedan? ¡Formas geométricas! Es bonito que la ciudad brille, ya lo sé, y que tenga luces altas y muy grandes, pero ¿tiene la luz un sentido? ¿Es la participación, la más pequeñita bombilla, estas imágenes tan pobres siempre y las que tenemos en la mesilla tan chiquititas, pueden ser imagen de algo más que una especie de dopaje y protección contra el dolor? ¡Claro! Si la razón última está clara.
Cristo ha nacido y Dios, que no dice las palabras como las tengo que decir yo, por desgracia, una detrás de otra y de manera confusa, y atropellándome y así, sólo tiene una palabra. Ha querido que esa palabra se una a nuestra humanidad. ¿Y sabéis cuál es esa palabra y qué dice? Sólo una cosa: a ti, seas quien seas, creyente y no creyente, lleves una vida desastrosa y hasta de criminal, seas quien sea, ¿qué es lo que nos dice la Palabra, cuyo nacimiento nosotros celebramos porque hemos tenido el privilegio de conocer? ¡Te quiero! ¡Punto! Sólo que lo dice con una voz y con una palabra que, nacida en el centro de la Historia, sencillamente abraza la Historia entera. Cuando Dios nos dice “te quiero” es desde toda la eternidad y para toda la eternidad. Y no es porque Dios desconozca mi avaricia o desconozca mi egoísmo, o mi envidia o mi lujuria, o mi soberbia. No. Dios lo conoce perfectamente. Pero es Dios, no es como nosotros, ¡es Dios!
Hay un villancico muy primitivo, cristiano, muy bonito. Es la Virgen con el niño sobre las rodillas y diciéndole al niño: “Pero qué descarao eres, a todo el que viene, te tiras –es de comienzos del siglo IV– y no reparas en si son ricos o pobres, en si son santos o pecadores, en si son hombres puros o impuros. ¿Es eso que eres un descarado o es eso tu amor por los hombres?”. Pues, yo os aseguro que es Su amor por nosotros, por todos, también por ese cuñado pesado que no puedes aguantar o también por aquel jefe que te ha hecho daño. ¡Por todos! Porque si no fuera por todos, al final todos estaríamos excluidos y, al final, sería mentira que Dios es Amor. Dios es Amor, mis queridos hermanos. Y el único secreto que tiene este mundo es hacer posible un amor que tenemos como deseo, más grande de lo que somos capaces de hacer ninguno, pero que Tú, Señor, renuevas, justo porque eres Dios, ¡como una fuente de amor constante, inagotable, infinita, donde siempre podemos ir a beber! Yo no podré curar a un enfermo terminal, yo no podré devolver la vida a quien la ha perdido, yo no puedo evitar caer enfermo o que las personas que quiero, caigan enfermas, pero siempre puedo querer. Siempre puedo querer más. Siempre puedo querer incluso a quien estoy convencido o tengo la sensación vivísima de que no se lo merece. Siempre puedo hacer un gesto de afecto y esas cosas a veces rompen dinámicas que llevan años, y años, y años. ¡La rompen! Y de repente, empiezan una vida nueva. Os podría contar cientos de casos.
¡Feliz Navidad! Y que cuando digo “feliz Navidad”, estoy diciendo que vuestras vidas estén llenas de Dios y del amor de Dios. Estén llenas del amor de Dios, del Dios que es Amor. Y que lo podáis disfrutar. Suceda lo que suceda, vivamos lo que vivamos, nadie nos puede arrancar la alegría de haber conocido al Hijo de Dios y de saber que nos ama hasta tal manera, se hace en esta Eucaristía uno con cada uno de nosotros, con todos nosotros.
Palabras finales, antes de la bendición final
Os doy la bendición. Que tengáis unas Navidades sumamente llenas del gozo del Señor. Soy consciente de que, cuando he enumerado las cosas que afligen a nuestro mundo, he enumerado a las que tenemos más cercanas. Hay otras muy lejos. Está habiendo guerras en el mundo, está habiendo invasiones, está habiendo países donde ni siquiera se ha dicho que hay pandemia porque se quiere sencillamente que la población disminuya, y la gente no tiene ni sanidad siquiera, ni medios con los que protegerse. Y todo eso no lo dejo para nada fuera. Y luego están los pobres que tenemos y que se multiplican al lado nuestro. No hablo de los indigentes. Hablo de gente de clase media, pero que ha perdido su trabajo y que lleva a lo mejor semanas o meses haciendo una comida al día, manteniéndose como pueden, de mala manera.
Todo lo que sepáis que podéis aliviar, no dejéis de hacerlo, que no dejemos de hacerlo, nadie. Y si no tenemos medios para ayudarles, pues buscamos en otro lado, buscamos en la Cáritas parroquial o donde sea. Pero el que Cristo haya nacido nos reclama también a estar en primera fila ahí todos, todos. Os doy la bendición.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de diciembre de 2020
S. I Catedral de Granada